Me siento un manipulador y un tramposo prometiéndole amor siempre que aborte. Soy un asco. Ella, que es tan buena, no lo advierte. Pero duda: ¿Y si no voy a la clínica? Yo no vacilo mi respuesta: Si no vamos el lunes a la clínica, me tendré que ir de acá cuanto antes, no podría quedarme contigo. Ella trata de tomarlo con calma pero le duele y apenas consigue disimularlo: ¿Por qué? ¿Por qué te quedarías conmigo si aborto y me dejarías si no aborto? ¿No te das cuenta de que si no puedo abortar es por amor a ti? Yo procuro no enfadarme. Mantengo la calma, preservando un tono de afecto en mi voz: Sí, entiendo que no quieras abortar por cariño al bebito y a mí. Lo entiendo. Pero si decides tenerlo, yo no podría quedarme contigo porque estaría muy nervioso, muy abrumado, viviría de mal humor y te haría la vida imposible. Por eso me iría, para dejarte en paz y no amargarte el embarazo. Muerdo más dulce de guayaba y ella me mira desolada, como pidiéndome un poco de nobleza. No me dejes -me ruega-. Voy a tratar de abortar, pero si no puedo, no me dejes, añade. ¿Vas a tratar?, pregunto, acercándome a ella, acariciando su rostro. Sí, voy a tratar, confiesa con un dolor que ensombrece su mirada y le quiebra la voz. ¿Vas a venir conmigo a la clínica el lunes, mi amor?, pregunto, besándola en la frente, en las mejillas. Sí , voy a ir, se resigna, derrotada. Es lo mejor, digo, mirándola con cariño, y pienso al mismo tiempo: soy un manipulador, estoy torturando a esta pobre mujer, no tengo derecho de hacerle esto. Yo no sé si es lo mejor, pero si tanto me lo pides, lo haré por ti, dice ella, y rompe a llorar, y yo la abrazo, su rostro en mi pecho, y le prometo: Tranquila, todo va a estar bien, tenemos que ser fuertes, salir de esta crisis y seguir juntos. Quizá más adelante, cuando sea el momento adecuado, tendremos un hijo. Pero ahora no podemos, mi amor. Es una locura. Vamos a sufrir mucho y esa pobre criatura sufrirá también. Sofía asiente llorando y dice con dificultad: Entiendo, entiendo, pero igual me muero de la pena.
Nos levantamos, la llevo a la cama y se deja caer abatida, como si le hubiese robado toda la ilusión que trajo al llegar de clases. Voy al teléfono, marco el número del consultorio, me aseguro de que la cita siga en pie y le pido a Sofía que dé sus datos generales y diga que irá el lunes. Ella me mira disgustada, sin entender por qué la violento de esta manera. Luego confirma que irá a abortar y me devuelve el teléfono con lágrimas en los ojos. Me echo a su lado, acaricio su pelo, la abrazo y hago que apoye su cabeza en mi pecho. Lloramos los dos. ¿No te da ni un poquito de ilusión tener este bebito?, me pregunta. No sé qué contestar. Sí, pero me muero de miedo -respondo-. Ningún bebé merece tener un papá como yo -añado-. Es una cobardía pedirte que abortes, pero sé que no voy a ser un buen padre y prefiero evitarle a este bebé una vida de mierda. Ella llora, no me mira, no me entiende, pero me ama a pesar de todo, y dice: Serías un gran papá, no sé por qué dices esas cosas tan feas. Tú no mereces esto -le digo-. Mereces un hombre que te ame sin miedo, que se muera de ganas de tener un hijo contigo. Yo soy un pobre diablo. No te jodas la vida teniendo un hijo con un perdedor como yo. Aunque no me creas, te amo, te amo mucho, y amo a tu bebé, pero por amor a ti y al bebé, prefiero que abortes. Para que tengas una vida mejor y para que ese pobre bebito no venga al mundo a sufrir.
Sofía descansa su cabeza en mi pecho y habla desde el fondo de su corazón: No sé si voy a poder abortar. Yo respondo con frialdad: Sí vas a poder. Lo vas a hacer por amor a mí. Ella se estremece y dice: Nunca me imaginé que se podía sufrir tanto por amor. Yo me siento un miserable y pienso: tranquilo, ya la convenciste, ahora llévala el lunes a la clínica y resuelve cuanto antes este problema. Después, piérdete y no la veas más.
Es domingo a mediodía. Despierto resfriado. He tenido pesadillas: mi padre encañonándome con una pistola de su colección; Sofía confesándome que ama a un colombiano repugnante que me pidió mil dólares prestados en un hotel de Miami y nunca me los pagó; Sebastián y Geoff casándose en una playa y riéndose de mí porque me fui con una mujer y perdí el amor. Para evitar más pesadillas, a las seis de la mañana me he puesto un pantalón y una camiseta de manga larga, pues había dormido desnudo, la calefacción apenas calienta y estoy convencido de que las pesadillas me asaltan cuando tengo frío. Sofía no está en la cama cuando despierto tosiendo, la nariz congestionada. La busco en el departamento pero no la encuentro. Tomo vitaminas y jugo de naranja y me siento en la computadora a corregir lo que escribí el día anterior. Poco después la veo llegar. Viene sonriendo, muy abrigada, con un gorro, una bufanda y guantes en las manos. Le doy un beso y siento sus mejillas y su nariz heladas. Me fui al mercado de pulgas, me dice. Qué bueno -digo-. ¿Estuviste contenta? Ella entra en la cocina y pone café a calentar. Mucho -responde-. Tú sabes que me encanta ir los domingos a mirar chucherías aquí al lado. Es cierto, Sofía goza confundiéndose en esa pequeña muchedumbre de curiosos que husmean entre baratijas, muebles decrépitos, antigüedades, ropa usada y toda clase de artículos extravagantes que son exhibidos allí por un puñado de vendedores en camiones y casas rodantes, muchos de los cuales lucen barbas crecidas y tatuajes, como si fuesen parte de una secta o cofradía que opera al margen del sistema. Yo prefiero quedarme en la cama y dormir un poco más. ¿Compraste algo?, pregunto. Ella me mira con una sonrisa: Hice una travesura. ¿Qué?, pregunto, curioso. Ven, ayúdame a cargar, me sorprende. ¿Cargar qué?, digo, sin mucho interés. Es una sorpresita, dice ella, juguetona, y me toma de la mano y me lleva hacia la puerta. Espera, que me abrigo un poco, digo, y me pongo encima un sacón, sombrero y anteojos oscuros. Salimos del edificio.
Es un día frío y soleado, los arces han quedado resecos, una señora en buzo pasa cargando dos cuadros y nos saluda amablemente. ¿Me tenías que sacar al frío?, me quejo. Sofía me toma del brazo y dice es sólo un ratito, no seas malo. Bajamos la escalera que lleva al estacionamiento donde se ha instalado el mercadillo, frente al Colegio de Artes Fillmore y la academia de idiomas, entre la avenida Wisconsin y la calle 35. En menos de dos minutos llegamos a un pequeño toldo debajo del cual conversan unos hombres panzones, desparramados en sus sillas plegables, escuchando música estridente. Nada más verla, le sonríen a Sofía con simpatía y yo susurro ¿quiénes son estos cachalotes pervertidos?, ¿tus amigos?, y ella finge que no ha oído nada y les dice hi guys, this is Gabriel, my boyfriend. Ellos me saludan sin entusiasmo y yo hago un ademán distante y pienso que Sofía, por muy embarazada que esté, no debería andar diciendo que soy su boyfriend, no cuando yo estoy buscando un boyfriend en este mismo barrio, aunque no en este mercado de pulgas. Esta es la sorpresita -dice Sofía, sonriéndome, señalando una cuna blanca, y yo me quedo pasmado, sin entender nada, y ella-: ¿no está linda?, y yo sí, muy bonita, y ella radiante, jubilosa, coloradas las mejillas por el frío, la punta de su nariz helada, ¿me ayudas a cargarla, porfa?, y yo claro, encantado, porque debo hacer mi papel de boyfriend servicial delante de esos gordos barbudos que deben de ser unos cleptómanos que han robado esta cuna.
Читать дальше