No puedo escribir. He pasado el día frente a la computadora, encerrado en mi habitación, pero el recuerdo de Sofía me atormenta. La he abandonado en el peor momento, como un cobarde. Estará llorando, pensando que su bebé no tendrá un padre. No pudo abortar y la castigué de la peor manera, huyendo, dándole la espalda cuando más me necesitaba. Pero no puede obligarme a ser padre. No es un acto de amor: es una locura, una insensatez. Por eso debo ser fuerte, olvidarme de ella, resistir y seguir escribiendo. Sin embargo, no puedo. No consigo escribir una palabra. Me arrastro por la habitación, me echo agua fría en la cara para sacarme las lágrimas, me siento como un zombi frente a la pantalla y se me aparece, una y otra vez, sin que pueda evitarlo, el recuerdo de Sofía angustiada con el bebé que ahora quiero ignorar. No sé qué hacer. Podría buscarme un departamento por acá y tratar de escribir, pero no le veo sentido porque este barrio es pequeño y no tardaría en cruzarme con ella, su hermana y sus amigas. Si quiero desaparecer de su vida, que no me vea más como la amenacé, debería irme de Washington. Además, todo me recuerda a ella, no hago sino pensar en Sofía.
No salgo del hotel por temor a encontrarla en la calle, a no poder mirarla a los ojos porque me siento un tipejo acobardado, un pusilánime que salió corriendo por temor a ser padre. Tendré que irme de esta ciudad. Pero ¿adonde? ¿De regreso a Lima? Imposible. Muy pronto, todos los que me conocen allá sabrán que he abandonado a Sofía embarazada y nadie me lo perdonará. Lima no es una opción. Además, he jurado terminar la novela antes de poner pie en esa ciudad, y esta vez cumpliré mi juramento. Quizá podría tomar el tren a Nueva York, buscarme una madriguera, esconderme del mundo y tratar de anestesiar mi conciencia, que ahora, ya de noche, sin haber escrito una línea en todo el día ni haber salido del cuarto, no me deja dormir porque me recuerda que tengo una obligación moral con ese bebé y que nada justifica eludirla. Esto es lo que no me deja escribir, dormir, respirar con calma: la certeza de que mi conducta es indigna, deshonrosa. El bebé no tiene la culpa de nada y merece tener un padre. Que yo sea gay, que quiera ser escritor, que no pueda ser pareja de Sofía, que necesite vivir solo, que esté a favor del aborto en esta ocasión, no justifica, en ningún caso, abandonar al bebé y negar mi paternidad. Sí, Sofía me está obligando a ser padre, pero tiene derecho a hacerlo, porque el bebé está en su barriga, no en la mía, y ella tiene la última palabra, y me consta que trató de abortar pero no pudo, porque, siendo una mujer noble y bondadosa, se impuso su instinto maternal y prefirió complicarse la vida por ser mamá. La culpa del embarazo, en todo caso, es mía, no suya, porque yo no tuve suficiente cuidado al hacerle el amor. Ahora que está embarazada, el bebé es más suyo que mío, una parte de su cuerpo, una prolongación suya, y por lo tanto es justo que sea ella quien decida, aun contra mi opinión, la suerte del bebé.
Yo quise que abortase pero fracasé. Ahora sólo tengo dos opciones: escapar para siempre, negando mi paternidad, y vivir con ese peso abrumador en la conciencia, o cumplir mi deber y aceptar ser padre a sabiendas de que no quise serlo y de que no quiero ser novio, pareja ni esposo de Sofía. Agonizo toda la noche, desvelado, pensando qué hacer. Mi voz más egoísta me dice: ya te fuiste, no vuelvas, toma el tren a Nueva York, busca a Geoff, haz una vida gay, no te enrolles más con Sofía, que te va a hundir en la miseria y obligar a vivir una película equivocada. Pero mi lado más noble, que curiosamente todavía existe, me recuerda: no podrás vivir en paz si abandonas a Sofía y a tu bebé, vivirás avergonzado de ser tan poco hombre, tan cobarde, y no podrás enamorarte de nadie porque sentirás asco de ti mismo, y tampoco podrás escribir porque te verás como un perdedor, un canalla. Regresa. Pídele perdón. Dile que aceptas ser el padre del bebé, que cumplirás tus obligaciones y que, al mismo tiempo, no serás su pareja, porque te sientes gay y quieres vivir solo. Luego búscate un departamento en este barrio, sigue escribiendo, visita a Sofía con frecuencia y enséñale a ser tu amiga, nada más que tu amiga, y vive con ella esta aventura loca pero divertida de la paternidad, sin perder tu libertad para estar con un hombre cuando te dé la gana. Además, si vas a tener un hijo porque ella así lo ha decidido, tienes que ser un buen papá, no puedes ser un padre egoísta y abusivo como el que te tocó. Si voy a ser padre, seré uno muy amoroso, todo lo contrario de lo que fue mi padre conmigo. La única manera de sentirme mejor que él, más noble y decente, es perdonando a Sofía por imponerme al bebé y amando sin reservas, con todo el corazón, a esta persona que imprudentemente vamos a traer al mundo.
Comprendo entonces, revolviéndome en la cama con angustia, que si escapo y me escondo como un cobarde, mi padre me habrá ganado la partida final, definitiva, y que si regreso donde Sofía, doy la cara, aprendo a querer a mi bebé y me las ingenio para que la paternidad no me haga tan infeliz como ahora, seré yo quien habrá ganado este duelo, aquella rivalidad secreta y enconada que él inició y que se prolongara hasta el final. Me levanto, voy al baño, me echo agua en la cara y decido que no puedo seguir viviendo así, sintiéndome un miserable, y que tengo que volver adonde Sofía y hacer las paces con ella y con mi bebé.
Miro el reloj, son las cuatro de la madrugada. Me suena de hambre el estómago. He entrado a esta habitación a las once de la mañana y sólo he comido, a media tarde, una pasta y un helado que me trajo el camarero. Me ha costado un gran esfuerzo no beber el alcohol del minibar; lo he conseguido porque no quiero ser un alcohólico como mi padre. Me miro al espejo, veo mi rostro desdibujado, me avergüenzo de haber sido tan malo con Sofía y prometo no ser el miserable perdedor que papá me dijo que sería aquellas mañanas cuando me llevaba al colegio y escupía sobre mí todo su rencor. Llamo por teléfono a Sofía pero no contesta. Me visto con lo primero que encuentro a mano y salgo de la habitación. Camino resueltamente por el pasillo, con la convicción de estar haciendo lo correcto, lo decente, lo que me dará paz y me permitirá seguir escribiendo y tal vez algún día amar. Salgo a la avenida Wisconsin. Está helando, una ráfaga de viento me rasguña la cara. Camino a toda prisa por la calle N, rumbo a la 35, para luego girar a la derecha y emprender el regreso a casa. Sofía debe de estar durmiendo. Eso espero. ¿O se habrá ido a casa de Andrea? ¿O estará en lo de Isabel y ya toda su familia se habrá enterado de que soy un cerdo y la abandoné por no querer abortar? ¿O quizá estará en el teléfono con Laurent, pidiéndole que venga a visitarla? No lo sé, me da igual: iré al departamento, que todavía es mío porque he pagado la parte de la renta que me corresponde, y daré la cara, y si ella no está, la esperaré.
La calle 35 está desierta. Envidio a los ricachones que duermen en esas casas espléndidas que miran al parque. Sé que nunca conseguiré ser uno de ellos porque he elegido ser un escritor y eso me condena a la pobreza, pero no me importa, mi bebé entenderá, y a lo mejor algún día leerá mis libros y me perdonará. Paso por el Corcoran School of Arts, en la calle Reservoir, con sus esculturas grotescas en el jardín, y llego por fin al edificio, en la esquina de la calle T. Por suerte, todavía tengo mi llave. Entro tratando de no hacer ruido, reviso el buzón pero hay sólo una carta de Laurent que prefiero no retirar y camino por un pasillo oscuro hasta llegar a la puerta número 3, la nuestra. Nada más entrar, siento que algo está mal. Las luces están prendidas. ¿Sofía?, digo, y no hay respuesta. Camino hacia la habitación. Veo manchas de sangre en el baño y el corazón me salta de golpe. Ahora espero lo peor. ¿Sofía?, digo, más fuerte, y hay un silencio que me llena de miedo. Sigo las gotas de sangre en el pasillo hasta llegar al cuarto a oscuras. Prendo la luz, temeroso. Veo a Sofía en la cama, entre manchas de sangre. Me acerco a ella. Está vestida, sin zapatos. Se ha cortado las muñecas. Ha sangrado mucho. Está inconsciente y no responde cuando le hablo, la muevo, intento reanimarla. Tiene la boca levemente abierta y no sé si está viva. No me atrevo a tocarle el pecho. Puede estar muerta, desangrada, y yo tengo la culpa de todo. He matado a esta mujer y a mi bebé, los he matado por cobarde. Mierda, no puede ser, tiene que ser una pesadilla. Sofía, despierta, por favor, dime algo, digo, desesperado, pero ella no da señales de vida.
Читать дальше