Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Es precisamente Andrea, la argentina infatigable que suele estar estudiando, cargando pilas de libros y hablando de cosas intelectuales que yo no entiendo ni quiero entender. ¿Qué hace vos acá?, me pregunta, con mala cara, porque conoce todas las miserias que he perpetrado contra Sofía. Vine a tu departamento a buscar a Sofía -digo, secamente-. ¿Sabes dónde está?, pregunto. Se fue al aeropuerto hace media hora, responde con todo el desprecio que le inspiro. ¿Se fue a París?, pregunto, parado bajo la lluvia, mi paraguas negro rozando el suyo celeste. Sí, a París, y no creo que vuelva, contesta con ponzoña, y yo pienso: nadie te pidió un pronóstico, vaticinio o augurio de mala leche. ¿A qué aeropuerto fue, al National o a Dulles?, pregunto, a sabiendas de que tal vez no me lo dirá. La veo triste y no es casual, porque es la mejor amiga de Sofía en esta ciudad, siempre leal y generosa con ella. No se le conocen novios y la pasión que exhibe por Sofía despierta una cierta suspicacia en mí. Con frecuencia la invita a dormir, le hace los trabajos académicos, le regala ropa y la lleva a cenar a los mejores restaurantes, es decir, hace con Sofía todo lo que yo debería hacer y nunca hago. ¿Por qué preguntas?, dice ella, desconfiada. Porque quería despedirme, digo. Obvio que se fue a Dulles, de allí salen los vuelos internacionales, contesta. ¿Air France?, pregunto, y ella asiente. Gracias, chau, digo, y bajo la mirada y apuro el paso, pero ella grita: Mejor no vayas al aeropuerto, déjala en paz, ya basta de hacerla sufrir. Avergonzado, sigo caminando y me alejo de ella.

Me refugio de la lluvia en Booeymonger y le pido a la cajera peruana, que ya me conoce, dos jugos de naranja, tratando de disimular con una sonrisa falsa la tristeza que llevo en el corazón. ¿Qué te pasa, Gabrielito?, me dice la mujer, baja y morena, los ojos vivaces, voluptuosos los labios. Nada, nada, todo bien, respondo, pero ella no me cree: Andas tristón, será la lluvia. Será, digo, y le pago. Tomo los jugos de pie, salgo a la calle y detengo un taxi. Al aeropuerto Dulles, digo, sin pensarlo. Miro el reloj, son las tres, no voy a llegar a tiempo. No importa, lo intentaré. Y si la encuentro, ¿qué haré? ¿Le pediré que se quede? ¿Me despediré con aplomo? ¿Lloraré en sus hombros y le rogaré que me perdone? Sofía se ha quedado sin alternativas: huye a París porque yo, con toda maldad, he escandalizado a su madre, diciéndole que soy homosexual, que Sofía está embarazada y no la amo y que sólo estoy dispuesto a casarme por los papeles. Sé que, aunque le ruegue que no suba al avión, se irá de todos modos, porque he destruido la poca felicidad que quedaba entre los dos y le he revelado mi naturaleza pérfida y mi infinita capacidad de ser ruin y desleal.

El taxi avanza con exasperante lentitud en medio de la lluvia que cae a cántaros. Los autos circulan despacio, con las luces encendidas, por una autopista rodeada de bosques, que nos aleja de la ciudad a través de un camino que no conocía. Le pido al taxista, un sujeto de mal aspecto, que, por favor acelere pues voy a perder el avión, pero el hombre responde con unos exabruptos y hace un gesto crispado, como mandándome al diablo, y yo no digo nada porque lo último que quiero es que este forastero malhumorado me dé una golpiza y arroje mis huesos al bosque. No sé para qué estoy metido en este taxi camino al aeropuerto Dulles, haciendo una escena romántica de culebrón, cuando lo sensato sería dejarla partir y olvidarme de ella. Se ve que no puedo hacer lo que tanto digo anhelar: estar solo y borrar a Sofía de mi vida. Tan pronto como la pierdo, salgo corriendo a buscarla como los galanes de las telenovelas malas que veía de chico con las empleadas domésticas en la cocina de mis padres. ¡Cómo me conmovían las escenas en los aeropuertos! Ahora, ironías del destino, estoy atrapado en una de ellas porque mi amor, mi heroína, la madre de mi bebé me abandona, se marcha a París en busca de un antiguo novio, y yo no puedo vivir sin ella. Vergüenza debería darme: yo quería ser un escritor y ahora estoy metido en este culebrón serie B.

Llegamos por fin al aeropuerto Dulles, le pago de prisa al crápula en el volante y pienso que a lo mejor han cancelado el vuelo por la lluvia. Entro a ese edificio moderno, luminoso, un prodigio de cristales y barras circulares, me confundo entre la muchedumbre impaciente y avanzo con dificultad hasta el mostrador de Air France. Me detengo entonces a observar entre la hilera de pasajeros de clase económica. Sofía no está. Echo una mirada a los alrededores, tampoco la encuentro. Son las tres y cuarenta y cinco y la pizarra electrónica anuncia que el vuelo sale a las cinco y media. Lo más probable, pienso, es que ya se registró y pasó los controles. Es muy tarde. La he perdido. Si no me hubiese tirado en la cama toda la mañana, si la hubiera buscado más temprano, quizá habría alcanzado a despedirme. Pero soy un holgazán. Prefiero dormir antes que ser papá. Soy una vergüenza. Necesito un café para reponerme. Camino entre masas de viajeros malhumorados, maldigo la insana costumbre de viajar, recuerdo que todos los males provienen de no saber estarse quieto -todos los míos, especialmente- y me acerco, abatido, mojados los zapatos, un aguijón persistente taladrándome la cabeza, a una cafetería atestada de personas con maletines rodantes y ordenadores portátiles.

De pronto, la veo: allí está Sofía en un teléfono público, al final del pasillo. Un sobresalto me recorre la espalda y me produce escalofríos. Entonces la escena del culebrón cobra vida: ahora estoy corriendo entre las azafatas y los tripulantes amanerados y sólo quiero abrazar a Sofía antes de que cruce los controles de inmigración y sea demasiado tarde para despedirnos. Llego por fin a su lado, con la respiración agitada y la duda estúpida de no saber qué decirle. Sofía está hablando por teléfono. Toco su hombro. Voltea sorprendida y palidece al verme. Cuelga. Estaba dejándote un mensaje, dice. Yo sonrío, no sé qué decir. ¿Qué haces acá?, pregunta, seria, aunque su voz delata que no me odia. Vine a despedirme, digo. Ella baja la mirada, las manos en los bolsillos, y, aunque trata de no llorar, se le humedecen los ojos. Me muero de la pena de hacer esto, pero siento que no tengo alternativas, susurra, sin mirarme. Es tan noble, tan decente. Nunca seré como ella, soy una alimaña a su lado y una vez más la hago llorar. Perdóname, le digo. Me mira a los ojos como tratando de escrutar la sinceridad de mis palabras. No puedo perdonarte -dice ella-. No sabes el escándalo que has armado en mi familia. No puedo entender por qué le dijiste todo eso a mi mamá. Tú sabes lo loca que es. Me has tirado una bomba en la cara. La escucho, asiento dócilmente, me conmuevo, se me anegan los ojos, no sé qué decir. Me emborraché, perdí el control, la cagué -digo, pero es una mala disculpa-. Fue un momento de locura, añado, y ella me mira con lástima, ni siquiera con desprecio, y siento que no me cree, que ya no puede creerme una palabra más. Ya no importa, ya es tarde -dice ella, mirando el reloj con nerviosismo-. Te estaba dejando un mensaje diciéndote que no te preocupes por mí, que voy a estar bien en casa de Laurent. -Ahora se le quiebra la voz y desvía sus ojos de los míos. Sin embargo, hace un esfuerzo para continuar-: Me da pena dejarte, abandonar la universidad, irme con Laurent a pesar de que te amé muchísimo, tú lo sabes. Pero lo hago por el bebé. No puedo obligarte a ser papá, tú no lo quieres y eso me parte el corazón, Gabriel. Tengo que buscar lo mejor para mi bebé. Laurent quiere ser el padre, está muy ilusionado, me quiere con una seguridad que tú no tienes, y por eso me voy con él.

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