Salgo del hotel y la señora de la recepción me pregunta ¿y cuándo vuelves a la televisión, Gabrielito, que se te extraña?, y yo sonrío como un niño bueno, como el personaje ganador de la televisión, y digo vamos a ver, vamos a ver, conmigo nunca se sabe, y ella me hace un aspaviento coqueto con la mano, chau, Gabrielito, feliz año, y yo salgo con el andar más varonil que pueden improvisar, detengo un taxi cochambroso, subo a duras penas y, tras negociar la tarifa con tacañería, le pido al conductor que me lleve al malecón, donde espero que siga viviendo Sebastián.
No digo una palabra para que el taxista barrigón, que va escuchando una canción de moda, no me reconozca y haga preguntas que sólo podría responder mintiendo. La ruta es una pesadilla y me recuerda la barbarie de la que escapé y debo mantenerme lejos, el futuro que no quiero para mi bebé si Sofía impone su voluntad y le da vida: la insoportable grisura de la ciudad, la fealdad de sus edificios construidos a medias y sus comercios empobrecidos, el desánimo que se respira en el aire y salta a la vista en cada esquina, allí donde pululan los niños mendigos, los tullidos pedigüeños y los ladronzuelos que rompen las ventanas de los autos, las mujeres con los pechos caídos y los bebés en la espalda pidiendo limosna al pie del semáforo, los ex drogadictos que venden caramelos y piden una contribución para el centro de rehabilitación que dicen que los curó.
En diez minutos llegamos al malecón. Pago de prisa, desciendo de ese vejestorio que escupe un sonido vocinglero y ahora se marcha traqueteando como si fuera a desarmarse en la próxima esquina. Miro el mar y confirmo que esto es lo que más extraño de Lima, este paisaje brumoso al pie de los acantilados, entre parejas que se besan y se frotan. Es verano. Abajo las playas son hervideros de gentes que duermen la resaca al sol. El mar lame suavemente las orillas rocosas y ofrece al bañista un montón de caca desperdigada que ha sido vertida allí por los desagües de la ciudad, lo que no parece intimidar a toda esa gente, que desde arriba semeja un hormiguero y se baña en el agua salada y cagada del mar peruano. Dios libre a mi bebé de esta vida de mierda, pienso, con el orgullo de saberme de paso y la convicción de que en un par de días estaré de regreso en Georgetown, lejos del caos.
El edificio en que vive Sebastián es alto y moderno y está pintado muy adecuadamente de rosado opaco, lo que parece describir el carácter gay disimulado del dueño del piso siete, mi ex novio. Aunque sé bien lo que quiero, me asalta un extraño pudor antes de tocar el timbre. Nadie contesta. Miro hacia arriba, pero nadie aparece. Vuelvo a tocar el timbre. Un sol tibio muere en mi cabeza, el viento levanta una polvareda, en el parque más allá se pelean los perros chuscos y se besan sobre el césped los amantes con aliento a ron barato. Al tercer timbre, ya resignado a irme, oigo la voz metálica de Sebastián, ¿quién es?, y contesto con la mayor delicadeza hola, Sebastián, soy Gabriel, y él, con una voz que más parece ladrido, ¿Gabriel qué?, y yo, herido en mi orgullo, Gabriel Barrios, feliz año. Se queda en silencio y yo permanezco allí parado esperando a que me abra la puerta, y él estaba durmiendo, huevón, me has despertado, ¿qué hora es?, y yo las dos y media, ábreme, que vengo a visitarte un ratito, y él, con muy malos modales, ¿qué quieres?, y yo, muy digno, sólo quiero estar contigo un ratito porque mañana me voy de viaje, he venido a Lima dos días y me gustaría verte, y él bueno, sube, pero sólo diez minutos porque tengo que ir a casa de mi hembrita. Oigo la alarma que destraba la puerta y me permite entrar. Subo por el ascensor, dándome un vistazo en el espejo y acomodando el pelo chucaro que cae sobre mi frente. Cruzo los dedos para que Sebastián me reciba con las mismas ganas de un revolcón amoroso que animan mis pasos. Se abre el ascensor y Sebastián me espera en la puerta de su departamento con cara de dormido, el pelo revuelto, hinchados los ojos, molesto porque lo he despertado. No lleva nada de ropa, salvo unos calzoncillos negros, apretados. Así, en ropa interior, con cara de resaca y el pecho levemente velludo, Sebastián me recuerda, por si hacía falta, que soy muy gay y nada me gusta más que acostarme con él. Me mira con mala cara, camino hacia él, lo abrazo y le digo feliz año, perdona por despertarte, pero moría de ganas de verte. Feliz año, contesta a regañadientes y cierra la puerta detrás de él.
El departamento es pequeño y no le toma mucho caminar hasta su habitación sin decir palabra, tumbarse en la cama y estirarse con una mueca perezosa. ¿Te acostaste muy tarde anoche?, pregunto, sentándome en la cama, y él me mira sabiendo lo mucho que lo deseo, y dice sí, tuve una fiesta con Luz María, ahora estoy con una resaca de mierda, y yo, servicial, ¿quieres que te traiga algo de la farmacia?, y él no, gracias, pero tráeme una botellita de agua de la cocina. Voy a la cocina con premura de empleada recién estrenada y regreso con una botella de agua, y él toma un par de tragos largos y eructa sin vergüenza. ¿Cómo van tus cosas?, pregunto, y él ahí, dándole, y yo ¿pero contento?, y él sí, no me quejo, al menos tengo trabajo y gano buena plata, y yo ¿y qué tal con Luz María?, y él, abriendo las piernas, rascándose la entrepierna, contento, tranquilo, cero problemas con mi chica, nos compenetramos súper bien, y yo lo odio por decir eso que suena tan feo, nos compenetramos, pero Sebastián es así, siempre me sorprende con alguna palabreja, y no me pregunta nada, me mira con cara de perro, no hace el menor gesto de cariño, mira el reloj y dice en un ratito me tengo que duchar porque Luz María me espera. Me atrevo a preguntarle ¿estás molesto conmigo?, y él, tranquilo, no, para nada, ¿por qué voy a estar molesto contigo?, y yo no sé, porque te siento frío, y él no, no, lo que pasa es que estaba durmiendo y tengo una resaca de puta madre, ¿qué quieres?, ¿que me ponga a bailar un merengue contigo? Yo miro ese cuerpo hermoso que ahora siento tan lejano y maltrato mi orgullo diciéndole he venido porque me muero de ganas de estar contigo como antes. Luego pongo una mano en su pierna y lo miro suplicándole un beso, y él aja, ¿o sea que me extrañas?, y yo sí, muchísimo, he pensando en ti todo este tiempo, me he hecho mil pajas contigo en la cabeza, y él sonríe halagado y dice qué bueno, ¿pero sigues con Sofía o ya terminaron?, y yo no, no, seguimos, estamos viviendo juntos en Washington, pero igual te extraño un huevo, y él no me dice si me extraña, me mira con arrogancia y dice ¿pero ella sabe que me extrañas, que te la corres pensando en mí?, y yo claro, y él ¿no le jode?, y yo no, no le jode, si ella también fue tu amante, y él se ríe de buena gana y dice sí, pues, qué cague de risa, me acosté con los dos y ahora ustedes son pareja, y yo me pongo serio y digo en realidad no somos pareja, vivimos juntos pero yo soy demasiado gay para ser feliz en pareja con una mujer, tú sabes, y él sí, claro, yo te dije eso cuando tú empezaste a salir con Sofía, pero no me hiciste caso y te importó un pincho, y ahora me habla como si estuviese resentido, no me mira bien, hay un rencor empozado en sus ojos, y por eso le digo ¿sigues empinchado conmigo por eso, porque me enamoré de Sofía y dejamos de vernos?, y él me mira con frialdad, no, empinchado no, pero dolido sí, porque te fuiste con una hembrita que era mi amiga íntima y dejé de verlos a los dos.
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