En el camino, mientras yo conducía el auto de su hermana, la he visto cantar suavemente un bolero de Luis Miguel, señal de que está contenta, porque es muy raro que se atreva a canturrear cuando vamos juntos en el auto, sólo lo hace si está segura de que no estoy crispado o furioso, de que esa demostración de alegría no va a molestarme. En efecto, no estoy crispado, si acaso sólo con Luis Miguel, que me parece insoportablemente vanidoso, pero el auto de Isabel no tiene otro casete y no nos queda sino repetir una vez más esos boleros cursis y quejumbrosos. El sol es tan intenso que me enceguece y por eso no me saco los anteojos oscuros. Ahora estamos sentados en una antesala, con un papel y un número impreso, a la espera de que en la pantalla electrónica aparezca nuestro número y nos llamen a la entrevista. No hemos tenido que hacer una cola tan larga y cruel como la que padecí la otra mañana bajo la lluvia.
De momento, todo va bien. Sofía no tiene dudas de que aprobaremos el examen y me expedirán el permiso. Yo tengo mis reservas, y por eso he traído no sólo el certificado de matrimonio, sino también una hoja médica dando fe de que ella está embarazada, el contrato de alquiler del departamento de Don Futerman, unas pocas fotos que Sofía y yo nos tomamos en la playa de Miami antes del huracán y, aunque me avergüence, las dos hojas del fax que reproducen la noticia que el diario Expreso de Lima publicó sobre nuestra boda. Con todos esos papeles y retratos, creo tener suficientes pruebas para demostrar, más allá de cualquier duda o sospecha razonable, que nuestro matrimonio es verdadero y no una pura operación mercenaria para conseguir los papeles que estoy solicitando. Será que la conciencia me traiciona -me he casado a regañadientes, odiando a ratos a la novia, echando de menos al novio que abandoné-, pero me siento nervioso, inseguro, y no hago sino repasar con Sofía las posibles preguntas domésticas a que nos podrían someter con la intención de pillarnos en falta. Tranquilo, es una estupidez, todo va a salir bien, me calma ella, que está linda, huele rico y lleva unos zapatos preciosos, Manolo Blahnik, porque Sofía tiene una debilidad por los zapatos de marca, no como yo, que calzo el mismo par de zapatos arrugados todos los días.
De pronto, antes de lo que me esperaba, la pantalla electrónica salta varios números sin que nadie los reclame y llega al nuestro. Entonces nos ponemos de pie y nos acercamos a una mujer uniformada, que, tras hojear mis papeles, confirma nuestra cita y nos conduce a la oficina de otra mujer, más obesa y negra si cabe, quien nos recibe con poca cordialidad y nos invita a sentarnos frente a su escritorio. Es una oficina diminuta, atestada de papeles, en cuyas paredes cuelgan el retrato del presidente Clinton, un decálogo para ser feliz -uno de cuyos puntos dice: «Toma un vaso de leche con una galleta todas las tardes», y yo me pregunto si habrá tontos que crean que eso da felicidad, porque a mí la leche me produce desarreglos estomacales- y fotos de unas niñas negras, cachetonas, con el pelo amarrado en colitas, que podrían ser sus hijas, aunque nunca se sabe.
La mujer, que lleva en el pecho un cintillo con su nombre impreso, Ofelia, nos pregunta cuándo nos casamos, a qué nos dedicamos, hace cuánto vivimos en Estados Unidos y por qué queremos que me den el permiso de residencia. Sofía contesta casi siempre y yo apenas intervengo con timidez porque mi inglés es bastante impresentable comparado con el de ella, con el de Sofía, digo, porque el inglés de Ofelia parece creoley no entiendo gran cosa, parece que la señora tuviese atracado un donut en la garganta porque pronuncia todo de una manera que resulta indescifrable. Entonces Ofelia me pide que me retire un momento porque quiere hacerle unas preguntas a Sofía, a quien yo, poniéndome de pie, miro con una cierta agonía y todo el amor del que soy capaz, como diciéndole no la cagues, por favor, contesta todo bonito, que no quiero tener que volver a Lima a pedir que me renueven la visa de turista en el consulado, que la última vez que hice el trámite tuve que hacer una cola peor que las de acá. Sofía me mira como diciéndome tranquilo, no soy tan tonta, a esta negra me la almuerzo con ketchup y mostaza, así que salgo, cierro la puerta según me ordena Ofelia -bota el donut, gorda, pienso- y me siento a hojear una revista toda manoseada, arrugada y olorosa, que debe de haber sido leída por miles de orientales, africanos y latinoamericanos que han pasado por esta misma sala. Espero que fumiguen las revistas de esta oficina, pienso, y luego, a riesgo de contraer alguna enfermedad contagiosa, me abandono a leer la vida de los ricos y famosos sabiendo que nunca seré uno de ellos.
No pasa mucho tiempo, apenas diez minutos, quizá menos, y aparece Ofelia, tremenda morena con unos pechos que parecen misiles, y deja libre a Sofía y me pide que la acompañe, no sin que Sofía, al pasar a mi lado, me mire con una expresión sombría, inquietante, como advirtiéndome de que la señora es de cuidado y me va a querer joder. Ahora estamos solos, Ofelia y yo, y está claro que ella, una importante masa de lípidos embutida en su uniforme del servicio migratorio, será quien decida mi suerte y diga si merezco o no ser residente en este país que tantos donuts le ha dado. Si esta mujer de insaciable apetito va a decidir mi futuro, vamos por mal camino, pienso. ¿Por qué se ha casado con Sofía?, me pregunta, mirando un papel para no equivocarse con el nombre de mi esposa. Porque estoy enamorado de ella -respondo, con determinación, y en seguida añado-: y porque vamos a tener un hijo, no vaya a ser que Sofía le haya dicho eso, que nos hemos casado sólo por el embarazo. A mí no me vas a pillar con tus preguntas capciosas, simia sobrealimentada, pienso, dándome fuerzas para salir airoso de la emboscada burocrática. ¿Hace cuánto tiempo viven juntos?, pregunta, mirándome a los ojos como si quisiera bañarme en azúcar en polvo y tragarme entero con su bocaza de foca. Bueno, hace más o menos un año, digo. Ella toma anotaciones y hace pequeñas muecas que no sé si deberían preocuparme. ¿Dónde se conocieron?, ataca de nuevo, y yo no lo dudo, no creo que Sofía se haya equivocado en este punto: En una discoteca de Lima. En seguida, por las dudas, añado: Aunque el recorte del periódico peruano que tiene allí enfrente dice que nos conocimos en una academia de tenis de Lima, lo que no es verdad, ya sabe que los periódicos a veces publican muchas cosas falsas. Ofelia sonríe y aprueba el comentario, parece que le hizo gracia lo que dije, aunque sospecho que cuando va a comprar al supermercado no vacila en adquirir los tabloides escandalosos. ¿Qué le regaló a Sofía en su último cumpleaños? Ahora, sí me pilló la gorda. No me acuerdo bien. Sofía cumplió años en abril, hace casi un año, y lo pasamos juntos -no sé si juntos, lo dudo, quizá lo celebramos unas semanas después, cuando llegó de Lima- en el departamento en Miami, el mismo que devastó el huracán. ¿No se acuerda? -pregunta Ofelia, como burlándose-. Porque ya vivían juntos, ¿verdad?, me pone a prueba. Sí, ya vivíamos juntos en Miami -digo-. No recuerdo con exactitud, pero creo que le regalé un disco y un libro y un par de zapatos, digo, por si Sofía sólo mencionó una de esas tres cosas. Ella hace un gesto de aprobación, lo que me da a entender, aunque tampoco estoy seguro, de que acerté. No creo que Sofía haya dicho que también le compré unos calzones en Victorias Secret, supongo que dijo zapatos o un libro para darse aires de intelectual. ¿De qué color son las sábanas de la cama?, pregunta Ofelia, haciéndose la distraída, y yo pienso gorda mamona, no te propases, no te metas en mi cama, porque yo no duermo con Sofía y no creo que la ley nos obligue a dormir juntos para probar que somos un matrimonio real, bien avenido, y no uno ficticio y amañado. Grandísimo imbécil que soy, casi he preguntado: ¿De mi cama? ¿O de la cama de Sofía? pero, a tiempo, he caído en cuenta de que eso hubiera sido un error catastrófico, porque debemos parecer la pareja más feliz del mundo, una que duerme junta, cocina cantando, hace el amor tres veces al día y va al baño tomada de la mano.
Читать дальше