Verónica Pazos - Noche en Tintagel

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Era una noche de lluvia cuando Uther Pendragon se enamoró de la esposa del conde Gorlois. También lo era cuando suplicó a Merlín que le diera el rostro de su enemigo por tan solo el espacio de una larga noche, aunque entonces no fuese consciente de cómo de larga sería. La lluvia siempre es más espesa en Tintagel, la noche siempre es más aterradora en la guerra, Igraine siempre es más bella cerca del mar. La batalla ya ha sido librada cien veces en los sueños del destino.

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—Está llena —anuncia Uther.

—¿Es eso bueno o malo?

—Da igual, la tormenta la tapará de nuevo. Vamos.

Ulfin sospecha que, si el cielo estuviese completamente desnudo y recién nacido, la luz haría evidente el engaño que Uther pretende, y casi lo desea.

Su amigo camina por el límite del bosque, hacia el castillo, y Ulfin lo sigue con obligada diligencia, aunque de vez en cuando todavía mira al cielo.

—¿Cómo vamos a saber si Merlín ha tenido éxito? —pregunta.

—Supongo que nos lo hará saber.

—Ya, pero ¿cómo? Quiero decir… sin él no podemos entrar en el castillo.

—Pues nos lo dirá desde fuera. —Uther levanta el brazo para pedirle que se detenga cuando ya se puede divisar, con cuidado entre los troncos, el sendero que sube a Tintagel—. Mira, ahí siguen los guardias.

El camino es estrecho y sin barandas, hecho de roca sin pulir ni tallar, roca bárbara e intratable para una fortaleza bárbara e intratable —el mar, no Tintagel, aunque eso solo lo piensa Ulfin—.

Uther sonríe casi sin querer mientras busca con obcecada devoción las ventanas del torreón, que sobresale en el centro. Se pregunta si Igraine estará dormida, leyendo, tejiendo, si estará peinándose los cabellos frente a un espejo engarzado de piedras traídas de Persia, anhelando un caballero que la rescate como en las grandes historias. Quizá, opina Ulfin, añorará a su marido.

—Es hermosísima… —murmura Uther.

—Es una buena fortaleza, desde luego —corrobora su amigo, a pesar de que sabe que no es eso a lo que se refiere—. ¿Es ese Merlín?

Ambos se inclinan hacia delante y los tres guardias apostados en las puertas caen dormidos, o muertos, al suelo. Tras ellos hay una figura escuálida, menuda, apenas humana. Ulfin no lo reconoce por la túnica purpúrea, ni por la larga barba que se enrosca en su cintura, sino por cómo la lluvia se aparta, con sutileza, con temor o respeto, para no tener que rozarlo.

Ulfin se coloca el yelmo, Uther no y Ulfin lo mira de reojo, llegando a sospechar, como en una traición, que quizá quiere que lo descubran. Las ventanas del torreón, después de todo, se ven desde aquí.

—¡Merlín! —lo saluda el rey cuando llegan a su altura, y ni siquiera observa los guardias que, Ulfin comprueba agachándose para levantarles las viseras, han muerto—. ¡Lo has conseguido, amigo!

—Están muertos —anuncia Ulfin.

Pero Uther abraza con fuerza a Merlín y sonríe tanto que parece que los labios le van a cortar el rostro.

—Mejor tres muertos aquí que trescientos en Domilioc —se excusa Merlín.

—¿Qué debemos hacer ahora, amigo? —insiste Uther—. ¿Has visto a Gorlois? ¿Puedes convertirme en él?

—Puedo darte su aspecto.

—¡Eso quería! ¡Oh, carísimo amigo! Pinta en mi rostro el suyo y hazme ser igual a Gorlois de Cornualles, esposo de la bella y dulce Igraine, y, por lo tanto, hombre más cercano a Dios que jamás haya podido encontrarse en toda Bretaña. Haz que no seamos distinguibles en ni un solo rasgo, que mis ojos sean como los suyos y mi boca y mi nariz y mi voz. Iguálame en peso y altura, en todo lo que se pueda percibir a la vista, salvo, quizá, el corazón.

Merlín obedece y cambia por completo la apariencia de Uther, a quien Ulfin no reconoce ya ni por la armadura, hecha a la manera de la de Gorlois. El cabello es ahora más corto y más fino, quizá más claro si la lluvia no lo apagase. Uther se retira uno de los guanteletes para poder tocarse el rostro.

—¿Ya? ¿Ya está? ¿Tan fácil?

—Tan fácil. Ven, Ulfin, ahora nosotros debemos convertirnos en estos guardias.

Ulfin no se mueve. Merlín avanza en su lugar. Pasa la mano por delante del rostro del caballero y este no siente la necesidad de acariciarlo para comprobar que ha tenido éxito. Prefiere pensar que no, a pesar de que ahora el yelmo que lleva parece haber aumentado un poco en el peso. El mago repite el proceso con su propio aspecto y la túnica se convierte en una armadura de placas, vibrante con la lluvia. La lluvia. Ulfin se pregunta si será la primera vez que Merlín la siente, aunque, si este cuerpo no es el suyo, no la estará sintiendo de verdad. Piensa en cómo eso puede aplicarse a Uther, que vuelve a abrazar al mago.

—Cuando regresemos a Camelot te daré todo el oro que pueda conseguir, los manzanos más abundantes de Cornualles, el vino más sabroso de las coronas mediterráneas. ¡Todo! ¡Todo lo que pidas se te dará!

—Pido una única cosa: aquello que aún no tienes, pero que, al término de esta noche, tendrás.

Uther acepta tomando su mano entre las suyas y apretándola con fuerza.

—Todo lo que pidas, amigo mío —repite—. ¡Deséame suerte! ¡Y tú también, silencioso Ulfin! Que esta noche dure muchos días.

Y, persignándose, empuja la puerta para entrar en el castillo.

Ulfin duda un segundo si debe seguirlo. Si debería acercarse a él y advertirlo acerca de lo que pretende hacer, del pecado que supone la traición, de Judas, del nacimiento demoníaco que otorgó sus poderes a Merlín, de Igraine, de Gorlois, de Tintagel. «Todavía puedes hacer lo correcto», piensa, «asediemos Tintagel, caigamos al mar como estos guardias que ahora Merlín arrojará para ocultarlos. Podemos volver a Camelot, beber juntos, cazar jabalíes, organizar un torneo, buscar a la dama más bella, no tiene por qué ser Igraine, no tiene por qué ser esta noche, no tiene por qué ser en Tintagel».

Pero tampoco se mueve en esta ocasión. La lluvia se vuelve ya intolerable.

II El interior de las murallas está desprotegido y casi todos los soldados de - фото 5

II

El interior de las murallas está desprotegido y casi todos los soldados de Gorlois se encuentran en Domilioc, donde todavía aguardan el ataque de los hombres de Uther.

El olor a sal se hace insoportable, tan cerca del mar. Uther abre la puerta doble que lleva al gran salón, un guardia solitario lo saluda, se extraña de que haya salido, pero no hace preguntas, no a su señor. Uther aprieta los labios, ¿hará preguntas Igraine? Ha escuchado, no hace mucho, que es una dama impertinente y curiosa, así que seguramente le diga: «¿De dónde vienes?», y él tendrá que mentir, tendrá que decir: «Vengo del mar, mi amor», que, ahora que lo piensa, no es una mentira, y ella seguirá: «¿Por qué del mar?», apretando los dedos alrededor de la colcha bajo la que, está seguro, ocultará un cuchillo. «Porque hacía frío, porque estaba asustado, porque era de noche, porque te echaba de menos, porque estaba en Tintagel y Tintagel estaba sobre el mar». Entonces ella, con un movimiento rápido y cálido, se abalanzará sobre él con todo el peso de su cuerpo, llevará el cuchillo en la mano, lo clavará en su pecho, la sangre brotará y el olor a sal se hará insoportable.

No conoce el castillo. Se arrepiente de no haberle preguntado a Merlín dónde dormía Igraine, qué escaleras debería subir, hacia qué esquina debería doblar su alma. Por suerte, todos los castillos pueden ser el mismo castillo y Tintagel no se distingue tan bien de Camelot, no con este rostro.

Pasa de largo el salón, pero coge una vela de las mesas, ya vacías, y la pone sobre un platito de peltre. Sube unos curvos escalones de madera hasta el segundo piso, donde el suelo rechina bajo su pesada armadura. Se arrepiente de no habérsela quitado. Avanza, despacio, tratando de acolchar el ruido, y observa en las paredes murales de brillantes colores. En ellos se muestran banquetes, escenas de caza, el febril delirio de un dragón. Uther se ríe en voz baja y se detiene frente a este último. Extiende la mano y roza con el guantelete la pintura verde y brillante de la bestia. Todo lo demás es rojo y blanco. Hay una doncella frente al dragón, de rodillas y rezando. Lo mira con una pena infinita y Uther retira la mano. Sigue caminando y los murales representan ahora escenas de guerra. Caballeros amontonados en el suelo y lanzas en ristre o apuntando al cielo. El rojo es imbatible en esta parte y, entre los nombres esbozados con tosca caligrafía, reconoce el suyo.

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