De pronto, a mitad de los Simpson, se interrumpe la programación y aparece con rostro sombrío el presidente en cadena nacional, anunciando, en el español deplorable que sus nervios le permiten leer, que ha sacado las tropas a la calle para cerrar el Congreso y los tribunales. Es un discurso breve, mal leído, que alude a la seguridad nacional para urdir esa felonía, un golpe de estado más en la larga historia de barbaries y tiranías que se han sucedido en el país. El granuja que fue elegido presidente por una masa de ignorantes y resentidos acaba de perpetrar un golpe de estado con la complicidad de los canales de televisión, que han transmitido el discurso sin censurar ese acto de barbarie, el de sacar los soldados a la calle para aporrear a los parlamentarios elegidos por el pueblo.
Sofía y yo estamos pasmados, mirando desde la cama cómo, una vez más, el país se va a la mierda, con el entusiasta apoyo de la mayoría, que, por supuesto, votó por este bribón y ahora aplaude el golpe. Yo no me quedo ni un día más en este país de mierda, yo me voy mañana mismo, le digo a Sofía. Ella me escucha, asiente y me da ánimos para tomar una decisión que me devuelva la dignidad que parezco haber perdido en la televisión. Esto es un golpe de estado, es un escándalo que boten a patadas a los parlamentarios que fueron elegidos por el pueblo, no se puede apoyar una barbaridad así, esto sólo va a traer cosas malas, éste es un país salvaje, donde la ley no vale nada, donde mandan los matones, los hijos de puta, los mafiosos y los canallas. Yo no me quedo acá ni loco. Yo no pertenezco a este país de matones y militares. Me tengo que ir. Cuanto antes, mejor. Porque, además, todas las noches le tomo al pelo al japonés, me burlo de los escándalos que sacuden a su gobierno, de las denuncias de corruptelas y comechados que se multiplican como una plaga, de los trajes que usa el felón y que seguramente ha hurtado de la ropa donada por Japón para los pobres de este país.
Está claro que el canal de televisión, ocupado por los soldados después del golpe, no me permitirá seguir haciendo escarnio del presidente, de su esposa que dice disparates, de sus ministros esperpénticos. Sólo me permitirán seguir con mi programa si no hago una sola broma contra el golpe y no aludo para nada al impresentable que nos gobierna. Sí, tienes que irte, no puedes salir mañana lunes en tu programa y apoyar el golpe, me dice Sofía. y tampoco puedo salir y poner cara de tonto y hacer bromas sobre otras cosas y no decir una palabra al respecto, cuando hay soldados con fusiles frente a mí, digo. Si hago el programa, tendré que decir que estoy contra el golpe, que el presidente es un traidor que ha deshonrado su juramento de cumplir la Constitución y que la mayoría que apoya este golpe se equivoca, pero es obvio que el dueño del canal no me dejará criticar a un gobierno que él apoya.
¿Qué vas a hacer?, pregunta ella desde la cama, viéndome caminar agitado por la habitación. Porque tienes un contrato y no lo puedes romper, te pueden enjuiciar. No sé qué voy a hacer, pero creo que lo mejor es irme del país mañana mismo, digo. No dudo en buscar el celular y llamar al dueño del canal, que es mi amigo o finge serlo. Me contesta con amabilidad. ¿Qué vamos a hacer mañana?, pregunto. No sé, no sé, el canal está tomado por los soldados, responde. ¿Vamos a hacer el programa?, insisto. ¿Qué dirías si sales en tu programa mañana?, me pregunta. Si salgo, tendría que decir que estoy contra el golpe y hacerle diez bromas duras al chino. No puedo quedarme callado. No puedo acobardarme. La gente sabe que todas las noches, en este último año, he venido jodiéndolo. Ahora no me puedo callar.
El tipo guarda silencio, medita su respuesta, mide sus intereses y sus conveniencias. De ninguna manera puedes salir mañana hablando mal del golpe y jodiendo al chino, me dice. Sería un suicidio para ti y para mí. A mí me quitarían el canal. Y a ti podrían meterte preso. Me quedo frío, el coraje nunca fue una de mis virtudes. ¿Preso?, digo, incrédulo. Sí, confirma él, con voz sombría. He visto una lista de periodistas de oposición que podrían ser detenidos en cualquier momento y tú estás en esa lista. Sería una locura hacer el programa mañana contra el chino. Si sales, tendrías que hacerte el loco y no decir nada y hacer tus jodas de siempre, tus pendejadas, tus picardías que le gustan a la gente, pero sin meterte para nada con el gobierno, sin tocarle un pelo al chino, porque ahí sí que nos jodemos, y tú vas preso y a mi me quitan el canal.
Las cosas están claras, no puedo hacerme el despistado y salir en la televisión sin condenar el golpe, sin hacer gala de la irreverencia que el público espera de mí. Si me callo, me dejo intimidar, me hago el tonto y no digo nada, ni una broma siquiera contra el japonés felón, perderé mi fama de rebelde e irreverente. Entonces mejor no hacemos programa mañana y así todos contentos, digo. Porque si salgo, voy a decir lo que pienso, no voy a poder callarme, tú sabes cómo soy en la tele, agrego. Mi amigo, el empresario, listo como de costumbre, no lo duda: Sí, lo mejor es que no hagas el programa por ahora, tómate unas vacaciones, ándate de viaje y después hablamos según cómo vayan las cosas. Yo escucho esa decisión con júbilo. Perfecto, de acuerdo -me apresuro-. No hacemos más el programa y me voy a Miami mañana mismo y el contrato queda anulado, ¿de acuerdo? y él, firme: Sí, mejor así, va a ser una locura que salgas mañana en tu programa, vas a decir un montón de barbaridades y nos vamos a meter en un problemón del carajo. Arráncate a Miami, no digas nada y hablamos allá en unas semanas -me aconseja-. Pero eso sí -añade-: no hagas una sola declaración antes de irte, ándate calladito porque si te metes con el chino, te van a joder, vas a ir preso. No te preocupes, me voy calladito, que no tengo vocación de mártir, le digo. Nos vemos en Miami, me dice aliviado, y yo, muy contento, pues siento que estoy recobrando mi libertad, nos vemos en Miami, y gracias por la confianza.
Dejo el celular, apago la televisión y abrazo a Sofía. Me voy mañana en el primer vuelo a Miami, le digo. Tienes que irte, me dice, con una mirada llena de ternura. Vámonos juntos, la animo. No, yo me quedo, anda tú primero, yo ordeno mis cosas y voy después, lo importante es que te vayas de acá cuanto antes. Ya no alcanzo a llegar al vuelo de esta noche, tendré que irme mañana en la noche, digo. No voy a salir del departamento. No voy a contestar el teléfono. Mañana me quedaré encerrado acá y con suerte me iré para siempre. Sofía está asustada pero también ilusionada. Cree que no tendré problemas en tomar el avión, porque no soy un enemigo encarnizado del presidente, sólo un periodista risueño que a menudo se burla de él en la televisión. Si no dices nada y te subes al avión, no te van a hacer problemas -opina, exasperada como yo por los eventos de esa noche-. Pero si te haces el valiente y sales en tu programa y le das con palo al chino, te vas a joder, porque él ahorita tiene que demostrar que no le aguanta pulgas a nadie, y además, la gente apoya el golpe.
Es cierto, la mayor parte de los peruanos, asustados por el avance del terrorismo, apoya el golpe del felón y su camarilla militar. Sofía ha hablado por teléfono con Bárbara y con Peter, y ambos apoyan resueltamente la conspiración. Mis padres, a quienes he llamado por curiosidad, me han dicho lo mismo, que en buena hora el presidente ha tenido los pantalones de cerrar el Congreso y mandar a su casa a los legisladores. Este país de ignorantes sólo se arregla con mano dura -dice mi madre-. Mano dura es lo que nos hace tanta falta.
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