Jorge Semprún - El Largo Viaje

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Corre el año 1943.En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, han perdido la cuenta de los días que llevan allí, y la angustia crece porque nadie sabe cuándo acabará ese viaje hacia el horror.

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«Si», dijo ella. «Me gusta mucho», le digo. La mujer me mira, mientras cruzo el césped y me acerco a ella. «Soy una amiga de Madame Wolff», dice, y encuentro perfectamente normal que esté aquí, y que sea una amiga de Madame Wolff, y que empiece otra vez la primavera. Le pregunto sí la casa sigue perteneciendo a Madame Wolff, y ella me mira, «¿Hace mucho tiempo que no viene usted por aquí?», me dice. Pienso que hará ya cinco o seis años que mi familia abandonó esta casa. «Hace seis años, poco más o menos», le digo. «La campanilla del huerto», dice, «¿le gusta oírla?» Le respondo que me sigue gustando. «A mí también», dice ella, pero tengo la sensación de que preferiría estar sola. «¿Entró usted por casualidad?», me pregunta, y tengo la sensación de que debe de preferir que haya entrado por casualidad, que no haya ninguna auténtica razón para que yo esté aquí. «En absoluto», le digo, y le explico que quería volver a ver el jardín, y escuchar de nuevo el sonido de la campanilla del huerto. «En realidad, he venido de bastante lejos sólo para esto», le digo. «¿Usted conoce a Madame Wolff?», dice eila con precipitación, como si quisiera evitar a toda costa que yo le diga las verdaderas razones de mi llegada. «Desde luego», le contesto. Al lado de la tumbona hay un asiento plegable, y encima de él, un libro cerrado y un vaso de agua medio Heno. «¿Fuma usted?», le digo. Menea la cabeza y me pregunto si no va a escapar. Enciendo un cigarrillo y le pregunto por qué le gusta el ruido de esta campana. Se encoge de hombros. «Porque es como antes», dice secamente. «Eso es», digo, y le sonrío. Pero se endereza en la tumbona y se inclina hacia adelante. «Usted no puede comprender», dice. La miro. «Claro que sí», le digo, «también para mí es un recuerdo de antes.» Me inclino hacia ella y le cojo el brazo derecho, por la muñeca, le doy la vuelta, y mis dedos rozan su piel blanca y fina, y el número azul de Oswiecim tatuado sobre su piel blanca, fina, algo marchita ya.

«Me preguntaba», le digo, «me preguntaba si usted hizo finalmente aquel viaje.» Entonces ella retira el brazo, que aprieta contra su pecho, y se acurruca, lo más lejos posible, en la tumbona. «¿Quién es usted?», me dice. Su voz sale estrangulada. «En el valle del Mosela», le digo, «me pregunté si usted habría hecho aquel viaje.» Me mira, jadeante. «Más tarde también, cuando vi llegar los trenes de judíos evacuados de Polonia, me pregunté si usted habría hecho aquel viaje.» Ella rompe a llorar, silenciosamente. "Pero ¿quién es usted?», implora. Meneo la cabeza. «Me pregunté si aquella casa, en la calle Bourdelle, detrás de la estación de Montpamasse, iba a ser para usted un refugio duradero o solamente un alto antes de reanudar el viaje.» «No le conozco a usted», dice ella. Le digo que yo la he reconocido enseguida, es decir, que supe enseguida que la conocía, incluso antes de reconocerla. Sigue llorando en silencio. «Yo no sé quién es usted», vuelve a decir, «déjeme sola.» «Usted no sabe quién soy yo, pero una vez me reconoció», le digo. Recuerdo su mirada de antaño, en la calle Vaugirard, pero no, ya no tiene aquella mirada implacable. «Calle de Vaugirard», le digo, «en el 41 o 42, ya no recuerdo.» Ella hunde la cabeza entre sus manos. «Usted quería saber cómo ir a la estación de Montpamasse, y no se atrevía a preguntárselo a los transeúntes. Me lo preguntó a mí.» «No lo recuerdo», dice ella. «Usted buscaba la calle Antoine-Bourdelle en realidad. Yo le conduje allí.» «No me acuerdo», vuelve a decir. «Usted iba a casa de unos amigos, en la calle Antoine-Bourdelle, ¿no se acuerda?», le digo. «Me acuerdo, recuerdo la calle y la casa», dice. «Usted llevaba un abrigo azul», le digo. «No me acuerdo», dice. Pero yo insisto aún, me aferró a la esperanza de que va a recordar. «Usted se había extraviado», le digo, «no sabía cómo encontrar la estación de Montpamasse. Yo la ayudé.» Entonces ella me mira y grita, casi; «Nadie me ha ayudado nunca». Tengo la sensación de que todo ha terminado, que debo marcharme. «A mí», le digo, «a mí me han ayudado siempre.» «Nadie», dice ella, «nunca.» La miro y veo que es sincera del todo, que está completamente convencida de lo que dice. «Quizás he tenido suerte», le digo, «toda mi vida he tropezado con gente que me ha ayudado.» Entonces, ella grita otra vez. «Usted no es judío, eso es.» Aplasto en la hierba la colilla de mi cigarrillo. «Es verdad», le digo, "nunca he sido judío. A veces lo echo de menos.» Ahora tengo la impresión de que quisiera insultarme, por su risa de desprecio, su mirada cerrada, la herida abierta en su rostro de piedra. «No sabe de qué está hablando», dice. «No lo sé», confieso, «sólo sé que Hans ha muerto.» Sigue luego un silencio, y es preciso que me vaya de una vez. «¿Está usted seguro de haberme visto en la calle Vaugirard, en el 42?», dice. Hago un gesto con la mano. «SÍ usted lo ha olvidado, es como si no la hubiera visto.» «¿Cómo?», dice ella. «Si usted lo ha olvidado, es cierto que no la he visto. Es verdad que no nos conocemos.» Después de decir esto me levanto. «Ha sido un malentendido», le digo, «perdóneme.» «No recuerdo», dice, «lo lamento.» «No tiene importancia», le digo, y me voy.

Pero todavía no sé que ella hizo aquel viaje y que ha regresado muerta, amurallada en su soledad.

– ¿Qué hora será? -dice una voz a nuestras espaldas.

Nadie responde, ya que nadie sabe qué hora es. Es de noche, simplemente. Una noche a la que no se ve fin. Además, en este momento, la noche no tiene fin, es realmente eterna, se ha instalado para siempre en su ser de noche sin fin. Incluso si hubiéramos podido conservar nuestros relojes, si los de las SS no nos hubieran quitado todos los relojes, aun si pudiéramos ver la hora que es, me pregunto si esta hora tendría un sentido concreto. Quizá no sería más que una referencia abstracta a] mundo exterior, donde el tiempo pasa de verdad, donde tiene su propia densidad, su duración. Pero, para nosotros, la verdad es que esta noche en el vagón no es más que una sorda sombra, una noche desligada de todo lo que no sea la noche.

– No nos movemos, hace horas que no nos movemos -dice una voz detrás de nosotros.

– ¿Acaso creías que teníamos prioridad? -dice otro.

Creo reconocer esta última voz. Me parece que es la del tipo que dijo que era un gracioso, cuando el incidente de la letrina. Es él, seguro. Comienzo a distinguir las voces de este viaje.

Más tarde, dentro de algunos meses, sabré qué clase de viaje mandan hacer a los judíos. Veré llegar los trenes a la estación del campo, durante la gran ofensiva soviética de invierno, en Polonia. Evacuaban a los ludios de los campos de Polonia, los que no habían tenido tiempo de exterminar, o a quienes tal vez creían poder hacer trabajar todavía. Fue un invierno duro el invierno del siguiente año. Vi llegar los trenes de judíos, los transportes de judíos evacuados de Polonia. Iban cerca de doscientos en cada vagón cerrado con candados, casi ochenta más que nosotros. Esta noche, junto al chico de Semur, no he intentado imaginar lo que eso podía representar, ir doscientos en un vagón como el nuestro. Después, sí, traté de imaginármelo, cuando vimos llegar los trenes de los judíos de Polonia. Y fue un invierno duro el invierno del año siguiente. Los judíos de Polonia viajaron seis días, ocho días, en ocasiones diez días, en el frío de aquel duro invierno. Sin comer, claro está, y sin beber. A la llegada, cuando abrían las puertas corredizas, nadie se movía. Era necesario apartar la masa helada de los cadáveres, de los judíos polacos muertos de pie, helados de pie, que caían como bolos en el andén de la estación, para poder encontrar algunos supervivientes. Pues había supervivientes. Una lenta y vacilante cohorte echaba a andar hacia la entrada del campo. Algunos caían para no volver a levantarse, otros se levantaban, otros se arrastraban literalmente hacia la entrada del campo. Un día, en la masa aglutinada de los cadáveres de un vagón, encontramos tres niños judíos. El mayor tenía cinco años. Los compañeros alemanes del Lagerschutz los escamotearon bajo las barbas de los de las SS. Vivieron en el campo, se salvaron finalmente aquellos tres huérfanos judíos que habíamos encontrado en masa congelada de los cadáveres. Así será como, durante aquel duro invierno del año que viene, sabré cómo hicieron viajar a los judíos.

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