El joven Futerman se alegra, nos felicita, pregunta para cuándo esperamos el nacimiento del bebé y sonríe con ternura cuando Sofía le dice que nacerá en agosto, en el hospital de la universidad. Los felicito, me encanta saber que están embarazados y que van a tener un bebé en este departamento, que es tan pacífico y tiene tan buena energía, dice, con un cariño que parece sincero, y yo me quedo pensando en lo que nos ha dicho, que estamos embarazados, algo que nunca antes me habían dicho. No digo nada, comprendo que eso de que estamos embarazados es una cortesía muy moderna y norteamericana, y acuerdo con él en que mañana firmaremos el alquiler, pagaré tres meses adelantados y nos dará las llaves. Nos damos un apretón de manos y algo en mí renace y se estremece cuando me mira a los ojos y dice que le encantaría que nos viésemos en otra ocasión y que le cuente de qué va mi novela, y yo por supuesto, veámonos, será un placer, y Sofía sigue distraída y contenta, mirando la tina del baño, el counter de la cocina, los vestidores, que son muy amplios, y yo pensando que tal vez el destino me ha premiado por ser bueno con ella, aceptar al bebé y comprometerme a casarnos.
Bajamos la escalera, nos despedimos, Futerman se marcha en su auto deportivo y Sofía me dice es perfecto, ideal para nosotros, y luego me abraza con amor, y yo repito sí, es perfecto, ideal para nosotros, pero no pensando en el departamento, sino en este tipo encantador que ahora se marcha presuroso. Vamos a Sugars a tomar algo y a celebrar, me dice Sofía y yo le doy un beso en la mejilla helada y digo buena idea, ¿estás contenta?, y ella me mira con amor y dice feliz, muy feliz, y mi baby más, y acaricia su barriga y yo siento que todo está bien así, con mi novia, mi baby y mi flamante amigo con colita.
Al día siguiente, mientras Sofía asiste a una de sus clases en las que se entretiene haciendo el geniograma de El Comercio que le envía su madre por correo, me reúno con Don Futerman en el edificio, firmo el contrato y le entrego el cheque. Ahora me parece menos atractivo que el día anterior; incluso lo encuentro pedante y me ofende cuando me pregunta si nosotros, siendo peruanos, sabemos usar una lavadora y una secadora de ropa. De todos modos, le miro las manos, que son bonitas, y me turbo un poco cuando, nada más sellado el trato, me da un abrazo y me pregunta si quiero que me lleve de regreso a mi departamento. Sin pensarlo, digo que no, que prefiero caminar. Pero hace frío, déjame llevarte, insiste. Yo, tal vez porque me avergüenza el edificio tan viejo en que vivimos, insisto en que prefiero caminar, pero no se da por vencido y casi me empuja adentro del coche.
Ahora estamos en su auto y él enciende la calefacción y maneja despacio por la calle 35 y me pregunta cómo va la novela. Yo digo: Va bien, gracias. Me gustaría leerla, dice, y me mira con una simpatía que me confunde. Pero está en español, digo. Lástima -dice-, sólo hablo inglés. Se hace un silencio. El auto avanza lentamente. Estaría bueno tener un carro así para ir al supermercado y no muriéndome de frío con una mochila en la espalda, pienso. Tu mujer es muy guapa, me sorprende. Gracias -digo-. Sí, es muy linda. ¿Tú tienes novia, sales con alguien?, me atrevo. Algo nervioso, se acomoda la colita y dice: Sí, tengo una amiga con la que me acuesto, pero no estoy enamorado. Mejor, pienso: quizá no estás enamorado porque no te gustan tanto las mujeres. Sería bueno vernos algún día -digo, tímidamente-. No sé, ir al cine o comer algo, lo que te provoque. Luego señalo el edificio y pido que se detenga. Claro -dice-, llámame cuando quieras, y me da su tarjeta y apunta el número de su celular. ¿Aquí viven?, pregunta, mirando el edificio. Sí, digo, avergonzado. En el edificio nuevo van a estar mejor, dice, sonriendo. Extiendo la mano pero él se acerca y me abraza, a la vez que pasa su mano por mi cabeza y dice: No dejes de llamarme. No, seguro, te llamo, digo.
Bajo del auto y lo veo alejarse. Es un tipo raro, pienso. Pero me gusta, me cae bien. Ahora me echo en la cama y me agito pensando en él. Cuando termino, me siento mal. No debo caer en estas tentaciones peligrosas, pienso. Me preparo algo rápido en la cocina -un batido de frutas y un pan con queso derretido- y salgo a buscar un taxi. Camino hasta la avenida Wisconsin, me subo al taxi y le pido al conductor con turbante que baje el volumen de la radio -esa música sibilina me enerva- y me lleve al edificio de la Corte Federal, en el centro de la ciudad. Llegamos en menos de diez minutos. No tardo en reservar una fecha para nuestro casamiento -el primer día disponible, un miércoles a principios de marzo-, pagar el costo del trámite, escuchar las instrucciones generales y recibir un folleto con información sobre los pasos previos que debemos cumplir antes de la boda. La mujer afroamericana que me atiende, una secretaria obesa y atenta, tal vez percibe una cierta tensión en mis movimientos y me pregunta si realmente quiero casarme. Sí, claro, ¿por qué?, contesto. Porque no parece contento, dice, con una sonrisa amable. Estoy muy ilusionado, no se preocupe, miento, pero es cierto, la sola idea de casarme en pocas semanas, ante un juez de Washington, me llena de temor.
Salgo cabizbajo de aquel edificio grisáceo, lleno de recovecos y pasillos, miro la fecha en el papel y pienso que todavía puedo cambiar de opinión y cancelar la boda. Pero si lo hago, no podré sacar los papeles para vivir en este país, me quedaré como turista, tendré que salir cada cierto tiempo y seguiré atado al Perú. No te engañes, pienso, en el taxi de regreso: esta boda es menos un acto de amor que un esfuerzo desesperado por liberarte para siempre de esa enfermedad contagiosa que es el Perú. Apenas me case, seré menos libre en teoría, porque habré unido mi vida a la de Sofía, pero podré vivir en Estados Unidos como residente temporal, luego como residente definitivo y finalmente como ciudadano, según me ha informado un abogado de confianza: Si te casas con Sofía, que es ciudadana, puedes hacerte ciudadano norteamericano en cinco años. Tranquilo, Gabriel, me digo: te estás casando con Sofía, pero divorciando del Perú, lo que parece un buen negocio. Además, de todos modos vas a estar amarrado a Sofía, porque tendrás un bebé con ella. Si no te casas, perderás la oportunidad de escapar del destino chato que el Perú reserva a sus atribulados habitantes. Es entonces una decisión fría, racional, bien calculada.
Llego a la casa, me doy una ducha, pongo un disco de Clapton y me relajo. Ha sido un día agitado aunque provechoso: ya tenemos un nuevo lugar donde vivir, más cómodo y aseado que este escondrijo, y una fecha para el casamiento, el segundo miércoles de marzo. Una y otra vez, me repito, caminando en círculos por la sala: Cásate y en cinco años serás ciudadano, podrás divorciarte y vivir en este país el resto de tu vida. Sofía es tu pasaporte a la felicidad: te hará padre y sacará de esa cárcel que es tu país de origen. No debes sentirte abatido porque tu vida toma ahora una bifurcación inesperada: la inteligencia consiste en saber adaptarse a los cambios y ver en una adversidad una oportunidad. cháchara barata, me desmiento. Sería más feliz con Sebastián en Lima que casándome con Sofía en las Cortes de Washington para ser US citizen. Ya es tarde. Ahora sólo queda ser fuerte, resistir y ejecutar el plan.
Bebo un té de melocotón cuando ella llega cansada de sus clases. La recibo con un abrazo y anuncio la buena noticia: Nos casamos el miércoles, 10 de marzo. ¿Cómo así? -pregunta, sorprendida. Le muestro el papel de la Corte, con la fecha que he reservado-. Te adoro, eres tan bueno, dice, abrazándome. Luego le enseño el contrato y digo con una sonrisa impostada: y nos mudamos cuando quieras a The Summit. Nos damos un abrazo y le digo que la amo. Más tarde, cuando duerme, me levanto en silencio y marco el celular de Futerman. Tengo ganas de decirle que soy bisexual, que me gustan los hombres, que necesito verlo. Por suerte, no contesta. Me da la grabadora. No dejo un mensaje. Entro al baño.
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