Cuando por fin se van, cierro la puerta, me siento en el sofá donde dormiré esta noche, miro a Sofía y no lo puedo creer: ahora que los bomberos le enseñaron a abrir el ducto que bloqueaba el humo, ¡va a encender la chimenea a pesar de todo! En efecto, prende unos periódicos viejos y cuando la leña empieza a crujir y a atizar el fuego, voltea, me sonríe con amor a pesar de todo y dice no te molestes, that happens, lo mejor es reírse nomás. Yo trato de sonreír pero creo que me sale una mueca patética, y ella me dice no te muevas, quédate ahí sentado que te voy a preparar una comidita rica y vamos a comer con los pies calentitos por la chimenea. La veo caminar contenta a la cocina y no sé por qué estoy tan irritado, por qué todo me fastidia, el humo, los bomberos, su coquetería con ellos, la absurda obstinación por prender este fuego, creo que lo que me irrita es ella, vivir con ella, y por eso cada pequeña cosa que hace o dice me pone de tan malhumor.
Ahora tengo los pies calientes, tomo una sopa de zanahorias, Sofía me mira con amor y sonrío como si todo estuviera bien. Debería estar satisfecho, porque el departamento está lindo y mi mujer embarazada y nos vamos a casar en unos días, pero me siento un rehén y sólo puedo pensar: en medio año seré libre otra vez. Pero ahora estoy atrapado y tengo que tomar mi sopa de zanahorias como un niño bueno.
Mañana me voy a casar. No lo puedo creer. Yo, que soy gay, a pesar mío, estoy a punto de casarme precipitadamente, bajo presión, casi contra mi voluntad, con una mujer a la que he dejado embarazada. No me engaño: la boda me hace infeliz y, aunque trate de fingir lo contrario, creo que se me nota. Podría servirme de consuelo que, gracias a mi nuevo estatus de hombre casado, podré sacar un permiso para vivir en este país, pero la verdad es que estoy abrumado por la ceremonia a la que debo concurrir mañana, en un juzgado de Washington, acto en el que voy a declarar que amo a una mujer, tanto que quiero casarme con ella, cuando en realidad sólo la quiero como amiga, es decir, que voy a mentir, a cometer perjurio, un gay más que se casa en circunstancias desafortunadas. Al menos no vendrán mis padres ni mis hermanos, nadie de mi familia. Ya sería demasiado. Sofía, con esa terquedad tan suya, ha insistido en invitarlos, en que yo perdone a mis padres y les dé la oportunidad de que, si así lo desean, se paguen el viaje y nos acompañen en la boda, pero yo me he negado y la he amenazado: Si los invitas y se aparecen de milagro acá, te juro que mando todo a la mierda y no me caso contigo.
Tal vez en represalia, ha invitado a su familia, aun sabiendo cuánto me molesta, porque sin duda prefiero que nos casemos solos ante el juez, con la menor cantidad de gente posible, es decir, con los dos testigos que manda la ley, que bien podrían ser su hermana Isabel y su amiga Andrea. Pero no: vendrán Peter y Bárbara desde Lima; su tía Hillary desde Saint Louis; su hermano Francisco y Belén desde Boston; y, por supuesto, Isabel, que, junto con Hillary, hará de testigo. Estoy furioso con Sofía porque me prometió que no invitaría a su madre después del incidente de la pastilla abortiva, pero, incapaz de un mínimo acto de rebeldía, la niña buena del colegio de monjas ha cedido tras hablar con Peter y se ha resignado a que Bárbara y él nos acompañen mañana, cuando esa señora no lo merece, porque ha hecho todo lo posible para que Sofía pierda al bebé y yo la abandone. No sé con qué cara miraré a Bárbara mañana. Sé que me odia y me desprecia, que no me perdonará por haber rehusado cumplir su plan de abandonar a Sofía, que me cree un calculador que ha embarazado a su hija sólo para conseguir la residencia en Estados Unidos. Será espantoso casarme en un ambiente tan hostil, rodeado de gente que espera borrarme cuanto antes de la foto familiar.
Estoy muy nervioso. Me odio por haberme metido en una situación así. No puedo escribir, he dormido mal los últimos días, ando de un humor de perros. Sólo quiero cumplir el trámite de casarme y luego seguir con mi vida. ¿Por qué diablos tenías que invitar a la bruja de tu mamá?, le grito a Sofía, cuando llega de clases con una sonrisa beatífica que me enerva aún más. ¿Qué te pasa?, ¿por qué estás tan molesto?, me pregunta, al parecer sin entender lo mal que la estoy pasando. Porque odio tener que casarme delante de tu mamá, que es una bruja y me detesta, respondo. Gabriel, por favor, no hables así de mi mamá, me corta ella. Gabriel, por favor, no hables así de mi mamá, la remedo con un sonsonete burlón, y voy a sentarme a mi escritorio, donde sé que no podré escribir nada, salvo más insultos contra su madre, que tiene que venir desde Lima a estropearme la boda, como si no estuviese ya bastante jodido sin ella. Sofía se encierra en el baño. Puede pasar una hora allí. No sé bien qué hace -lee, habla por teléfono, se mete en la bañera, resuelve el geniograma de El Comercio de Lima que le envía su madre por correo-, pero lo usa como un refugio cuando me ve malhumorado.
Tengo que aprender una breve declaración en inglés, que debo recitar mañana en la boda, de cara al juez, pero todavía no me sé una línea y me dan escalofríos cuando la leo, así que la dejo a un lado y me digo que algo improvisaré mañana, aunque Sofía me mire con indignación y su madre me odie más, si cabe. Por fin Sofía sale del baño, se acerca a mi escritorio y me pregunta con voz dulce: ¿Qué te vas a poner mañana? No he pensado qué vestir, seguramente me pondré el único traje que cuelga en el ropero que comparto con ella. No sé, supongo que uno de tus vestidos, respondo, sólo por fastidiar, y ella sonríe mansamente, no cae en la provocación y dice: ¿Qué tal si salimos un ratito a comprarte un lindo terno? Yo respondo enojado, sin saber por qué sigo tan enfadado, pues en realidad ella no me ha hecho nada malo y tampoco me obliga a casarme mañana, podría largarme, tomar un taxi, no volver, no verla más, reinventar mi vida en otra ciudad, en otro país, pero sigo enojado con ella porque siento que casarme será un día muy triste, un accidente del que me costará tiempo recuperarme. Por eso, molesto, refunfuño: ¿Estás loca? No voy a gastar mi plata comprando un terno que no necesito. Con el que tengo estoy más que bien. Ella sonríe tierna, comprensiva, cariñosa, todo lo cual me pone de peor humor, y me dice: No es por nada, baby, pero ese terno ya está un poquito gastadito, ¿no crees? Yo, sin ceder: Bueno, sí, ¿y qué? Es una simple boda civil, no un desfile de modas, ¿o quieres que trate de impresionar a tu mamá y me disfrace de dandi? Entonces ella ríe de buena gana, se sienta a mi lado y dice: No seas tonto, no me discutas por discutir, yo te quiero y sólo estoy tratando de que te veas lindo mañana, déjame que te compre un terno, porfa, no seas malito, es un regalo mío, tú no tienes que gastar nada.
La miro con la escasa ternura que soy capaz de improvisar en este momento de ofuscación y digo: No, gracias. Prefiero usar mi terno de siempre, aunque me quede mal. No me importa que tu mamá se burle de mí porque es un terno viejo y lo he usado mil noches en la televisión. Si me pongo un terno nuevo, igual se va a burlar de mí, así que para qué preocuparnos tanto. Sofía suspira, haciendo acopio de paciencia, y me aconseja: Deja de hablar tanto de mi mamá. No me escuchas siquiera. Te estoy ofreciendo un terno de regalo porque me da ilusión que te veas guapo mañana. Aunque no te guste, nos vamos a casar y hay que hacerlo bien, ¿no te parece? -Yo me resigno a darle la razón-. Ven, siéntate acá, te voy a hacer un masajito en la espalda para que te pase la tensión, me dice. Obedezco porque sé que sus manos presionando mi espalda me producen un placer que no me atrevo a menospreciar.
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