—No creo que hoy podáis salir a cazar —les había acabado por decir—, Vortigern reina ahora. Ha matado a Constans. Ve a por tu otro hermano, debemos prepararnos.
El merlín había hablado con el tono monótono de lo que es conocido e inevitable. Las flores crecen en primavera, la cosecha se recoge en otoño, no debes alejarte del río en el bosque, tu hermano ha muerto, ya no eres un príncipe, recoge tus cosas, probablemente tú también mueras pronto.
Uther jamás debería haber sido rey: el tercer hijo de un rey traicionado, la sola idea de que pudiese oler el trono resultaba ridícula. Pero allí estaba, sereno y victorioso, ordenando construir dos dragones de oro con los que honrar su recién adquirido sobrenombre: Cabeza de Dragón.
—Creo que al fin he encontrado mi blasón —había confiado al merlín mientras supervisaba el tallado—. Así ya no tendré que usar el de mi hermano.
La muerte de un hermano era algo a lo que nadie podía llegar a acostumbrarse, pero Uther no tenía muchas más opciones y, confirmando las oscuras sospechas del merlín, se había acostumbrado a ello con mayor celeridad de lo que sería normal, de lo que sería prudente.
—Solo quedan los sajones y por fin el reino tendrá paz.
—¿Y después de los sajones? —El merlín esperó a que los canteros dejasen la sala para preguntar—. Antes estaba Vortigern, después su hijo, después el asesino de tu hermano, ahora los sajones. ¿Qué vendrá después? Quizá vuestro destino sea no poder cesar en la lucha.
Uther lo había observado en silencio durante un preciado y breve instante. Su rostro, antes jovial, se había ensombrecido como el día de la primera profecía.
—¿De verdad crees que eso es lo que me espera? ¿Lo que Dios ha dispuesto para mí?
—Desearía que no. Es imposible saberlo.
—Creía que mi destino sería unir a toda Bretaña… Tú mismo lo dijiste, Merlín. Cuando vimos, rojo, al dragón sobre el cielo.
El merlín había guardado silencio. Cada noche que pasaba estaba más convencido de que su presagio era cierto y Uther no tenía un destino esplendoroso, rutilante como una corona bajo la última luna, sino que más bien el futuro se le antojaba apolillado y carcomido, un pedazo incompleto de mapa, un hueco que, desesperado, intentaría llenar con conquistas sin comprender que jamás podría reconstruirlo de nuevo, recuperar su fulgor pasado.
—Desearía que así fuese —contestó—. Es imposible saberlo.
Cuando descubrió, ya adulto y armado, al conde Gorlois, el merlín pensó que era todo lo que un rey debía ser, a pesar de saber que parte de ello era debido a que su cabello también era dorado. Uther, sin embargo, jamás podría brillar tanto por muy pulida que estuviese su coraza y el merlín sospechaba que eso era algo que el propio monarca así aceptaba, pues rara vez se atrevía a llevar la corona y en multitud de ocasiones lo había descubierto espiando los metales más pálidos, inclinado sobre la hoja de una espada con esmerada atención —como si nadie más pudiese ver lo que él veía, aunque todos viesen lo que él veía—.
Gorlois llevaba una armadura de placas, el yelmo sostenido bajo el brazo, su frente sudorosa por el calor.
—Estoy deseando tener un hijo —rio Uther acercándose a él—, solo para que tú lo puedas entrenar.
—Con gusto lo haría, pero para eso necesitamos encontrarte una buena esposa. No puedo entrenar a tus bastardos.
Uther hizo un gesto para quitarle importancia.
—Todavía no he conseguido encontrar a ninguna cuya belleza y posición sean dignas del trono de Bretaña.
—¿Y qué tal si te centras solo en la posición? La corte ha comenzado a impacientarse, no tienes hermanos y, si mueres ahora, no habría nadie para…
—Qué bien que no tenga planeado morir pronto, entonces.
Gorlois frunció el ceño.
—Pero…
—¿Es eso lo que hizo que tomaras a la bella Igraine? ¿Poder engendrar hijos para que tu linaje no terminase? ¿Tanto te aterra?
—¡No! —repuso, con firmeza—. Claro que me aterra, como a todo hombre sensato, pero sabes bien que no fue por eso, el amor que siento por Igraine es puro.
—Seguro que no tiene que ver que sea conocida por su belleza en todo el reino… Estoy deseando que me la presentes. Deberías traerla al banquete de celebración.
—¿Qué celebración? ¿Estamos ya en Pascua?
—No, amigo. —Uther le puso la mano en el hombro, su rostro cansado, recordando las palabras del merlín que tanto se había esforzado en apartar—. Hemos de partir a la guerra una última vez.
El merlín observó la sombra recortada del rey. Su destino. Lo que fue, lo que será.
Podría no haber sido una tormenta tan violenta, podría no haberse hecho de noche, Gorlois podría no haberla enviado a Tintagel, Uther podría no haber suplicado a Merlín hasta que su voz se hubo marchado, ya agotada, hacia el mar. Pero es una tormenta muy violenta, es una noche muy cerrada, Tintagel está sobre el agua y Uther está en Tintagel.
—No se puede asediar Tintagel. —Uther repite con sorna las palabras de su amigo Ulfin—. Así que no lo asediamos.
Ulfin quiere reírse, aunque está demasiado oscuro como para que Uther note o no su sonrisa y Ulfin no puede dejar de mirar los muros, que son demasiado altos y demasiado gruesos y ellos, Uther y él, son demasiado pocos.
—Un plan brillante, desde luego —termina por contestar—. ¿Dónde está Merlín?
—En el agua. —Uther recoge su yelmo y echa a caminar con él debajo del brazo—. Está intentando colarse por el pozo.
—¿Por el pozo? —Ulfin lo sigue a grandes zancadas; el sonido de su armadura resonaría más si no fuese por los rayos—. ¿Cómo demonios va a salir del pozo?
—Dijo que necesitaba ver el rostro del duque —se limita a responder.
Ulfin enarca una ceja. Decide que él no sabe de magia como no sabe del amor que lleva a su amigo a viajar a Tintagel, como tampoco sabe de la construcción de los muros o de la rotación de cultivos en otoño. Ulfin sabe de muy pocas cosas, pero entiende la lluvia. Las hojas de los árboles arrojan gruesas gotas a sus mejillas cuando alza el rostro para observar el cielo. Uther lo llama desde un poco más lejos, cuando descubre que se ha quedado atrás, dice su nombre dos o tres veces y Ulfin se disculpa, aunque no demasiado, antes de seguirlo.
—Mira esto…
Uther traga saliva y señala el mar, que se derrama hacia las últimas líneas de bosque. Los peñascos sobresalen de su oleaje como puñales en el pecho de la Virgen, piensa Ulfin, como clavos en la puerta que hemos de tirar, piensa Uther.
—¿Y Merlín ha decidido lanzarse ahí?
Uther sacude varias veces la cabeza antes de hablar, rumiando el color blanquecino de la espuma, tan abundante que parecen estar ante un mar de cal. El contraste con el cielo es casi insoportable.
—Es un mago.
Ulfin se esfuerza en no suspirar, resignado.
—Ya sé que es un mago, pero eso no lo exime de ser mortal.
—Creía que justo eso era lo que significaba ser un mago.
Una de las nubes mayores se aparta con gentileza, dejando paso a la luna, que intentaría reflejarse sobre el agua si la zozobra de esta lo permitiese.
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