¿O sea que te comprometes ante todos nosotros a casarte con Sofía y apoyarla ciento por ciento en su embarazo y su maestría?, pregunta Peter, con desconfianza, como si fuese un abogado tratando de hacerme firmar un contrato. Sí, respondo, secamente. Pero igual vas a casarte y rapidito nomás vas a sacar la residencia, opina burlona Bárbara. Bueno, ¿y eso qué tiene de malo?, me defiende Sofía, mirando con enfado a su madre. Claro, si puede sacar los papeles, mucho mejor, dice Isabel. No me estoy casando por los papeles, sino para ayudar a Sofía -digo-. Pero no puedo ayudarla si estoy como turista y tengo que irme cada tres meses. Es más fácil si me dan la residencia, así puedo estar acá tranquilo. Peter asiente: Bueno, sí, tiene todo el sentido del mundo. Sofía dice: Además, el bebito va a nacer acá y tendrá la ciudadanía como yo, y no sería bueno que Gabriel se quede como turista, si podemos sacarle los papeles. Bárbara me mira con hostilidad, lo mismo que su hijo Francisco; los demás se resignan a la idea de tenerme en la familia y no parecen demasiado contrariados por eso. Bueno, ¿cuándo se casan?, pregunta Peter. Bárbara se lleva las manos al pecho, como si fuese una derrota atroz aceptar que me casaré con su hija. El segundo miércoles de marzo, respondo. Ahorita, en menos de un mes, qué emoción, dice Isabel. Que conste que yo me opuse, y sigo pensando que todo esto es una locura, que estás pensando con las hormonas, le dice Francisco a Sofía. ¡Pancho, carajo!, le grita Belén, callándolo en seguida. Ya basta de hacer sufrir a Sofía -interviene Peter, en tono conciliador-. Hemos evaluado todas las opciones con serenidad, pero ya se tomó una decisión, que es la mejor para ella, y ahora todos tenemos que trabajar en equipo por el bien de Sofía -afirma-. ¿Estamos claros, Gabriel?, me pregunta. Muy claros, Peter, respondo. ¿Te vas a poner los pantalones, dejarte de dudas hamletianas y aceptar tus responsabilidades con hombría y virilidad?, insiste. Sí, no te preocupes, contesto. El problema no es que se ponga los pantalones, sino que no se los saque tanto, por eso está embarazada Sofía, dice Isabel, risueña, y las mujeres sueltan una risotada, salvo Bárbara, que me mira prometiendo venganza. Bueno, salud por los novios, dice Peter, y Sofía y yo rozamos nuestros vasos de agua mineral y nos miramos con amor aunque también con miedo. Salud por el bebito, dice Belén, al parecer contenta. Salud por tu tarjeta de residencia, dice Bárbara y me mira sarcástica, y yo la odio pero sonrío amablemente.
Las cosas han vuelto a una cierta normalidad. Sofía está más tranquila, asistiendo a clases y permitiéndose antojos de embarazada, como ir todas las tardes con su amiga Andrea al café Dean and Deluca y darse un atracón de dulces. Yo he retomado mi rutina: escribir cuatro horas diarias, encerrarme en el departamento, no ver a nadie ni atender el teléfono y salir a correr y hacer las compras. No falta mucho para la boda, apenas tres semanas. Unos días después, nos mudaremos al nuevo departamento que hemos alquilado y nos iremos a París. Peter ha regresado a Lima para seguir dirigiendo sus negocios. Antes de despedirse, me ha dicho con su habitual frialdad: Tener un hijo con Sofía es lo mejor que te podía pasar en la vida, te has sacado la lotería, sólo que todavía no te das cuenta, cambia de cara, no lo tomes como una desgracia, sino como el premio mayor, y no la vayas a cagar de nuevo. Creo que Peter me quiere a su manera, o al menos no me tiene aversión como Bárbara, que, para mi contrariedad, ha decidido quedarse con Isabel hasta nuestra boda, así aprovecha para hacer compras en Washington, descansar de la violencia de Lima y ayudar a su hija en los preparativos del casamiento. Yo he insistido con Sofía en que no quiero ninguna celebración, sólo la ceremonia legal en la más absoluta intimidad, pero bien pronto he comprendido que es una batalla perdida y que será inevitable una pequeña fiesta familiar organizada por Bárbara, en el departamento de Isabel.
Isabel está encantada con la idea de tenerme como cuñado y yo, contento de sentir su cariño tan noble y su complicidad juguetona. Francisco y su novia Belén han tomado el tren de regreso a Boston, lo que es un alivio considerable, aunque prometen volver para la boda. También vendrían Harry y Hillary, tíos de Sofía que viven en Saint Louis, Missouri; su abuela Margaret, que Sofía adora, desde San José, Costa Rica, y sus primos George y Brian, residentes en Miami. De mi familia no vendrá nadie, he sido claro con mi padre en decirle que no están invitados, y él ha dejado de llamarme. Bárbara, sin embargo, insiste, con su habitual capacidad para entrometerse en asuntos que no le competen, en que debo invitar a mis padres a Washington, hospedarlos en el Four Seasons y convidarlos a la fiesta del casamiento. Es curioso, pero ella siempre habla bien de mi padre, dice que es un señor encantador, bonachón, gracioso y zalamero con las mujeres, y yo pienso que debería vivir un mes con él y aguantar sus borracheras a ver si sigue pensando lo mismo.
Corre el mes de febrero y el frío va cediendo. En las noches se siente más, y por eso me pongo dos pares de medias y un suéter grueso. Sofía duerme en el sofá de la sala. No está molesta conmigo, me ha perdonado, pero dice que así yo duermo mejor y ella también, porque con el embarazo se mueve mucho y no me deja dormir y luego a la mañana le pongo mala cara y la culpo de todos mis malestares. Ella parece haber comprendido que mi felicidad depende de dos cosas elementales: dormir ocho horas sin sobresaltos y quedarme escribiendo a solas en la casa. Por eso prefiere dormir en la sala, despertar temprano, alistarse sin hacer ruido y marcharse a clases, dejándome una nota en la cocina, y no volver hasta la noche, cuando he terminado de escribir, así peleamos menos y todo es más fácil. Don Futerman, el dueño del departamento al que nos mudaremos pronto, ha dejado un mensaje en el teléfono, invitándonos al cine, pero lo he borrado sin contestarle porque no me provoca ver a nadie y menos a él, que me recuerda ciertas debilidades que, por el momento, estoy tratando de ignorar, en aras de la armonía con Sofía. También ha dejado un mensaje mi madre, que ahora escucho desde mi mesa de trabajo: Hijo, soy tu mami, sé que estás en una etapa de reflexión e introspección, que te has metido en tu burbuja de soñador como hacías de chiquito, pero igual quiero decirte que estoy feliz y orgullosa por la noticia de tu matrimonio con Sofía. Es un verdadero regalo del Señor que te cases con una mujer tan buena, tan cristiana y tan fiel a ti, y por eso no dejo de dar gracias a Nuestro Señor. No sé si nos veremos el día de tu boda, pero eso es lo de menos, porque te veo siempre en mis oraciones y todos los días ofrezco la misa por tus rectas intenciones y tu santificación personal. Mi amor, mi Gabrielito, te mando un beso muy grande y dile a mi nuera que la tengo muy presente en mis oraciones.
Aunque conozco bien la religiosidad exacerbada de mi madre, me quedo sorprendido y sonrío cuando la oigo decir que Sofía será su nuera, esa palabra tan horrible. ¿Es Sofía la mujer cristiana y fiel que cree mamá? No estoy tan seguro de ello. Sofía no va a misa, descree como yo de la Iglesia católica y tiene una vida espiritual tan intensa como la mía, es decir, reza cuando viaja en aviones, especialmente en zonas de turbulencia, y cuando le sale un bulto raro que ella de inmediato sospecha que puede ser un tumor. Poco después, suena el teléfono nuevamente y oigo la voz de Bárbara: Gabriel, sé que estás ahí, contesta el teléfono, por favor, que es importante. -No me muevo de mi mesa de trabajo-. Gabriel, contesta, no me hagas este desaire, tengo algo que decirte que es muy urgente y te va a interesar. -Sigo sin moverme-. Gabriel, si no contestas voy a ir a tu departamento y te voy a esperar en la puerta hasta que salgas, así que contesta. Me rindo. Contesto. Hola, Bárbara, estaba saliendo de la ducha, miento. Necesito verte cuanto antes, dice ella, con voz urgida. ¿De qué se trata?, pregunto. No te puedo decir, tenemos que hablar en secreto, sin que Sofía se entere, me dice en voz baja. Bueno, cuando quieras, digo. Tiene que ser ahora mismo, es muy urgente, dice ella, con un apremio extraño, que sólo multiplica mi curiosidad. Estaba escribiendo, alego. Bueno, no te vendrá mal un recreo -dice, confianzuda-. Encontrémonos en el bar del Georgetown Inn en media hora, añade. No conviene, porque a Sofía le gusta ir allí, digo. ¿Dónde es seguro?, ¿adonde no va nunca?, pregunta, con una complicidad que me desconcierta. El Four Seasons es más seguro, digo. Pero es carísimo, protesta. No, si tomamos un té, digo. Bueno, está bien, en el Four Seasons en media hora, y no le digas nada a Sofía, esto es un secreto entre los dos, ¿okay, dice ella. Okay, no te preocupes, nos vemos en media hora, digo y cuelgo.
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