Apenas bajamos de la escalera mecánica en el tercer piso, se acercan Bárbara y Peter con caras de preocupación. Pensé que no venían, están tardísimo, dice Bárbara, y me saluda con un beso en la mejilla, lo que me sorprende, porque pensé que no me hablaría más. En seguida me echa una mirada, hace un gesto de desaprobación y dice: ¿Tenías que ponerte ese terno viejo en tu matrimonio? ¿No podías comprarte uno? Peter la mira con rostro adusto, me estrecha fuertemente la mano y dice risueño: Pensé que nos ibas a dejar plantados. Yo sonrío, tratando de aparentar una cierta calma, y digo: No, hombre, cómo se te ocurre. ¿Estás tranquilo?, me pregunta, palmoteándome la espalda, con un aire de complicidad que agradezco. Más o menos, respondo. Me mira a los ojos y dice, circunspecto como de costumbre: No te preocupes. Yo te entiendo. Yo también he pasado por esto. Es normal tenerle un poco de miedo al matrimonio. Yo me casé a los cuarenta años. Pero ya verás que el matrimonio trae cosas muy buenas. Esto te va a hacer mucho bien, créeme. Yo sonrío mansamente, como él quiere que sonría, y escucho sus consejos paternales, pero me resisto a creer que la vida matrimonial me hará bien. Lo único bueno de todo esto es que nuestro hijo sabrá que nos casamos por amor a él y, de paso, que podré sacar los papeles para vivir en este país, pienso, mientras caminamos detrás de Sofía y Bárbara, que algo se dicen al oído como buenas amigas, como si nada hubiese pasado dos semanas atrás, cuando Bárbara le metió una pastilla abortiva en la coca-cola.
Entramos a la antesala del despacho del juez Diosdado Peynado y nos encontramos con Isabel, espléndida en un vestido rojo, y con Hillary, la hermana de Bárbara, que ha venido desde Saint Louis, Missouri, y parece a primera vista una señora encantadora. Isabel me besa y me abraza suavemente y pregunta con una sonrisa traviesa: ¿Cómo estás? Yo le digo al oído: Cagado de miedo. Ella sonríe cubriéndose la boca. Amo a Isabel. Me celebra todo y es tan guapa. Me fascina su pelo ensortijado y marrón, sus mejillas pecosas, el brillo pícaro de sus ojos, la facilidad con que sonríe, mejorándome un poco la vida. Luego saludo a la tía Hillary. Es una señora rubia, hermosa, distinguida, muy elegante, que me trata con inesperada calidez, conquistándome en seguida. Qué mujer tan agradable, pienso. Me acerco a Sofía y le digo al oído: Qué encanto tu tía Hillary. Ella asiente, nerviosa, y sonríe al verme de mejor humor. En realidad, no estoy de buen humor, sólo que no puedo mostrar mi amargura delante de ellos, su familia más íntima. Debo actuar como el caballero refinado que creen que soy, aunque Bárbara no lo cree ni por un segundo, ella piensa que soy un maricón, un braguetero, un trepador y una cucaracha que se encargará de envenenar pronto.
El ambiente es tenso, solemne, y más parece un velorio que una boda, pues todos hablamos en voz muy baja, casi susurrando. El juez no aparece todavía. ¿Puedes creer que el juez se llama Diosdado?, le digo a Isabel, y ella suelta una risa que ahoga convenientemente, toda una dama. Lindo nombre para tu hijo, si es hombre, susurra en mi oído, y yo me río. Sofía me mira con mala cara, como diciéndome basta de coqueteos, por favor, y Peter me inflige un sermón sobre el honor, la hombría, la responsabilidad y el deber patriótico que tengo de volver a Lima para construir juntos un futuro mejor. Las huevas del gallo que vuelvo a Lima, pienso. De este país no me mueve nadie y por eso me estoy casando.
Aparece de pronto el juez, don Diosdado Peynado, y es, para mi sorpresa, un hombre de muy corta estatura, tez aceitunada, bastante moreno, con el pelo muy corto y enrevesado como si fuese un pedazo de alfombra negra adherida a su cuero cabelludo, todo él embutido en un traje cruzado, relucientes los zapatos y aún más el anillo en la mano. Se presenta ante nosotros con absoluto dominio de las circunstancias, nos saluda respetuosamente, elogiando de paso la belleza de la novia -enano zalamero, pienso, debes de hacer esto con todas las novias que casas de prisa para ganar más plata- y nos pide que procedamos sin más demora a cumplir la formalidad del casamiento. Yo lo miro asombrado y divertido: no puedo creer que este muñeco sea el juez que nos casará. ¿De dónde son ustedes?, nos pregunta muy amable, pensando seguramente en que le conviene adularnos para que le demos luego una buena propina: te equivocas, pigmeo codicioso, no te voy a dar ni las gracias. De Perú, responde Peter con orgullo, y yo pienso: por favor, no le vayas a lanzar el discurso sobre la belleza de Machu Picchu. ¿Y usted?, sorprendo al juez, que no esperaba la pregunta de vuelta. Diosdado carraspea levemente incómodo y escupe la verdad aunque le duela: Soy de origen dominicano, pero de nacionalidad norteamericana, naturalmente, dice, como si hubiese corregido un defecto de nacimiento adoptando la ciudadanía de este país generoso que, además de acogerlo entre los suyos, le ha conferido el honor claramente inmerecido de representar a la autoridad en esta boda y muchas otras. Yo soy un gran amante de su país, he vivido cinco años en Santo Domingo, le digo, para incomodarlo. Hacía un programa de televisión allá, añade Sofía, tan amorosa, siempre dispuesta a exaltar mis dudosos méritos. De repente usted vio alguna vez el programa, agrega ella.
Diosdado se empequeñece un poco más, al parecer molesto de que le recuerden que viene del Caribe, y dice, como zanjando el tema: Yo soy de padres dominicanos, pero he vivido toda mi vida acá. Yo digo entonces, sabiendo que es una impertinencia: Qué lástima, no sabe lo que se pierde, Santo Domingo es una belleza. Sofía me mira como diciéndome cállate, e Isabel observa todo con una sonrisa coqueta y yo pienso: a ver si Diosdado se pone un merengue para aliviar un poco la tensión y terminamos todos bailando borrachos y dando vivas a Balaguer, a Juan Luis Guerra, a Óscar de la Renta y a Sammy Sosa. Bueno, procedamos, dice el juez, en su inglés sospechoso. Luego nos conmina a los novios a pararnos frente a él y cita a los testigos, la tía Hillary, una dama espléndida, e Isabel, tan linda y adorable, a acompañarnos. Más atrás, Bárbara mira acongojada y Peter, sereno e indescifrable, aunque se diría que disfrutando del momento, quizá porque piensa que ahora sí, casado con una dama de alta sociedad, tengo expedito el camino para la política y el servicio público en mi país, cuando yo sólo quiero correr a los servicios higiénicos.
De pronto, Diosdado nos sorprende con un vozarrón, como si en el acto mismo de casarnos se transfigurase en otra persona, alguien más serio y grave, con otra voz y otra actitud: Dearly beloved, we are gathered here today to join this man and this woman in matrimony, anuncia. Enano quisqueyano, jinete de circo, ¿por qué cono tienes que hablarnos en tu inglés masticado si podrías casarnos en puro dominicano sabroso?, pienso, sorprendido por el carácter pintoresco que ha tomado la ceremonia. Entonces Diosdado Peynado se dirige a mí con una solemnidad que me abruma y casi me deja mudo: Gabriel Barrios, do you take this woman to be your wife, to live toghether in matrimony, to love, honor, comfort her and keep her in sickness and in health, and forsaking all other, for as long as you both shall live? Yo me quedo en silencio, no sé qué decir. Diosdado, malparido, ¿por qué me tengo que quedar con ella incluso si está enferma? ¿Y si es una enfermedad contagiosa? ¿No sería mejor que en ese caso se quede con ella el médico? Estoy absorto en esas cavilaciones cuando Sofía me dice al oído: Tienes que decir «I do». I do, me apresuro a decir. Diosdado me mira complacido, Hillary e Isabel sonríen levemente y a Bárbara ni la miro porque sé que me está odiando. Luego el juez le pregunta lo mismo a Sofía y ella responde rápido y bien: I do. Entonces Diosdado, en éxtasis casi, y en pleno dominio de sus poderes, mandando a sus anchas sobre nosotros, me ordena: Repeat after me. Yo empiezo a repetir balbuceante lo que él dice: I , Gabriel Barrios, take you, Sofía Edwards, to be my wife, to have and to hold you from this day forward… No vayas tan rápido, Diosdado, mamón, dame tiempo para repetir despacio, enano renegado. …For better for worse… Yo digo mal: for better or worse. Diosdado sigue: for richer, for poorer. De nuevo me atraco y balbuceo: for richer or poorer. El rey del merengue prosigue su bachata: in sickness and in health, to love and to cherish. Yo digo cherish y me acuerdo de esa canción tan linda de Madonna, Cherish, del disco «Like a Prayer», y quiero llorar. Till death do us part, repito tras Diosdado Peynado, y pienso: las huevas, no será la muerte sino otro juez adefesiero, pero de divorcios, el que nos separe, y lo más pronto que se pueda.
Читать дальше