Escribo en silencio. Sofía se ha ido a clases. Los niños juegan en el parque vecino. Hace frío y por eso tengo puestos dos pares de calcetines, para mantener tibios los pies, y dejo encendida la estufa al lado de mi mesa de trabajo. La novela avanza con dificultad: escribir es una agonía, pero es mucho peor dejar de hacerlo. Suena el teléfono. No contesto, espero a escuchar el mensaje. Me sorprende la voz de mi padre: Hijo, soy tu papá. ¿Estás por ahí? Contesta, por favor. Bueno, supongo que estarás en la universidad. Me he enterado hoy de que te vas a casar con Sofía. Tu mamá y yo estamos muy contentos. Te quería felicitar. Nos da mucho gusto que des este paso tan importante en tu vida. Estamos muy orgullosos, hijo. Es la mejor decisión que podías tomar. Sofía es una chica estupenda y será una gran esposa. Ojalá podamos estar juntos por allá el día de la boda. Tu mamá y yo te mandamos muchos cariños y felicitaciones a los dos. Bueno, ya te llamo en otro momento. Un saludo muy cariñoso a la novia y un abrazo para ti.
Me quedo en silencio, pensativo. ¿Cómo se ha enterado de que nos vamos a casar? ¿Por qué llama cuando le pedí que dejara de hacerlo? ¿No es obvio que mis padres están contentos porque piensan que ya no seré homosexual, que la boda me salvará de ese estilo de vida que ellos consideran inmoral y aberrante? Trato de calmarme pero no lo consigo, una ola de rencor me invade, me oprime el pecho y me acelera la respiración. Es obvio que mis padres se han enterado porque Sofía ha esparcido con orgullo la noticia de nuestra boda. ¿No podía quedarse callada? ¿Tenía que irse de boca? ¿No es evidente que el nuestro es un casamiento de emergencia? ¿Habrá llamado a casa de mis padres o se lo habrá dicho a su madre, quien, a su vez, habrá corrido con el chisme donde mi familia? ¿Sabrá Bárbara que su hija está embarazada? ¿Lo sabrán mis padres? No lo creo: si mi padre lo supiera, hubiera dicho algo en su mensaje telefónico. Pero Sofía tiene que habérselo contado a alguien, de otra manera no se explica que mi padre llame a felicitarnos. Estoy enfurecido y agitado cuando vuelve a sonar el teléfono. Me quedo de pie y escucho: Hijo, soy tu papi otra vez. Me olvidé de decirte algo. Es muy importante que te acuerdes de regalarle un anillo a Sofía. Me imagino, conociéndote, que te has olvidado de ese detalle, que, créeme, hijo, es vital para que las cosas comiencen bien en tu matrimonio y para que quedes como un hombre educado, de buena familia, como siempre te hemos educado tu mamá y yo. Consíguele un buen anillo a la novia y, si no sabes dónde, me das una llamadita y yo te paso unos datos que te servirán o me encargo de conseguirte el anillo acá en Lima y veo la forma de hacértelo llegar o te lo llevo con tu mamá cuando vayamos a la boda. Bueno, hijo, sólo quería recordarte esto del anillo. Un abrazo y felicitaciones nuevamente, tu papi.
Me quedo perplejo, sin poder creerlo. ¿Comprarle un anillo a Sofía porque así me educaron ellos? ¿Pedirle a mi padre que me lo envíe desde Lima? ¿Esperar a que vengan a la boda? ¿Van a venir? ¿Quién los ha invitado? ¿Tienen derecho a invitarse a una ceremonia que yo quería que fuese un acto íntimo y ahora amenaza convertirse en un evento social que saldrá en las revistas de allá? No puedo seguir escribiendo. Tengo ganas de caminar hasta la universidad, buscar a Sofía y confrontarla a gritos: ¿En qué estabas pensando cuando decidiste contarle a alguien en Lima que nos vamos a casar? ¿Se puede saber a quién le dijiste el bendito chisme? Pero no: me quedo furioso, dando vueltas por la sala, arrepentido del momento de debilidad en que le dije que me quedaré con ella, nos casaremos, tendremos al bebé y nos iremos de luna de miel a París. No la llevaré a París. Si quiere ir, que la invite Laurent. No habrá luna de miel y a lo mejor tampoco boda, me vuelvo a Lima y que Sofía se las arregle con su embarazo. No, Gabriel, tranquilo, no te precipites: sé frío, piénsalo bien, te conviene casarte, sacar la residencia y en cinco años hacerte ciudadano. Pero, eso sí: en caso de que haya boda, de ninguna manera vendrán mis padres a sonreír con orgullo en esta charada absurda. Que se jodan. Me han amargado la vida y, por si fuera poco, se invitan a mi boda. No lo permitiré. Ahora sólo quiero que vuelva Sofía para saber qué está pasando, con quién o quiénes habló en Lima, si dijo o no que está embarazada.
No puedo dominar la rabia. Levanto el teléfono y llamo a la oficina de mi padre. Sé de memoria el número aunque hubiese querido olvidarlo. Contesta la secretaria. Es agradable y educada. En seguida mi padre se pone al teléfono: Hijo, qué sorpresa, ¿escuchaste mis mensajes? Hablo con una voz que delata mi rabia: Sí, los escuché y por eso te llamo. Papá se apresura a hablar, quizá porque advierte que estoy enfadado y quiere evitar una discusión: Bueno, ante todo quería felicitarte, porque es una gran cosa que hayan decidido casarse Sofía y tú, en la casa todos estamos muy felices. Lo interrumpo: Gracias, papá, pero las felicitaciones están de más. Llamo para saber cómo te has enterado de esta payasada del matrimonio. Mi padre se queda callado, como meditando su respuesta, y habla: Me llamó Bárbara, la mamá de Sofía, a darnos la buena noticia. y no me parece bien que hables así de una cosa tan importante en tu vida de pareja con Sofía, hijo. Yo, furioso, disparo de vuelta: Sofía no es mi pareja. No nos vamos a casar por amor, sino para que me den los papeles. y no quiero que vengas ni que venga mamá, no están invitados, no quiero verlos, ¿está claro? -Mi padre guarda silencio, no contesta-. Esto es todo lo que quería decirte, añado, y cuelgo con violencia.
Ya me siento mejor. Ya están más claras las cosas. ¿Debería haberle dicho que vamos a casarnos porque Sofía está embarazada? No: mejor así, cuanto menos sepa, mejor. Ahora sigo descontrolado, furioso, con ganas de romper algo. Voy al cuarto, agarro un retrato enmarcado en el que sonreímos Sofía y yo, lo arrojo contra el piso y se rompe el vidrio. Levanto el teléfono y marco el número de la casa de Bárbara. No lo hagas, Gabriel, pienso. Cuelga. Suena el teléfono. Contesta Matilda, la empleada gorda y amorosa. Hola, Mati, ¿está la señora Bárbara?, pregunto, tratando de disimular que estoy indignado. Joven, qué gusto, ¿cómo está la Sofía?, pregunta Matilda, cariñosa. Muy bien, muy bien, en la universidad -respondo-. Por favor, pásame con Bárbara. Cómo no, ahoritita la llamo, joven. Bueno, cuídese y salúdeme a la Sofi y vengan prontito, pues, que se hacen extrañar. Seguro, Mati, seguro. Me quedo en silencio, el teléfono aplastándome la oreja derecha, pensando en lo que debo decir y en el tono en que debo decirlo. Bárbara se pone al teléfono: Hola, Gabriel, qué sorpresa, dice, con una voz que pretende ser educada y encubre mal la antipatía que siente por mí. Hola, Bárbara, digo, muy serio. ¿Y esa voz?, dice, burlona. No contesto el sarcasmo, digo: ¿Has llamado a mis padres para decirles que Sofía y yo nos vamos a casar? Sí, me pareció lo más lógico contarles, ¿por qué?, contesta, en tono desafiante. Porque son mis padres, no los tuyos, y si alguien debía llamar o no llamar, era yo, no tú, digo con agresividad. No estoy de acuerdo -dice ella-. Yo tengo todo el derecho del mundo de llamar a contarles. y me parece muy mal de tu parte que llames a regañarme, es una insolencia que no tengo por qué aceptarte. Yo prosigo: ¿Cómo te enteraste? ¿Te lo contó Sofía? Bárbara contesta: Sí, me llamó esta mañana y me contó que han decidido casarse. Y, si quieres que te sea franca, me pareció una pésima noticia, porque ni siquiera ha terminado su maestría y no veo por qué tienen que casarse así tan apurados si recién están juntos hace un año, menos, ni siquiera un año. Yo la escucho disgustado y contesto: ¿Sofía te ha dicho por qué vamos a casarnos tan apurados? ¿O te ha contado una linda historia de amor?
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