Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Yo me río de su descaro y me columpio con fuerzas pero ella llega más alto que yo. Muy bien, señorita ricachona -digo-. Yo seré el escritor pobre y mantenido y tú serás mi mecenas. Ella se divierte: Yo no, mi mamá en todo caso. Espérate a que sepa que estoy embarazada y que nos vamos a casar. Le va a dar un ataque de nervios. Se le va a caer el pelo. Te va a querer matar. y me va a desheredar. Yo digo: Que se joda. Por eso es mejor quedarnos acá, para estar lejos de ella y de los locos de mi familia. Mi mamá no me va a perdonar nunca que no nos casemos por la religión. Sofía se ríe, le divierte burlarse de la histeria religiosa de mi madre. ¿No quieres casarte en una iglesia de Lima para hacer feliz a tu mami?, pregunta, con aire pícaro. Las huevas -digo-. Antes me pego un tiro. Sólo faltaría que nos case el cura del Opus que me manoseaba cuando era chico. Sofía no se ríe. Entonces, ¿nos vamos a París?, pregunta, con una felicidad que no veía en ella hacía tiempo. Nos casamos y nos vamos a París -respondo, entusiasmado-. Pero antes nos mudamos. Ella me mira con amor y dice: Ven acá, dame un beso. Me bajo del columpio, me acerco a ella, que abre sus piernas y me atenaza en la espalda, y me inclino y la beso en la boca. Te amo, le digo. Yo también -dice ella-. Pero estoy esperando mi anillo.

Nos reímos, me doy vuelta, ella baja del columpio y caminamos hacia el edificio. Bueno, ya que vamos a ir a París y tú no conoces todavía, hay que ir practicando lo que te enseñé -dice ella, y me toma de la mano suavemente y siento sus vendas rozándome-. ¿Cómo se dice queso en francés?, pregunta. Laurent, respondo, y ella suelta una carcajada. Soy tan feliz en este instante y, sin embargo, pienso: ¿No querrá ir a París de luna de miel para ver a Laurent?

Domingo en la mañana. Sofía desayuna en la cama. He despertado temprano, he caminado hasta el Starbucks de la avenida Wisconsin, he comprado el cappuccino descafeinado que le encanta y, de vuelta en casa, le he llevado una bandeja con tostadas, queso, mermelada y café, y la he despertado con un beso y una sonrisa. No estoy durmiendo bien, me abruma la idea de ser padre y casarme con ella, pero trato de ser optimista. Ahora tenemos un plan y debo aferrarme a él: mudarnos, casarme, sacar el permiso de residencia y viajar de luna de miel a París. No debo dudar, mirar atrás, llenarme de rabia, seguir torturando a esta mujer. Debo darle lo mejor de mí. Por eso sonrío con todo el amor que soy capaz de inventar a pesar del cansancio; mientras ella, sentada en la cama, bebe su cappuccino. Leo los avisos del Washington Post buscando un departamento en este barrio al que podamos mudarnos pronto para escapar de los malos recuerdos. Hay uno que llama mi atención: cuesta el doble del que ocupamos y está en la misma calle, la 35, pero más cerca de la universidad, entre la N y la O, a media cuadra de la cafetería Sugars, y se alquila sin mueble por un año, con una habitación, cocina y baños renovados. Me suena bien, digo. La ubicación es perfecta, a dos cuadras de la universidad, dice Sofía. Apunto el teléfono y llamo en seguida. Contesta un hombre amable, que describe sin apuro el departamento. Le digo que me interesa verlo y acordamos reunimos una hora después en el edificio, que no está lejos, apenas a cinco cuadras caminando por la 35 hacia abajo, en dirección al río Potomac. Cuelgo y le digo a Sofía que se aliste. Parece contenta. Mientras se cambia, veo los programas políticos de la televisión y recuerdo que nunca seré uno de esos señores importantes, de traje y corbata, porque la oculta certeza de que me gustan los hombres me inhibe de pelear por el poder con aires de sabiondo.

Ahora caminamos por la calle 35 tomados de la mano. Hace frío, todavía es enero, pero reina un sol espléndido que alegra el domingo. Resuenan a lo lejos las campanas de la iglesia de San Ignacio de Loyola, adonde acuden a oír misa los señores en trajes impecables y las señoras con vestidos, sombreros y zapatos de taco. Al pasar, la gente nos saluda con ademanes sobrios, deseándonos buenos días. En el parque de la calle 34 y la Q, las risas y los gritos de los niños se confunden con los ladridos de los perros que juegan sobre el césped, y más atrás luce seca y desierta la piscina municipal, y un aire de plácida armonía familiar parece recordarnos las ventajas de ser padres. Sofía, las manos vendadas, una sonrisa tibia, me mira con amor. Me pregunto si en unos meses vendremos con el bebé a jugar a este parque y yo seré uno de esos hombres vigorosos y levemente barrigones que arrojan una pelota para que el perro la traiga de vuelta, eufórico, y Sofía será una de aquellas mujeres que cuidan a sus niños mientras hablan trivialidades con las amigas y disfrutan del invierno porque pueden engordar un poco sin que se note, pues todo el mundo anda muy abrigado. Esta postal de felicidad que veo en el parque es, a un tiempo, linda y aterradora. Prefiero no pensar en el futuro, sólo caminar sin prisa y confiar en que las cosas saldrán bien si mantengo una actitud positiva.

Llegamos al edificio a la hora convenida. Es de apenas dos pisos, rosado opaco, y dice «Summit» en la fachada. Nos hace sonreír que una placa de bronce anuncie el número 38, cuando en nuestro edificio, unas pocas cuadras más arriba, entre las calles T y la S, una placa idéntica dice 83. Es una buena señal - dice Sofía sonriendo-. Nos mudaremos del 8 3 al 38, en la misma calle. No te apures -digo, con una sonrisa-. Veamos el departamento a ver si nos gusta. Pero la ubicación no puede ser mejor, la cuadra me encanta y en la esquina está Sugars para comprar el periódico y comer algo. Poco después, llega un auto negro, deportivo, se estaciona frente al edificio y baja un tipo alto, apuesto, con el pelo negro enroscado en una colita y una actitud de hombre de éxito. Debe de ser unos años mayor que yo, tendrá treinta o treinta y dos, no creo que más. Está bien vestido, lleva anteojos oscuros y el detalle del pelo enroscado no me molesta. Nos da la mano, muy respetuoso, sin darle un beso a Sofía, y nos dice que se llama Don Futerman y es el dueño del departamento número siete, que nos enseñará en seguida. Yo sonrío encantado porque es el hombre más guapo que he visto en algún tiempo y porque, al estrecharme la mano, me ha hablado con una suavidad y una fineza que resultan prometedoras.

Aunque trato de ser leal con Sofía, estos encuentros me recuerdan que soy más débil de lo que quisiera y que las tentaciones aguardan a la vuelta de la esquina. El joven Futerman sube con presteza la escalera alfombrada de azul y blanco y detrás subimos Sofía y yo, con menos vigor que él. Ella echa un vistazo al pasillo, que huele bien, y me dice al oído qué diferencia con nuestra ratonera, está mucho mejor este lugar, y yo asiento y fijo mis ojos en el trasero del amigo Futerman, que se mueve con agilidad y al que sigo sumiso. En seguida nos abre la puerta, pasamos al departamento y la primera impresión, que es la que cuenta, es tan favorable como la que su dueño ha provocado en mí. Con sólo echar una mirada, Sofía dice es perfecto, y yo digo sí, genial, me encanta. No siendo grande, es muy acogedor, tiene un piso de madera reluciente, la cocina y los baños están impecables, con buenos acabados y equipos modernos, y la vista a la calle 35 es hermosa, un árbol encorvado haciendo sombra sobre las ventanas. En la sala hay una chimenea, lo que hace sonreír a Sofía, y en medio del cielo raso se abre una claraboya por la que se filtra una luz muy blanca que inunda el lugar de buena energía. Nos encanta, digo, y el señor Futerman sonríe, me mira con simpatía, y luego nos cuenta que compró y renovó el departamento el año pasado y que ahora se ha mudado a una casa en Virginia pero no quiere vender este lugar porque le tiene mucho cariño. Lo queremos, definitivamente, lo queremos, digo. ¿Cuándo podríamos mudarnos?, pregunta Sofía. Cuando quieran -responde él-. Podemos firmar el contrato mañana mismo, porque me han caído muy bien, y me pagan y les entrego la llave. ¿A qué se dedican ustedes? Sofía se apresura: Yo estudio una maestría acá en Georgetown. Él me mira y yo digo: Estoy escribiendo una novela. Sofía interviene: y pronto va a terminarla y a estudiar una maestría. Estupendo -dice él. Luego me sorprende-: ¿Son pareja o amigos? Yo digo con mi mejor voz de hombre: Somos novios, nos vamos a casar pronto. Futerman sonríe sorprendido y dice: Qué bueno, todavía hay gente que se casa y cree en el amor, felicitaciones. ¿Tú no estás casado?, pregunto, a sabiendas de que es una pregunta inapropiada. No, me casé y me divorcié, ahora vivo solo y soy mucho más feliz, responde. Nos vamos a casar y vamos a tener un hijo, dice Sofía.

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