Soledad Puértolas - Queda la noche

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Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1989.
Unas fotos sacadas alrededor de una piscina de un hotel de Delhi, los viajes con gente desconocida, los amigos de toda la vida, los aficionados a la ópera, los teléfonos que no funcionan, el calor en medio de la noche, la necesidad de beber whisky, las aventuras con hombres casados, el afecto de los padres, los hijos desvalidos, las damas filantrópicas, las mujeres recluidas, las responsabilidades familiares, el deseo de tirarlo todo por la borda… Con estos elementos y algunos más se va configurando la trama que envuelve a Aurora, una mujer de treinta años que poco a poco empieza a pensar que su vida está siendo organizada desde fuera. Demasiadas coincidencias y repeticiones. Una cadena de casualidades empieza a dar vueltas. El azar se impone. Las interpretaciones se suceden y aún podrían seguir dando más vueltas, infinitas vueltas. El juego ha sido decidido en otra parte, y cuando termina los jugadores no desaparecen de escena, no se cierra el telón. La protagonista sabe que volvería a jugar y a seguir esperando porque siempre queda un resto de todo, de los errores, de los fracasos, de los falsos o verdaderos amores. Queda el refugio, el retiro, la brecha, el ofrecimiento de la noche.

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– Serías una estupenda detective -dijo.

Mis padres llamaron por la mañana. Se disculparon por no haberle encargado a Juana que me llamase, sin haber previsto mi preocupación, y prometieron tenerme al tanto de sus idas y venidas y de las averías de su teléfono. Se comportaron como niños cogidos en falta. En realidad, se les notaba medianamente satisfechos de que me hubiera inquietado por ellos.

A media mañana, bajamos a desayunar al Miami, dispuestos a entregarnos, ya liberados de toda preocupación, a la más perfecta de las inactividades: dejar pasar el día lentamente. En realidad, eso era lo que hacíamos todos los días de la semana, pero el domingo ayuda. Un aire de aburrimiento, una conciencia profunda de la nada, se cierne sobre todas las personas.

Encargamos el desayuno y abrimos los periódicos. Hay días en que uno lo lee todo, las noticias importantes y las enunciadas en letra pequeña, los anuncios, las esquelas. Entre trago y trago de zumo de naranja y de café con leche, entre bocado y bocado de tostada, mis ojos se deslizaron por cada página del periódico, deteniéndose en cada recuadro, para alargar ese rato, para tener la mente ocupada en los acontecimientos del mundo exterior.

En la columna de las noticias breves, vi una palabra que me sobresaltó: Fitzcarraldo. A continuación, leí: "Una mujer y dos hombres han sido expulsados del Nepal por comprobarse que estaban trabajando en el servicio de espionaje soviético. La operación, que llevaba por nombre clave la palabra Fitzcarraldo, fue detectada en África del Sur. Los espías operaban infiltrados en supuestas organizaciones humanitarias".

Nada más. La vista se me había nublado. Todos los datos señalaban a Gudrun Holdein.

– ¿Qué te pasa? -me preguntó Alejandro.

– No te lo vas a creer -le dije, tendiéndole el periódico-. Lee. En la columna de "Breves".

Inclinó su cabeza sobre las páginas extendidas del periódico. Levantó los ojos, interrogante.

– La segunda noticia -le dije-. Fitzcarraldo. ¿No te suena familiar?

– Es la película, claro.

– Es la película que mencionó James Wastley. Creo que te lo conté, esa extraña frase que dijo en el restaurante. Habló de Norma y de Fitzcarraldo. La señora Holdein, como sabes, vive en el Nepal, y dirige un centro de estudios sociales. Cuando vino a Madrid a ver a tu tía, acababa de dejar Johannesburgo. Ella y James eran muy aficionados a la ópera. Todo encaja. Son ellos, tienen que ser ellos.

De repente, sentí un estremecimiento más profundo.

– Ángela -murmuré-. No se sabe cómo se produjo su muerte. La señora Holdein debió de ver a Ángela cuando estuvo en Madrid. Le tuvo que dar la foto.

– Oye -dijo Alejandro-, no te vuelvas loca. Hay muchas coincidencias que no tienen explicación. No sé si esa mujer de la noticia es la señora Holdein. No lo sé y, en realidad, no me importa. Tú no eres espía, yo no soy espía. No vivimos dentro de una película.

– Todo esto es muy raro -dije-. Tú no conoces a la señora Holdein, pero gracias a ella y a sus fotos me conociste a mí.

– Eso no lo planeó nadie.

Bajo el toldo azul del Miami, repasamos los hechos una y otra vez. Yo había entrado en contacto con un grupo de espías en Delhi, de eso no podía haber duda. Que el que uno de ellos, concretamente la señora Holdein, tuviera también una remota relación con Alejandro, podía ser una casualidad y yo estaba dispuesta a admitirlo, pero la misteriosa muerte de Ángela hacía que la breve noticia del periódico me inquietara profundamente.

La policía me había citado en el apartamento de Ángela y yo había visto la foto, enmarcada, en un lugar preferente, pero no había dicho nada, por eludir un problema y una investigación fastidiosa, porque las fotos de la señora Holdein siempre me habían molestado y porque no quería volver a pensar en la señora Holdein.

– Tengo que llamar a la policía -concluí-. Tengo que decírselo.

– Supongo que sí -admitió Alejandro-. ¿Crees que Ángela era también espía?

– Nunca lo hubiera imaginado -dije.

En los ojos de Alejandro se refleja cierta incredulidad.

– ¿No te parece que la policía va a pensar que es muy raro que tanto tú como yo conociéramos a Gudrun Holdein? -se me ocurrió de pronto.

– Necesito un trago -dijo Alejandro.

Aquel día lo pasamos especulando. Cuanto más hablábamos de ello, más desconcertados nos sentíamos. Mis cualidades de detective, recientemente ejercitadas en el caso de la búsqueda de mis padres, no parecían suficientes.

Sonaba el timbre del teléfono cuando atravesamos el umbral de nuestra casa. Eran, de nuevo, mis padres, que querían demostrarme su agradecimiento por mis investigaciones y volverme a decir que lo sentían. Me describieron, una vez más, su cotidiana lucha contra el calor, lejos de toda trama internacional de espionaje.

Nada más colgar, llamé a Mario, para ver si él también había leído la noticia y conocer su opinión respecto al asunto de Ángela, pero no contestaba nadie y recordé que la noche anterior me había dicho que se marchaba el domingo a primera hora. O no me había dicho adónde se iba o yo no le había prestado atención. Había estado un poco cortante con él.

Me concedí un plazo para llamar a la policía. Llamaría el lunes. Por lo demás, en un domingo no sería fácil localizar al comisario que me había interrogado.

Puse la cassette de Norma muchas veces, mientras en mi cabeza se reproducían los lejanos encuentros con Ishwar, James y la señora Holdein, con la esperanza de encontrar una clave en aquella música, pero ¿dónde, cómo? Sus acordes llenaban todavía nuestro cuarto de estar y el sol, ya desaparecido, había dejado una huella de color anaranjado en el horizonte plateado del mar, cuando volvió a sonar el teléfono y volví a escuchar la voz un poco temblorosa de mi madre.

– No te quiero molestar -dijo-, pero es que no sé si he metido la pata. Ha llamado un hombre con acento extranjero, un inglés, ha dicho. Me parece que se llama James, ya sabes que no entiendo nunca los nombres. Ha dicho que ha estado todo el fin de semana llamándote a casa, pero como teníamos el teléfono estropeado no ha podido localizarte. Ha dicho que era muy urgente hablar contigo y le he dado tu número de teléfono. Era un hombre muy simpático, no sé si he hecho mal.

– ¿Hablaba español?

– Muy mal. Pero yo hablé muy despacio y él hablaba con verbos, con palabras sueltas. Pero nos hemos entendido. ¿Quién es?

– No tengo ni idea.

– ¿He metido la pata?

– No.

Todo lo contrario, si es que se trataba de James Wastley. Yo también quería hablar con él. Quería explicaciones.

Aquella noche soñé con Delhi. Por los pasillos alfombrados del hotel Imperial, a una hora confusa de la madrugada, yo iba de habitación en habitación, dando pequeños golpes de alarma. Eso es todo lo que vagamente recuerdo de aquel sueño, porque no lo anoté. Me pareció importante y simbólico, pero no tenía a mano lápiz y papel.

A mi lado, Alejandro dormía apaciblemente. Me puse un chal sobre los hombros y salí a la terraza. Volvía a tener, como me había sucedido a lo largo de aquel invierno, desde que había asistido a la representación de Norma, la fuerte impresión de que mi vida estaba siendo planeada desde fuera, y de que todo lo que me estaba ocurriendo obedecía a un plan, del cual yo no sabía nada. Me pregunté si Ishwar estaría también complicado en el asunto Fitzcarraldo. En todo caso, eso no cambiaba las cosas ni marchitaba el recuerdo. El amor es confuso y jamás se juega en igualdad de condiciones, jamás se sabe cuál es exactamente el papel que le toca a cada uno. Era curioso que pensara en el amor en aquel momento, pendiente de una llamada que tal vez iba a esclarecer una muerte, la misteriosa muerte de Ángela. Pero no era mi muerte, y si aquella historia me afectaba, era, sobre todo, porque había habido episodios de amor. El mundo de los vivos es el reino del egoísmo.

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