Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Ahora Bárbara parece sorprendida y pregunta con curiosidad: ¿Por qué van a casarse? Yo dudo: ¿Qué te ha dicho ella? Bárbara habla con una voz odiosa: Que se van a casar en marzo por la ley, no por la iglesia. ¿Nada más?, insisto, mientras dudo si decirle toda la verdad. Nada más -dice ella-. ¿Qué más debo saber? Yo escupo entonces todo el rencor que llevo adentro, tantas noches de dormir mal, tantos encierros secretos en el baño, tantas lágrimas de frustración: Nos vamos a casar porque Sofía está embarazada. ¿Qué? -chilla Bárbara-. ¿Qué has dicho? Yo levanto la voz: Que está embarazada. Nos vamos a casar por eso. Yo no quiero tener el bebé. Le pedí que abortase pero ella no quiso. Está terca con que quiere tenerlo. y como se ha obstinado en tenerlo, yo me tengo que quedar con ella y por eso nos vamos a casar, para que yo pueda sacar los papeles y quedarme con ella. Bárbara se queda perpleja y habla con una voz de catacumbas: ¿Me estás diciendo que se van a casar para que tú saques los papeles norteamericanos? Sí, exactamente -contesto-. Vamos a casarnos no por amor, sino por los papeles, añado, con crueldad. Esto es demasiado para mí -dice Bárbara, llorosa-. Siempre supe que eras una mala compañía para mi hija, pero no me imaginé que llegarías a tanto. Yo no me dejo intimidar y sigo machacando el orgullo de esa señora presumida que se cree una estrella de cine y trata a sus empleadas domésticas con un racismo repugnante, como si fuesen sus esclavas: Hay algo más que quiero decirte. Bárbara chilla: ¿Más? ¿Después de todas estas cosas horribles que me has dicho? Yo digo, muy frío y disfrutándolo: Sí, más. Yo no estoy enamorado de tu hija. Yo quería irme a vivir solo. Pero ella quedó embarazada. Yo le dije que aborte. Ella no quiso. y quiero que sepas por qué le pedí que abortase. Bárbara dice: No sé por qué, pero me parece una buena idea, yo tampoco quiero que Sofía tenga un hijo contigo. Continúo, sin que me sorprendan sus ataques insidiosos: Yo no quería tener al bebé porque no estoy enamorado de Sofía. y no estoy enamorado de Sofía porque soy gay. Bárbara chilla otra vez: ¿Qué? ¿Qué me has dicho? Yo grito: ¡QUE SOY GAY! ¡QUE NO QUIERO CASARME CON SOFÍA NI TENER UN HIJO CON ELLA PORQUE SOY GAY!

Bárbara se confunde o finge confundirse: No te entiendo y no me grites, por favor. ¿Me estás diciendo que eres maricón y que vas a tener un hijo con Sofía y que te vas a casar sólo por los papeles? Yo contesto con frialdad, sin gritar: Sí, exactamente. Te estoy diciendo que soy maricón, que no quiero casarme con tu hija, que no estoy enamorado de ella, que hubiera preferido no tener el bebé y que sí, la única razón para casarnos es que me den la residencia. Ahora Bárbara llora o simula llorar para cumplir a cabalidad su papel de señora de alta sociedad que no tolera estas emboscadas del destino: Éste tiene que ser el peor día de mi vida, comenta, abatida. Yo no siento la menor lástima y digo: El mío también. y por eso te pido que dejes de llamar a mis padres y darles información equivocada. Ahora Bárbara grita: ¿CUÁNDO TE VAS A IR DE LA VIDA DE MI HIJA? ¿CUÁNDO VAS A DEJAR EN PAZ? Yo contesto con cinismo: No grites, por favor, que se va a enterar tu vecina. Me voy a ir apenas pueda. Me iré cuando nazca el bebé y me den los papeles. Y, si por mí fuera, ya me habría ido hace meses, pero Sofía quedó embarazada y acá estoy, jodido, sin poder irme. Pero no te preocupes, que me iré pronto y no nos veremos más, porque sé que me detestas y yo te detesto igualmente. Gracias, chau.

Cuelgo el teléfono y sonrío frente al espejo que Sofía compró en la feria de baratijas. Estoy demasiado tenso, siento que me puede dar un infarto en cualquier momento, un dolor agudo me oprime el pecho. Necesito tomar aire. Me pongo un saco y un sombrero negro y salgo a caminar. Hace frío, ya oscurece. Mi vida es una puta mierda: vivo en el barrio más lindo que he conocido y soy tan miserablemente infeliz, qué ironía. Detengo un taxi y le pido que me lleve a The Fireplace , un bar de hombres cerca de Dupont Circle. No me importa que el conductor, un tipo de apellido impronunciable que seguramente nació en otro continente, piense que soy gay. Lo soy y a mucha honra. Me gusta cómo me queda este sombrero negro: me miro al espejo del taxista y sonrío coqueto. Poco después, entro en The Fireplace sin quitarme el sombrero. A pesar de que es temprano, hay un buen número de hombres alrededor de la barra. Nadie baila, pero una música agradable relaja el ambiente. Voy a la barra, siento que algunos me miran con interés, miro aquí y allá con coquetería, le pido una copa al barman, que está guapo y muestra los músculos con un descaro que se agradece, y me quedo sentado, bebiendo con premura, esperando a que venga un hombre amable a salvarme de este infierno.

Esta noche voy a emborracharme y a acostarme con un hombre, pienso, y siento cómo el vino me raspa la garganta y apaga el incendio que llevo en el estómago.

Regreso borracho al departamento. No me acosté con ningún hombre. No me atreví. Me daba miedo ir a la casa de uno de ellos y descubrir que era un asesino en serie y terminar cortado en pedacitos en su nevera. Desconfío de la especie humana, imagino siempre lo peor, no puedo evitarlo. Sólo uno de esos hombres borrosos de The Fireplace , cuyos rostros se perdían entre la penumbra y el humo, me inspiró confianza y me gustó. Creo que me gustó cuando me dijo: Con ese sombrero y esa sonrisa, pareces un político en campaña. Yo sonreí y le grité al oído, porque la música era un estruendo: Soy un político y estoy en campaña. El tipo, algo mayor que yo, pero aún joven y bien puesto, me miró con simpatía y preguntó: ¿Yen qué consiste tu campaña? No dudé en responderle: En irme a la cama con el hombre más guapo de este bar. Nos reímos, hablamos de cualquier cosa y creo que nos gustamos, pero cuando le dije para irnos a un hotel, me sorprendió: No puedo, tengo novio. Yo pregunté sin entender: ¿Y entonces por qué vienes acá? El sonrió encantador, su mano sobre la mía, y dijo: Para entretener los ojos, pero yo sólo me acuesto con mi novio. Una lástima, dije, y seguimos bebiendo y yo tuve ganas de arrancarle un beso, sólo uno, y poco después, ya borracho, cuando hablaba de su trabajo como arquitecto y de la casa que estaban construyendo con su novio en Maryland, le robé un beso en la boca y él sonrió con ternura y me devolvió el beso, pero sólo nos besamos, nada más.

De todos modos, esas horas en The Fireplace me hicieron bien, porque salí relajado, contento y habiendo olvidado la tarde miserable que pasé en el teléfono, peleando con mi padre y con Bárbara. Cuando le conté al arquitecto todo lo que estoy viviendo, se conmovió y me dijo al oído: Los gays somos los mejores padres del mundo, ya verás que serás un gran papá y gozarás mucho de la experiencia. Lo amé por ser tan optimista, envidié a su novio y sentí, por si hacía falta, que ese mundo, el de los hombres suaves, con los pantalones ajustados y los glúteos remarcados, era el mío, uno al que pertenezco naturalmente.

Estoy borracho en el taxi y extraño aquellos días en Lima en que acudía a lugares peligrosos en busca de cocaína para despejar la embriaguez y sentirme menos inseguro. Pero no quiero volver a ser un cocainómano, no podría mirarme a los ojos, tendría asco de mí mismo. Soy gay y estoy borracho pero no volveré a meterme coca. En The Fireplace pensé pedirle cocaína al barman, pero me contuve. Ahora estoy tratando de abrir la puerta del departamento, en este pasillo mugriento y oscuro por el que a menudo corren las cucarachas, y no puedo acertar la llave en la cerradura porque mi mano temblorosa no me lo permite. De pronto, Sofía abre bruscamente la puerta y me recibe con una cara tremenda. Yo la miro con los ojos chispeantes, una sonrisa traviesa y sin sacarme el sombrero negro a pesar de que son las diez de la noche. ¿Se puede saber dónde estabas?, pregunta, furiosa. Emborrachándome, digo, y hago una venia burlona con el sombrero. Muy gracioso -dice, y luego-: ¿Se puede saber dónde? Yo, haciéndome el gracioso: Sí, cómo no. En The Fireplace, un bar gay muy bonito, ¿lo conoces? Sofía me mira con odio y estalla: ¡Eres un maricón. Yo contesto sarcásticamente: Bueno, sí, eso lo sabíamos desde el principio, ¿no? y no grites, por favor, que se van a enterar los vecinos, que son los únicos que tiran rico en este edificio.

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