Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Vamos al museo. Hay una exposición extraordinaria sobre Turner y Rothko, belleza. -Era David en la puerta de la habitación sin terminar de amueblar. De pronto, cual estadística en la vida de toda mujer contemporánea, aparece un gay salvador. Odiaba esa idea, casi tanto como formar parte de cualquier estadística. Y que el gay salvador fuera cuñado mucho más. David estaría igual de traspuesto que ella, después de todo se había quedado más tiempo inhalando, follando, esnifando.

– No te atribules más por mi hermano -dijo, empleando esas palabras tan de David, negándole el nombre a Alfredo-, forma parte del shock, te fotografían continuamente y crees que no terminará nunca. Y en efecto, termina. Ninguna noticia, ni un desastre natural ni una estafa histórica, permanece en la prensa más de una semana.

– Esta sí lo hará -susurró Patricia, iba a llorar, e iba a llorar en el hombro de su cuñado gay salvador.

– ¿Y por qué? La única que ha conseguido más de una semana fue Kate Moss con sus rayas de cocaína, pero porque fue capaz de emparejar una rehabilitación con contratos millonarios de todas las casas de moda consumibles.

– David, es mi culpa.

– ¿Que Alfredo esté en la prensa? -se rió estrambóticamente, la achuchó, le acarició el pelo y se quedó jugando con la etiqueta de su jersey Marc Jacobs.

– ¿Crees realmente que sea tan buen diseñador? -insistió cuando notó que Patricia se percataba de su curiosidad-. Una vez le conocí, y me hubiera ido a la cama con él si no me hubiera entrado el miedo ese…

– ¿Tú? ¿Miedo a qué?

– A quedar en ridículo. A decirle te quiero o algo así más porque es el puto mejor diseñador del momento que por lo verdaderamente bien que me lo pasara.

– Alfredo está donde está por mi culpa, David.

– No es así, Patricia. Ni te tortures ni te des aire. Lo que ha pasado ha sido bendito. Todo el mundo quiere saber qué comió el mayor hijo de puta de la historia. Y Alfredo se lo guisó, se lo sirvió, permitió que hicieran fotos con todos ellos para sus facebooks y sus blackberrys. Es más, deberías coger una de esas fotos, ampliarla y ponerla esta noche en la puerta del Ovington.

David extendió sus brazos como si quisiera entregarse al primer atardecer de Turner con que abría la exposición en la Tate Britain. Patricia terminó de ajustar el cinturón de su casaca de cuero vino tinto deseando que, al apretar aún más su cintura, expulsara todo el malestar combinado de la culpa y resaca. Siempre le gustó Turner, siempre le gustó el edificio de la Tate Britain, con su enorme pasillo de suelo verde. Siempre le dio miedo Rothko, tan silenciosamente atormentado y capaz de generar esos lienzos casi budistas. Nunca le gustó ser la mujer en peligro acompañada de un gay en una mañana de principios de invierno.

– Lo miras y comprendes casi todo el talento de este siglo. Quiero decir, aquí están las notas trémulas y peligrosas del mejor Shostakóvich, que tan resultonamente ha copiado Herrmann para las películas de Hitchcock.

– Creía que fue Kubrick el que imitó la luz de los cuadros de Turner para su filme Barry Lyndon.

– Mi amor, no solo él. Todo el mundo. Todo el mundo le debe algo a Turner. Oh, creo que voy a ahogar un grito. -Se llevó la mano a la boca y convulsionó todo su cuerpo; las señoras con abrigos mucho más viejos que ellas les miraban. Patricia no pudo evitar una risa, craso error delante de un gay salvador, le dará alas a mayores contorsiones.

– ¡Qué suerte tienen los ingleses de ser los primeros salvajes que descubrieron la inteligencia! -vociferó David, arrodillándose delante del Rothko número 69 al lado de otro de los atardeceres de Turner, doscientos años de diferencia entre un cuadro y otro, un pintor y otro-. Tienen todos estos tesoros guardaditos aquí en sus Tates y cuando te los muestran es para convencerte de que todo genio sabe quién será su heredero.

– Lady Gaga y Madonna -dejó escapar Patricia.

– Sacrílega -gritó David, abrazándola. Era turno de irse a comer.

– Antes voy a mostrarte algo -concluyó Patricia.

Navegaban el mejor trozo de Támesis. David no dejaba de abrazarla, llamándola «Mi Patricia, my beautiful, dearest Patricia» pronunciando su nombre en inglés, acentuando la «c» y evaporando las «as» e «is». ¡Paaaaaatriiiiiiiicia! Y de repente, Londres era una sucesión de edificios y monumentos desdibujándose en las aguas del Támesis y ellos dos, abrazados y compartiendo los auriculares del iPod. «Mira Westminster, David.» Y David se quedaba extasiado delante del Parlamento de mil ventanas, esa piedra de ese color miel imperecedero. «Mira el nácar en el fondo del Big Ben», aseguraba Patricia. En el otro lado del río aparecía la noria del cambio del siglo y Paaaaatriiiiicia y David corrían de un lado a otro del barco, para alcanzar a ver también el edificio del Savoy, monumental, rodeado de árboles y los andamios de su renovación. David gritaba, bailaba, la besaba y levantaba en alto. Eran mucho más felices que el día nublado que los acompañaba o que el semblante de Patricia cuando en medio de la algarabía recordaba a Alfredo llorando delante de la pantalla de su ordenador. Londres continuaba ofreciéndole sus maravillas, las estatuas negras en los pilares del puente de Vauxhall y David agitando sus brazos y cerrando los ojos, las mismas pestañas que Alfredo, negras, largas y espesas aplastándose contra la piel. «Londres, te amo, Londres tómame, Londres, devórame», gritaba a todo pulmón y Paaaaaatriiiiicia se refugiaba en el cuello de su abrigo. Hacía frío, qué más daba, siempre hace frío en esta ciudad. Siempre es maravilloso recorrerla a través de su elemento más definitivo, ese río meandroso, trepidante, en absoluta y permanente movilización.

– Creo que nunca podrás amar a mi hermano de la misma manera que él te venera -dijo David, fuera de todo contexto, al terminar de sorber una espesísima sopa de pescado.

Patricia no disimuló el respingo que la recorrió. Nunca, nunca es buena idea salir con el hermano gay de tu novio si las cosas están en crisis.

– No me mires mal. Yo tampoco sé lo que es amar. Salgo con el hijo de Marrero porque se deja follar, porque está bueno, porque no habla, qué sé yo. No creo que sea amor. Es una especie de handicap que tenemos los que escogemos ser protagonistas de una vida con estilo de videoclip.

– Yo no vivo así -refunfuñó Patricia.

– Cariño, porque no puedes verte desde fuera. Alfredo y tú sois como un anuncio.

En el restaurante ponían «Fly, Robin, Fly», el súper éxito disco gay con todos esos violines electrónicos y el golpecito de esa percusión que obligaba a David a mover sus hombros cada segundo impar. Hay algo en la mente de los muy gays que les hace escoger lo más inesperado en el momento más incómodo del cual no puedes escapar.

– Es ridículo pensar que porque seamos privilegiados no vayamos a querernos.

– No es lo que estoy diciéndote, querida Patricia. Sino que tú, tú estrictamente, lo tienes muy difícil para querer a alguien de la manera en que van a quererte a ti.

– ¿Puedo sentirme incómoda en esta conversación? -Patricia quería zanjarla cuanto antes.

– Puedes, estamos en un colocón, llevamos viviendo este colocón varios años ya, y ahora todo parece indicar que llega a su fin, y al final, en todas las obras maestras hay una última conversación donde se dice la verdad que antes no te has atrevido a pronunciar.

– Alfredo es el único amor de mi vida.

– Pero no es tu vida. En cambio tú sí lo eres para él. Siempre me acuerdo la primera vez que me dijo que te había conocido. Me abrazó, me besó, se puso a llorar y me decía «estoy enamorado, hermano, estoy enamorado».

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