Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Amo a Isabel. Mejor me voy, me acobardo. Mejor, dice ella. Me acerco, le doy un beso en la mejilla y le digo: Te adoro, Isabel. Si pudiera, me casaría contigo. Ella se deja besar encantada y dice: Too late. Luego añade: Bueno, ándate, que me hago la pila. Me armo de valor y la beso en la boca, un beso corto pero intenso. Ella me mira divertida y no dice nada. Me voy de regreso a la mesa. ¿Todo bien?, me pregunta Sofía. Todo bien, digo, y acaricio su pelo al pasar.

La fiesta termina pasada la medianoche. Estoy sobrio, no he tomado nada de alcohol y eso me hace menos vulnerable a las inevitables asperezas de este día tan brutal. Sofía y yo caminamos por la avenida Wisconsin, la noche está helada y el frío me cala los huesos, poca gente deambula por la calle, sólo los mendigos de siempre, cuyos rostros ya me resultan familiares, y algunos borrachos escandalosos. Mi esposa parece contenta. La tomo del brazo, aún llevo puesto el anillo y el traje de la boda, los zapatos duros que me ajustan y la corbata que no he querido desanudarme. No hablamos. Aprecio que sepa guardar silencio. Es una virtud que ha aprendido de su padre.

Llegamos al departamento en diez minutos o poco más, por suerte está muy cerca del de Isabel. Nada más entrar, me quito el anillo y se lo doy a Sofía. Gracias -le digo-. Fue todo un detalle de tu parte. Ella sonríe halagada. No tienes que dármelo ahorita, dice. Mejor así, me incomoda, digo. Yo voy a dormir con el mío puesto, dice, con aire travieso. Escucho los mensajes en el teléfono: no ha llamado Sebastián, sólo mis padres a felicitarnos. Me meto en la ducha y trato de relajarme bajo el agua caliente. Me pregunto si Sofía estará esperando a que, siendo la noche de bodas, hagamos el amor. No me provoca, sólo quiero dormir y olvidar que soy un hombre casado, a punto de ser padre, que llora en la ducha porque recuerda al hombre que ama. Me visto en su habitación mientras ella, ya en camisón de dormir, me escudriña desde la cama con un libro abierto, Los miserables, cuya lectura ha interrumpido al verme salir del baño. ¿Estás bien?, pregunta. Podría estar peor -digo-, pero podría estar mejor. Ella trata de levantarme el ánimo: Bueno, pero tampoco estuvo tan mal, ¿no? Mientras me pongo un buzo grueso y dos pares de medias, digo: No, no estuvo tan mal, tu tía Hillary es un encanto, e Isabel se portó increíblemente bien. -Y fue divertido besarla a escondidas, pienso-. Pero el juez, dime si no era un personaje absurdo, cantinflesco, digo. Totalmente -ríe ella-. ¿En serio le dejaste propina?, pregunta. Ni un peso, respondo, con aire arrogante.

Se hace un silencio que de pronto me incomoda porque siento que Sofía me mira con un amor que yo debería corresponder, dadas las circunstancias, y no sé si podré hacerlo. ¿Vas a dormir en la sala hoy también?, me pregunta. No sé, supongo que sí -digo-. Así cada uno duerme bien y mañana no estoy de un humor de perros, añado. Ella pone una cara triste que me llena de culpa. No dice nada, sólo me mira como si estuviese castigada y necesitase un poco de cariño. Es tan linda, tan amorosa, y yo tan mezquino. Duerme hoy conmigo, no seas malito, me pide con su voz más dulce. No sé qué decirle, cómo salir del apuro sin lastimarla. Me apetece dormir solo, en el sofá, pero acabo de casarme y, aunque ha sido una boda poco romántica, precipitada por nuestros errores, hoy es la primera noche que pasamos como esposos. Bueno, te acompaño un ratito hasta que te duermas, después me paso a mi sofá, digo, tratando de ser tierno. Me meto en su cama, la abrazo, acaricio su barriga, la beso con todo el amor que me inspiran ella y su bebé y le digo cosas dulces al oído, por ejemplo que, aunque me gusten los hombres, ella va a ser siempre la mujer de mi vida y que, pase lo que pase entre nosotros, no dejaré de amarla. Supongo que era inevitable: terminamos haciendo el amor con mucha delicadeza, no sé si con más delicadeza que amor. Luego le doy un beso, le digo buenas noches, que duermas rico, te quiero mucho, y me levanto de la cama, pero ella me pide que me quede un ratito más, y yo la complazco y recién cuando se queda dormida me voy al sofá.

Estoy casado con una mujer muy linda, que me ama, una mujer que me quiere tanto que va a darme un hijo; vivo en el barrio más hermoso que he conocido; trabajo haciendo lo que más me gusta, que es escribir, y en unos días nos iremos a París de luna de miel. Debería sentirme feliz esta noche, pero no estoy contento, estoy desvelado en el sofá, sufriendo en silencio porque Sebastián no está conmigo o, lo que es peor, sigue en mi cabeza, en mis recuerdos, azuzando unas fantasías que ahora parecen más lejanas e irreales que nunca.

Me despierta el timbre del fax. Miro el reloj, son casi las diez. Oigo el ronroneo del papel imprimiendo alguna noticia en el fax, me quito los tapones de los oídos y el antifaz con que me protejo del chorro de luz que cae como una catarata desde la claraboya sobre mi sofá y me arrastro hasta el fax, al lado de mi escritorio. Sofía sigue durmiendo, así que me muevo con cuidado para no hacer ruidos que pudieran despertarla. Fax de mierda, olvidé desconectarlo antes de dormir, pienso, malhumorado. Leo el logotipo del periódico: es Expreso, el segundo más leído del Perú, después de El Comercio, el más serio y tradicional. Cuando era joven trabajé en Expreso como reportero y columnista. Su director, Manuel D’Ornellas, un gran periodista y un amigo muy querido, fue como un maestro para mí. Cuando le dije que quería irme a vivir al extranjero y ser un escritor, no dudó en animarme y decirme que me tenía mucha fe como escritor. Manuel fue uno de los mejores amigos de mi madre cuando ambos corrían olas en colchoneta en La Herradura, la playa que por entonces reunía a la gente más bonita de la ciudad (no era una playa muy grande, y no hacía falta que lo fuera, porque naturalmente había muy poca gente bonita). Reconozco en la pequeña pantalla del fax el número de teléfono desde el cual me envían este recorte de la primera plana del diario Expreso de Lima: es, claro, el de la oficina de mi padre, ¿quién más podía mandarme un fax a esta hora de la mañana?

Arranco la hoja que reproduce la portada del periódico y leo uno de los titulares: «Gabriel Barrios se casó en Washington.» Veo una foto mía, vieja y muy fea, en la que salgo haciendo una mueca grotesca en la televisión y con el mismo traje que usé ayer en la boda, y un titular más pequeño que dice: «Estrella de televisión contrajo matrimonio con la peruana Sofía Edwards.» Me quedo perplejo. No puede ser verdad: ¿cómo diablos se ha enterado la gente de Expreso que me he casado ayer, si no se lo he contado a nadie en Lima? Una llamarada me abrasa el pecho, me sofoca la garganta y me recorre la espalda. Me siento humillado, herido, avergonzado. Yo no quería hacer alarde de mi boda porque siento que es un casamiento de emergencia, desesperado, pero ahora todos en mi país sabrán que me he casado y creerán que soy el hombre que no soy ni puedo ser, salvo Sebastián, que pensarán que soy un farsante, un embustero y que me he casado con Sofía para acallar el creciente rumor de que soy gay.

Mierda, digo, indignado, mientras veo aparecer una segunda hoja del diario Expreso, esta vez una página interior, en la que aparece la noticia de mi boda con Sofía. Incrédulo, leo el titular de la página seis, confundido entre las noticias de actualidad: «Gabriel Barrios perdió su codiciada soltería en Washington, se casó con la estudiante peruana Sofía Edwards.» Con esfuerzo, porque las letras son pequeñas y la copia del fax algo defectuosa, alcanzo a leer:

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