Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Yo comprendo entonces que es un diálogo de sordos y que mi madre no me entiende ni me entenderá, pues está extasiada con la noticia llena de falsedades que ha filtrado a Expreso, y por eso digo, lleno de rencor: Eres una loca del carajo, mamá. Lo que has hecho es una manipulación tramposa y tú lo sabes. Como te da vergüenza que tu hijo sea gay, has corrido a Expreso a publicar la noticia de que me he casado con Sofía. y como te parece horrible que sólo me case por la ley, anuncias sin ninguna razón ni autoridad que me casaré ante la Iglesia. Deberías estar avergonzada de actuar así. Mamá me interrumpe: ¡Más respeto con tu madre, mi hijito, que yo no le aguanto insolencias a nadie! No estoy avergonzada, estoy muy orgulloso de lo que ha publicado Expreso y también estoy muy orgullosa de ti, porque, como ya te dije ayer, lo mejor que has podido hacer en tu vida es casarte con Sofía, claro que sólo te falta ahora santificar tu matrimonio ante Dios Nuestro Señor. Yo la corto: Estás más loca que una cabra del monte, mamá, y tiro el teléfono. Luego camino hacia el cuarto de Sofía y la encuentro despierta, mirándome con ojos asustados. Tiro sobre su cama las hojas del fax y digo, sarcástico: Te espero en la cancha de tenis, mi amor. Luego me voy a la sala, me pongo unas zapatillas y me voy a correr. Si no salgo a correr ahora mismo, voy a romper algo.

Son las cuatro de la mañana. Estoy manejando el auto negro de Isabel, que me lo ha prestado con generosidad, mientras suena un bolero cantado por Luis Miguel, que ella adora. Conduzco despacio y con cuidado porque llueve a cántaros y apenas puedo ver la pista. Tengo que llegar cuanto antes a las oficinas de Inmigración en Virginia, a media hora desde mi departamento en Georgetown, porque me espera una cola larga y lenta, llena de extraviados como yo, algunos de los cuales pasan la noche entera frente al edificio. Hace mucho frío, pero por suerte la calefacción del auto me previene de esas molestias. Sofía se ha quedado durmiendo, me dio pena despertarla, prefiero hacer solo este trámite odioso pero indispensable para sacar el permiso de residencia. Aunque las plumillas del vidrio se mueven a una velocidad frenética, echando el agua a los costados, la lluvia cae con tanta fuerza que a duras penas logro ver. Temo perderme: es un camino enrevesado para un forastero como yo y lo es más todavía por las malas condiciones climáticas. Lo conozco más o menos bien porque ayer por la tarde manejé hasta la mole de concreto de Inmigración, aprendiendo las curvas, los desvíos y las señales que debo seguir para llegar hasta aquel barrio apacible de Virginia. A mi lado tengo un papel con todas las anotaciones que he tomado ayer, cuando ensayé la ruta que debía seguir, así como una manzana y un plátano, el desayuno que tomaré apenas llegue a la cola y aguarde a que abran esas oficinas públicas a las siete de la mañana. Espero que el trámite sea breve y sencillo, que no me hagan muchas preguntas, que sean indulgentes con mi acento inglés y que me autoricen a salir fuera del país en los próximos días, porque Sofía está impaciente por ir a París conmigo.

El auto de Isabel, un Mercedes un poco viejo pero que aún conserva su prestancia, avanza sin sobresaltos entre las lagunas que se forman en la pista, levantando pequeñas olas que caen sobre la acera. Todo se ve tan distinto desde el timón de este coche con asientos de cuero; ya me había acostumbrado a tomar el autobús o taxis cochambrosos guiados por gentes de poco fiar. Isabel es un encanto: apenas se enteró de que tenía que ir de madrugada a Virginia para gestionar mi residencia, no dudó en dejarme su auto. No quisiera chocárselo. Para comenzar, no tengo una licencia de conducir expedida en este país. Nunca tuve una legal en el Perú, abrumado por la interminable pesadilla burocrática que me esperaba si quería obtenerla. Cuando cumplí dieciocho años, la edad mínima para conducir en mi país, mi padre me regaló una licencia. Pensé que era válida, pero un tiempo después me detuvo la policía por conducir a alta velocidad y, alegando que era falsa, me pidió un soborno, que, por supuesto, le pagué. Por eso tengo miedo de que me detenga la policía. Acá no podría sobornarlos ni firmarles un autógrafo para salir del apuro.

Por suerte, no me pierdo a pesar de la lluvia y la niebla. Llego a las oficinas de Inmigración y veo desde el auto una cola muy larga de por lo menos cien personas, quizá más, que resisten este frío de madrugada y el aguacero pertinaz. Me espera una cola brutal. Tras dar vueltas por los alrededores, encuentro un espacio donde aparcar, salto del auto y me protejo con el paraguas que me prestó Sofía. Luego deposito en el parquímetro ocho monedas de veinticinco centavos y camino, mojándome los zapatos, hasta la fila de inmigrantes que esperan, como yo, algún favor, concesión o permiso de este país que nos ha acogido. No me engaño: sólo un pobre diablo podría estar en esta cola, a las cuatro y media de la mañana, convulsionándose de frío, temblando con cada ráfaga helada que le azota la cara, protegiéndose a duras penas del diluvio que el cielo descarga con saña sobre nosotros, apátridas, fugitivos y traidores, gentes que huimos de nuestro pasado y soñamos con un futuro más libre en este país tan cruel con nosotros, los recién llegados, los que no tenemos dinero para contratar un abogado que nos ahorre esta cola de espanto.

Entre la bruma de la noche y la delgada cortina de agua que me separa de los demás, alcanzo a ver a quienes me anteceden: chinos esmirriados, negros haitianos que vociferan cosas incomprensibles y ríen de un modo obsceno, mujeres en turbante y probablemente sin clítoris, cholos barrigones agringados, centroamericanos tullidos que huyeron de la barbarie, rusos con el pelo muy corto y aspecto de mañosos. Yo era una estrella de la televisión en mi país, una promesa política incluso; ahora soy uno más de los varados en este naufragio, un pobre hombrecillo que tiembla de frío y se esconde bajo un paraguas que ni siquiera es suyo. Algo tengo que haber hecho muy mal para terminar tan jodido. Trato de hablar con un hombre de ojos rasgados a mi lado pero me sonríe tímidamente y dice: No english, no english. Miro mi reloj: me esperan dos horas por lo menos. ¿Valdrá la pena todo esto? ¿Me darán la residencia? ¿Tendrá sentido quedarme en este país? ¿No estaba mejor en Lima con empleadas, lavanderas, choferes y jardineros? ¿Éste es el sueño americano del que tanto se habla? ¿Una cola de cien extraños mojados que a duras penas hablan inglés, miran al cielo pidiendo clemencia y se estremecen ateridos por el frío de la madrugada? Mi madre solía decirme que uno no nace para gozar, sino para sufrir, que no se viene al mundo para hacer lo que uno quiere, sino lo que debe. Ahora mismo pienso que tal vez tenía razón. Este matrimonio, esta cola de madrugada, el agua que se me mete en los pies, las miradas de otros forasteros que me recuerdan que soy sólo un número como ellos, todo esto es una humillación de la que no sé a quién culpar.

Sofía tiene la culpa de todo: ella me forzó a casarnos. Podría decir que mis padres tienen la culpa, porque ellos me enseñaron a ser infeliz. En realidad, soy yo quien tiene la culpa: soy un pobre y triste tontorrón. No seré menos tonto teniendo la residencia norteamericana, si es que me la dan, pero al menos seré un tonto con permiso a vivir en este país, cosa que, en el mejor de los casos, me convertirá en un tonto con suerte.

Han pasado sólo tres días. Estoy de regreso en las oficinas de Inmigración, ya no de madrugada, sino a media mañana, citado a las once en punto junto con mi esposa Sofía para probar, ante quien corresponda, seguramente un oficial odioso y con mal aliento, que el trámite que he iniciado no está basado en una mentira y que mi matrimonio es verdadero, una desconfianza o recelo comprensible, puesto que muchos inmigrantes se casan con ciudadanas norteamericanas con el único propósito de obtener el permiso de residencia, y yo, en honor a la verdad, soy en parte -pero sólo en parte- uno de ellos, porque me he casado con Sofía por estar embarazada y para no alejarme de nuestro bebé, y por eso me será muy útil el permiso de residencia, pero en ningún caso me hubiera casado sólo para conseguir el famoso green card, es decir, que la verdadera razón de aquella boda es el amor a mi bebé -y por extensión a su madre-, y no necesariamente a este país. En ningún caso me hubiese casado con Sofía si no estuviera embarazada y creo que ella lo sabe bien. Por eso acudimos a la cita con la conciencia tranquila, sin sentir que estamos actuando de un modo tramposo o fraudulento. Bajo ninguna circunstancia me hubiese casado con ella ni con nadie sólo para burlar la ley y obtener el permiso que he solicitado hace tres días y que ahora espero que me concedan sin más demora, dado que, mientras no me lo otorguen, no podemos viajar fuera del país. Sofía está tranquila, de buen humor.

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