«VTHER PEN».
Han omitido la parte del dragón.
—¿Cariño?
Cuánto había deseado escuchar aquello. Cuánto había soñado con unos labios finos y lívidos, callados, salvo con aquella palabra. La voz de Igraine es justo como la recordaba y tiene que contenerse para no sujetarla de los hombros, besarla con fuerza, decirle: «Sí, soy yo», conducirla hasta el cuarto, esperar el amanecer.
Traga saliva antes de contestar. Mantiene la vista fija en el mural, no se atreve a girar la cabeza del todo por miedo a que lo reconozca.
—Ese bastardo… —masculla señalándose a sí mismo—. Tendría que ir yo mismo a Domilioc para atravesarle el pescuezo.
—Mañana —contesta ella, con una voz tan dulce que parece prometerle miel y no sangre—. Al amanecer podrás ir.
—Sí. —No puede soportarlo más y se gira. Lo lamenta en cuanto lo hace. Igraine tiene el cabello pelirrojo, largo, tan suave a la vista que Uther siente un cosquilleo en los dedos. Los ojos grandes, las mejillas sonrosadas, la frente alta. Lleva un candil en la mano y la luz titila hasta dejar su rostro mitad piedra, mitad oro—. No puedo esperar más.
No dice a qué.
Igraine se detiene unos segundos en mirarlo y, por un aterrador instante, Uther guarda en sí la certeza de que lo ha reconocido. Quizá su cabello no es tan corto, quizá el color es más oscuro, puede que Merlín no haya conseguido la estatura adecuada o los ojos sean un solo tono más azulado. Está convencido, sin embargo, de que es por la forma en que la mira.
Duda antes de volver a hablar, entrelaza las manos sobre el vientre y las mangas caen rozándole los muslos de tan largas.
—¿Todavía no duermes, mi amor? ¿Has estado todo este tiempo pensando estrategias para la guerra? ¿Pensando en la muerte y la tierra? ¿No permites aún descansar a tu pobre corazón?
—No puedo —se lamenta Uther, y parece casi afligido—. No dejo de pensar en ese malvado, en cómo ansío verlo muerto, matarlo yo mismo.
Igraine avanza un paso en su dirección.
—Mañana —repite deteniéndose a su lado para poder observar el mural, al que acerca la luz hasta que las sombras se levantan sobre los cuerpos desvanecidos y todo el sol del mundo parece entonces habitar en la figura de su marido, cuyo nombre, «GWRLAIS», aparece ligeramente más grande que los demás, a la izquierda, comandando la caballería—. Mañana habrá acabado todo.
En la batalla del mural, habían luchado juntos.
Los colores se confunden cuando Igraine se inclina hacia él y sopla para apagar su vela. El olor de su cabello lo roza con un aroma a lavanda y miel que permanece suspendido en el aire durante un segundo más de la cuenta.
—Vamos —le dice—. Deberías dormir algo. Tu preocupación es inútil, esposo mío, tan solo en Dios descansa ahora el resultado, y en la valía de tu espada. Vamos al cuarto, la batalla ya ha sido librada cien veces en los sueños del destino.
—¿Destino? —repite Uther, con los ojos muy abiertos y llenos de esperanza. Quizá es el destino que tenga ese rostro, que esté en Tintagel, que ella no lo haya reconocido—. ¿Crees que su fuerza es tal?
—Sí —contesta, sin el menor resquicio de duda, y le hace un gesto para que la siga—. Todo lo que ha sucedido y todo aquello que sucederá, así como lo que no, se encuentra ya en el interior de los corazones de los hombres, grabado en ellos como inscripciones en tumbas. La voz de Dios ha hablado en el lenguaje del aire y sus palabras ya se han precipitado hacia la tierra con el peso de la vida, donde, líquidas, se han filtrado hasta las últimas fronteras del mundo.
—Insinúas que el campo de la batalla ya conoce la sangre que lo alimentará.
—Lo afirmo.
Igraine se detiene frente a una puerta de madera en cuyo pomo hay tallada una rosa. La abre con una leve reverencia y espera a que entre su marido.
En el centro de la cámara hay una gran cama con un elegante marco de madera desde el que penden, bermellonas, unas cortinas de terciopelo que llegan a lamer el suelo. Uther no repara en nada más aparte de la cama.
Escucha que Igraine cierra la puerta tras él y la ve pasar, ocultando con su silueta la tenue luz de la luna cuando pasa frente a la ventana. Posa el candil sobre la mesita de noche y retira, despacio, las cortinas. Hay dos almohadas sobre una colcha bordada de flores. Uther no tiene la menor duda de que la propia Igraine es quien la ha cosido.
—¿Tanto temes a la muerte que ni en el lecho te quitas la armadura? —pregunta, sin siquiera mirarlo.
Repara entonces Uther en que todavía se queja el suelo bajo sus pasos y, sin él poder dejar de mirarla ni un solo instante, se va quitando los escarpes, las grebas, los guanteletes. Le pregunta, casi tímido, si puede ayudarlo con la coraza; Igraine se acerca, no sin dudar antes, e imita los gestos que ha visto repetidos en los escuderos. Retira el peto, lo levanta por encima de su cabeza, y lo deja apoyado sobre el banco de madera a los pies de la cama.
Uther quiere preguntar si puede ayudarlo también con el gambesón, pero Igraine ya está deshaciendo la cama y Uther descubre que duerme con el vestido con el que lo había recibido. Prefiere no molestarla, así que termina por colocar la prenda con el resto de la armadura y, al mirar hacia abajo, ve sobre su pecho cicatrices que no reconoce. Hay una que se extiende en vertical de la axila a la cadera, tan profunda que todavía no ha perdido el color rosa. Gorlois, acaba de aprender, tiene una marca de nacimiento de tamaño considerable en el muslo izquierdo.
—Te he dejado el camisón sobre la cama —le informa Igraine—, pensé que volverías antes. Qué ingenua subestimar la pasión por la guerra.
—No es pasión, estaba preocupado.
Se coloca la ropa de Gorlois y siente sobre ella el mismo aroma a lavanda que desprende Igraine. ¿Y si no es el suyo? Y si es el de su marido.
Uther aparta las mantas del lado libre de la cama, pero todavía no se tumba bajo ellas. Igraine se peina el cabello con los dedos, hay un nudo que se le resiste especialmente y hace una mueca de dolor al tirar de él. Uther se pregunta si debería besarla ya, si sería decoroso; no tiene mucho tiempo, quiere aprovecharlo, ha de aprovecharlo. Mira sus manos, comprueba que están ocupadas en el pelo y no ocultas bajo la colcha, no cerca de ningún relieve sospechoso que descubra el cuchillo. Quiere besarla, pero quiere que ella lo desee. Quiere que lo mire a los ojos y reconozca, sin rastro alguno de temor, que no son los de su marido.
—¿Debería contarte un cuento? —pregunta ella, distraída ahora, mira hacia la ventana—. ¿Ayudaría eso a que durmieses mejor?

III
Había una vez un príncipe malvado, cruel, tan ruin que no podía beber de ninguna fuente, arroyo o río sin que este se tiñese de negro para siempre al contacto de sus labios. Su nombre era Pwyll y amaba la caza sobre todas las cosas. Pasaba días enteros en el bosque, solo con la compañía de sus perros, y ni los sirvientes se atrevían a reclamarlo ni el resto de nobles deseaba verlo.
Una mañana especialmente dorada de primavera los perros se adentraron más que nunca en el bosque, ladraban de forma incansable, y Pwyll trataba de seguirlos lo más rápido que podía, aunque no tardó en perderlos de vista. La luz se filtraba por la canopia y llegaba hasta el suelo, perpendicular y limpia. El único sonido que se escuchaba eran los suaves pasos del príncipe, amortiguados por una esponjosa hojarasca. Había tranquilidad en ese bosque.
Se agachó, tratando de buscar las huellas de los animales, seguir el rastro de pisadas y ramas partidas, pero tan solo encontró una capa de musgo que recubría toda la tierra. Al cabo de un rato, los vio.
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