Verónica Pazos - Noche en Tintagel

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Era una noche de lluvia cuando Uther Pendragon se enamoró de la esposa del conde Gorlois. También lo era cuando suplicó a Merlín que le diera el rostro de su enemigo por tan solo el espacio de una larga noche, aunque entonces no fuese consciente de cómo de larga sería. La lluvia siempre es más espesa en Tintagel, la noche siempre es más aterradora en la guerra, Igraine siempre es más bella cerca del mar. La batalla ya ha sido librada cien veces en los sueños del destino.

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Uther escudriña su rostro en busca de sospechas. El caballero tiene el cuerpo tenso, la espalda recta, la mandíbula apretada, a pesar de que intenta relajarse. «Es por la guerra», le dirá si le pregunta, cuando le pregunte, «es por la guerra y el destino», y ahí se le habrá escapado la segunda verdad. Pero Igraine hace tiempo que ha notado el cuerpo tenso, la espalda recta, la mandíbula apretada, así que no tiene necesidad de preguntar; lleva su mano, sin titubear, hacia la mejilla de Uther y… lo toca.

Es un tacto suave, como habría esperado, aunque cálido y sudoroso.

—No. No me parece que acabe bien —contesta al final.

Igraine le acaricia el pómulo con el pulgar cuando lo oye. Arquea las cejas, habla con tono divertido:

—¿Es que una historia solo acaba bien si acaba contigo venciendo? —Baja la mano hasta llegar al mentón—. ¿Contigo en el trono de Bretaña? —Ahora la detiene en el cuello—. ¿Contigo degollando con tu propia espada a Uther Cabeza de Dragón?

—No descansaré hasta que pague por lo que hizo —contesta, rápido, feroz.

Recuerda bien lo que hizo.

—Esa sucia rata traidora… Os criasteis juntos, confiabas en él.

—Y él confiaba en mí.

—Lo detesto. —Igraine aprieta las mantas entre los dedos, con rabia—. ¿Recuerdas la noche en que Uther me conoció?

Eso también lo recuerda bien.

—Estabas bellísima con un vestido verde y el cabello recogido con flores.

—Y sus terribles ojos ardían con pasión.

—Y sus terribles ojos ardían con pasión.

Igraine se inclina hacia delante sobre las mantas. Acerca el cuerpo al de él y no se detiene hasta que sus labios están tan cerca de los de Uther que puede sentir su respiración rozándolos. Mira su boca cuando vuelve a hablar:

—Qué hombre tan repugnante.

Y entonces lo besa.

Un beso casto y sencillo. Un beso seco, breve, pero un beso, al fin y al cabo. Uther sonríe y quiere volver a sostener su muñeca, obligarla a enfrentarlo, besarla hasta que deje de ser seco y breve, pero Igraine ya se ha vuelto a apartar, se sienta en su lado de la cama, abrazada a sus rodillas sobre las mantas, y mira por la ventana. Uther siente terror. ¿Se habrá dado cuenta ya? ¿Gorlois no la besa así? ¿Debería imitarla? ¿Debería irse? Es peligroso, ha sido un necio, es peligroso, puede llamar a los guardias, llamar a su marido, coger ella misma el cuchillo. Ah, aún es pronto, todavía se ve la luna en lo alto, y él ha pagado un precio muy caro por disfrutar una sola noche.

Igraine, sin embargo, solo parece bañada de una pena infinita.

—¿Qué es eso que tanto te apena, que hace que tu ánimo se apague y se cierna la noche sobre tu alma? —pregunta Uther, que pasa un dedo por su cabello, enroscando en el índice un largo mechón de Igraine—. ¿Qué temes, amiga querida?

—Pendragón. —Uther siente un deseo enorme y redondo cuando Igraine pronuncia el nombre en su lengua materna—. ¿No te preocupa Pendragón? Quizá ha abandonado Domilioc y planea venir aquí…, atacar esta noche…

Uther no tiene ni que fingir reírse.

—No se puede asediar Tintagel —repite las palabras de Ulfin, esta vez sin burla—. Está sobre el mar y rodeada de él por todos los costados, como un barco sobre la tierra, y la única entrada es un estrecho sendero rocoso, al final del cual bastan solo tres hombres para defenderlo de todo un ejército.

Igraine aprieta la colcha contra el pecho y deshilacha la tela con uno de sus anillos.

—¿Y si no intenta asediarla?

Uther piensa que qué pena que sea tan hermosa, qué pena que sea tan lista, qué pena que sea Igraine, qué pena que sea Gorlois, qué pena que sea Tintagel.

—Y qué otra forma hay de entrar, ¿entonces? Volando no va a poder, a no ser que haya conseguido ya un dragón, cosa que dudo, porque conociéndolo se habría encargado de que toda Bretaña lo supiese. —Le aparta el mechón tras la oreja, besa su mejilla con delicadeza—. No hay nada que temer. Aquí estamos a salvo.

No dice de quién.

—Desde que puso sus ojos en mí no he vuelto a estar a salvo.

—¿Sospechas que su amor es tal?

—Sospecho que tal es su arrogancia. Uther es incapaz de abandonar una batalla, como tú, es imprudente y caprichoso como un crío. He oído que masacró toda una aldea porque el señor local no quería prestarle homenaje. ¿Sabes qué hizo después con él?

Lo sabe.

Uther asiente en silencio.

—Sí. Lo sé tan bien como tú.

—Qué hombre tan repugnante —vuelve a repetir, su voz llena de asco, casi un escupitajo—. Deseo que lo mates. Deseo tanto como tú que lo mates, amor mío, pero al mismo tiempo guardo un miedo terrible a que te enfrentes a él. Tú eres un buen hombre, noble y justo, sé que lucharás bien, no harás emboscadas, te medirás en campo abierto, no habrás tomado rehenes, ofrecerás rendición a los nobles que luchen en sus filas, le darás una muerte limpia.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—Eso mismo me preocupa. Tú eres un buen hombre, él no.

Uther apoya la espalda contra el cabezal, mira hacia el techo de la cama.

—A mí también me preocupa —finge confesar—. Pero son otras cosas distintas a las tuyas las que me preocupan: Tintagel no se puede asediar.

—¿Entonces qué?

—Sé que te pedirá en matrimonio cuando me mate.

Uther se imagina que se echará a llorar, que enterrará el rostro entre las manos y sollozará hasta que él pueda consolarla, besando su espalda y acariciando su melena. Se prepara para escuchar el llanto, envidiar entonces a Gorlois al ver cómo lo ama, pero Igraine no llora. En su lugar, aparta las mantas y sale de la cama, se dirige hacia el baúl de madera sobre el que Uther ha dejado su armadura y la aparta para poder rebuscar en su interior; saca un hermoso relicario con una cadena y se lo pone en el cuello.

Lo mira, erguida, desafiante a los pies del lecho.

—Desde este momento —declara—, llevaré siempre encima este colgante y, en el improbable caso de que Uther logre darte muerte mediante alguna vil estratagema, en el caso de que entonces se dirija a mí y logre encontrarme (porque tú sabes, como has de saber, que huiré, que me marcharé de aquí y buscaré venganza, aunque para ello tenga que cruzar los brazos del mar hasta el continente, aunque para ello tenga que rezar cada día bajo los atentos ojos del sol). En caso de que tú mueras y él me encuentre, en caso de que me pida como su mujer con esa voz raspada y arrogante, entonces… —dice mientras abre el relicario donde se oculta un frasco que contiene un líquido verdoso—, juro por Dios y la Virgen que antes moriré que verme en manos de ese traidor.

Uther ahoga un grito. Aparta él también las mantas de un manotazo y la colcha cae al suelo. El caballero está de pie a un costado de la cama, mira fijamente a Igraine, que vuelve a cerrar el relicario y lo guarda dentro de la ropa. «He de quitárselo», piensa Uther, «he de vaciar ese frasco, sustituirlo por otro líquido, una inocua infusión de hierbas». No se mueve.

—Prefiero verte con él a verte muerta.

—No sabes qué me hará.

—Sé que te ama.

—Y eso lo hace aún más peligroso. —Igraine tampoco se mueve—. Si yo no lo amo, pero él a mí sí, ¿qué clase de cosas será capaz de hacer para que lo corresponda? Su maldad no conoce límites, eres ingenuo, amor mío.

¿Qué de cosas sería capaz de hacer?

Uther extiende la mano, con la palma hacia arriba.

—Dame eso —pide—. Sé que no te hará daño.

—¿No empieza siempre así? —Aprieta el relicario por encima del vestido—. Temo hasta su nombre, ¿qué no voy a temer de él? Vámonos… —dice, primero en voz baja—. Vámonos —repite avanzando en su dirección—. Vámonos de aquí, huyamos lejos, Tintagel ya no es seguro, estamos demasiado cerca, él ha de saber que estamos aquí, sé que lo sabe.

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