En el último párrafo, leí:
Hay dos cosas que podemos hacer: aceptar lo que tenemos, que no es en absoluto despreciable, o impugnar el testamento de mi tía y tratar de probar que lo dictó bajo presión. Y hay, por supuesto, un camino intermedio: llegar a un compromiso entre caballeros. El abogado de Ramiro Salas ya lo ha dejado entrever. No quieren problemas. Y hay mucho dinero. Supongo que esto será, al fin, lo que haremos.
Luego decía que tenía muchas ganas de verme y muchos proyectos y muchas ideas. Su madre me tenía una gran simpatía. Siempre preguntaba por mí.
Pensé en la madre de Alejandro y en el rato silencioso que pasamos frente al estanque, sentadas en un banco de piedra. Las únicas palabras que había pronunciado en el brevísimo diálogo que había tenido lugar entre nosotras se habían referido a la belleza del escenario, a las estaciones. No se había lamentado de su vida ni de su suerte y, acostumbrada yo a que normalmente las personas me confiaran sus desdichas con la esperanza o el propósito, en algunos casos, de que yo resolviera sus problemas, agradecí su silencio. Al verme a lo lejos paseando por el jardín, me había hecho un gesto con la mano para que me acercara a ella y me sentara a su lado, pero no esperaba nada más de mí ni buscaba mi consuelo ni mi apoyo. Sean cuales fueren las razones por las que tras la muerte de su marido se había ido a vivir con su prima no necesitaba pregonarlas; las había guardado en su interior y allí permanecían y, olvidadas o no, no perturbaban la paz de su mirada. Ojalá nada consiguiera perturbarla.
Cuando, días más tarde, vi a Alejandro, ya en Madrid, ya dueño de una fortuna bien negociada, no tan vasta como había esperado, pero de dimensiones bastante satisfactorias, me dio otro tipo de información, que mi imaginación ya había anticipado y que explicaba aquel testamento inesperado.
– Tenían un lío -dijo-. Mi tía y el administrador. ¿Te lo imaginas? Supongo que era él quien iba a visitarla a su cuarto. Se deslizaría por los pasillos como una sombra, para lo que no tendría que esforzarse mucho, puesto que tiene ya la apariencia de una sombra. Estoy convencido de que mi tía era una mujer apasionada y él la obedecería, como siempre hacía. O era, tal vez, al revés. A lo mejor, en la intimidad de la alcoba, el juego se invertía, y mi tía Carolina se convertía en una mujer solícita, humilde, servicial, y Ramiro en un hombre dominante, hasta un poco sádico. Años y años guardando este secreto, viviendo solamente para la noche, soportando Ramiro las humillaciones, relegado al puesto de un simple sirviente. Al fin, alcanzó su premio. En cierto modo, se lo ha ganado.
Seguramente, no estaba equivocado. Seguramente, yo también hubiera imaginado esas escenas de haber vivido esa historia tan de cerca como él. Y las imaginaba, porque había conocido a la tía Carolina y a su administrador. Pero no era mi familia ni mi fortuna ni mis planes ni mis obsesiones.
Mi ruptura con Alejandro fue suave. Cada cual se quedó en su mundo, puede que evocando, alguna vez, que hubo buenos ratos durante el largo mes que pasamos a la orilla del mar en un paréntesis que se abrió en nuestras vidas cercadas por viejas historias familiares y una enrevesada trama de espionaje en la que yo me dejé envolver, por razones que analizo una y otra vez un poco inútilmente.
Había acabado el verano. Madrid volvía a recuperar su ritmo de gran ciudad desbordada, que promete más expectativas de las que es capaz de cumplir. Y, dentro de ese ritmo, las personas pierden un poco el suyo, se diluyen en las tensiones de la ciudad, se adaptan a sus reglas, más o menos fácilmente, con más o menos resistencias.
A pesar de que aquel verano me había traído decepciones y momentos difíciles, hubiera preferido que no se terminara, porque el otoño es demasiado melancólico y hay que tener deseos de hacer algo, y alguna meta. Yo no tenía nada. Mi trabajo, mi casa, mi familia. No era bastante.
Mis padres, con el reciente recuerdo de su estancia en El Arenal, estaban contentos. Nuevamente hablaban de trasladarse a vivir allí, nuevamente alegaban, para no hacerlo, que no podían dejarme sola, que era su hija menor, que debían cuidarme.
Gisela Von Rotten, cada vez más unida a mi madre, pasaba muchas tardes encasa. Las dos hablaban, mientras mi padre se refugiaba detrás de viejos volúmenes polvorientos que relataban las guerras del pasado, de la necesidad de vivir en el presente, de ser generosos, de poder perdonar. Gisela continuaba con sus muchas actividades. Mi madre le daba apoyo moral. No estaba acostumbrada a salir de casa para resolver problemas ajenos. Ayudaba si eso no suponía moverse de su butaca. Pero Gisela era benévola con ella. Lo que pedía de mi madre, ella se lo daba. Quería hablar de la miseria del mundo y no ser dejada de lado. Mi madre la escuchaba atentamente. Suspiraba. "Menos mal que existen personas como tú", decía.
Raquel, cuando nos visitaba, también se ponía de su parte.
– Las mujeres -decía, algo irritado, mi padre- siempre halláis consuelo en la lamentación. Parece que os guste que todo esté tan mal.
Olvidaba que durante toda su vida no había hecho otra cosa que quejarse. Las lamentaciones de mi madre y Gisela eran más abstractas. Se habían convertido en dos damas filosóficas.
– ¿Te acuerdas del psiquiatra? -me preguntó un día Raquel con la mirada luminosa-. Al fin, le llamé.
Se veían todas las semanas.
– Jamás pensé que mi vida fuera a cambiar -dijo.
Se planteaba seriamente su separación de Alfonso. No tenía un trabajo, se había desconectado de toda posibilidad profesional, tampoco era rica. Al psiquiatra esas cosas no le importaban. Se había separado de su mujer y estaba dispuesto a casarse con Raquel. Pero Raquel no quería repetir sus errores.
– Qué más te da -le dije-. Los errores nunca son los mismos.
– Lo acabaré haciendo -decía-. Pero prefiero esperar un poco.
Tenía miedo de la reacción de Alfonso y de la de sus hijos. Temía la soledad.
Una tarde todavía tibia, a la salida de mi oficina, mis pasos se dirigieron, apenas sin darme cuenta, hasta la casa de Mario. Me pregunté si estaría allí y si no sería más recomendable llamarle por teléfono y preguntarle si le apetecía verme. A lo mejor, mi visita resultaba inoportuna. Sin embargo, me arriesgué. Si las cosas salían mal, tampoco perdía mucho. Había perdido muchas cosas durante aquel verano. Sería una cosa más.
Pero Mario estaba. Me miró, sorprendido.
– ¿Es que no esperabas verme nunca más en la vida? -le pregunté.
Había pasado el verano en Túnez y me habló de todo lo que había visto con su entusiasmo de siempre.
– ¿Encontraste a tus padres? -me preguntó, medio irónico, porque él me había dado el teléfono de la hermana de Juana, cuando le había llamado desde Jávea.
– No fue fácil. Tenían el teléfono estropeado. No se les ocurrió decirle a Juana que me llamara.
– Vives demasiado pendiente de ellos.
Me ofreció algo de beber. Nos sentamos en el sofá.
– No sabes la cantidad de cosas que han pasado este verano -dije.
– ¿Me las vas a contar? -preguntó.
Estaba deseando contárselas, en aquel momento lo comprendí. Mario era la única persona que podía seguir con atención cuanto yo podía contar. No era fácil explicar las vueltas que había dado la historia desde la aparición de James, y no eludí, por primera vez, ningún detalle. Y, al fin, todo quedó ligado, más ligado de lo que en realidad estaba, porque cuando las cosas se cuentan se transforman y simplifican.
En los ojos de Mario había un destello irónico.
– Todo ese asunto del brazalete acerca del cual todo el mundo miente -dijo-, parece sacado de una de esas óperas que tanto les gustan a tus espías.
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