Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Y así se desvaneció.

Patricia se hundió en el húmedo asiento de madera, se estremeció, se convirtió en un flan de escalofríos y consiguió acercarse al pomo de la puerta, temblando absolutamente, hasta que la otra pasajera terminó de abrir la puerta por ella, preguntarle si estaba bien y todas esas cosas hasta que ella consiguió verse, demacrada, aterrada para el resto de sus días, una vez más en el reflejo de cristales que no le pertenecían.

Una vez en Greenwich emprendió camino, sola y tiritando, con más autocontrol, hacia una peluquería que conocía en esas inmediaciones. La propietaria era una ex modelo amiga de la Modelo. Estaría abierta, nunca cerraba los fines de semana porque organizaba charlas, conferencias de otras ex modelos sobre el amargo don de la belleza. A medida que caminaba por la peculiar ciudad dentro de la ciudad, sus parques, su sempiterna atmósfera universitaria, recuperó el aliento y el calor corporal. Y de repente entendió por qué se le había aparecido Lady Diana sobre las aguas del Támesis.

Ella y Lady Di tenían algo en común: siempre habían conocido el privilegio, desde el primer día de nacidas. Lo diferente fue que Diana entendió que tenía una conexión especial con la gente que jamás había disfrutado de tantos privilegios como ella. Eso la transformó en Lady Di, eso hizo que el Príncipe se empequeñeciera a su lado y, a partir de allí, todos los demás miembros de su familia política, incluyendo la Reina.

Patricia podía ser una estrella, pero le daba miedo el nivel de sacrificio, esa verdad de que para conseguir lo que quieres siempre debes hacer daño. Pero ¿no acababa de hacerlo con Alfredo? Más que daño había trastornado sus reglas del juego, manipulándolo. Pero en cada pareja eso siempre sucede, le pareció escucharse decir. Es eso justamente lo que convierte a unos simples enamorados en dos monstruos juntos.

La muerte de Diana marcaba el principio del fin de la prosperidad.

El 31 de agosto de 1997, el mundo la lloró. Y, de repente, sin estar aparentemente asociado, Londres empezó a poblarse de nuevos ricos como no pasaba desde finales de los setenta. Esta vez rusos, pero también árabes, judíos, latinoamericanos. El mundo entero giró otra vez hacia Londres y hacia su nueva cultura pop, fascinada por tener un ilustre fantasma entre ellos. Cómo era aquella canción de Suede: «Quiero acostarme con tu mejor amiga y que sea la chica de mis sueños.» Hacer lo imposible, transgredir y conseguir un triunfo al hacerlo. Lo malo se trastocaba en bueno. Las trampas en virtudes. La globalización en una manera de hacerte rico individualmente. Ser rico dejaba de ser un pecado. Era una necesidad, un peldaño que se podía dejar atrás para devenir en mega rico, ultra rico, estratosféricamente rico.

Entonces comprendió que la muerte de Diana Spencer sí había tenido un sentido. Alertar de que el único fin a la ambición insaciable es estrellarse. No hay otro. Tendrían que cambiar todas las religiones del planeta al unísono para encontrar uno distinto. Aun así, el espíritu de Diana se le había aparecido sobre las aguas para indicarle algo más: Diana murió para marcar la diferencia, el límite entre la última vez que el mundo entero iba a ser millonario y el lento proceso interior que convirtiera toda esa bonanza en las ruinas de nuestra decadencia. Su muerte es el principio de este fin. Solo que nadie supo ver las señales, empeñadas en aparecer bañadas en esplendor, engalanadas con glamour, ahítas de poder.

Fue hasta el asiento con la mano firme sobre su bolso. Recordó a su abuela Graziella haciendo el mismo gesto en su peluquería habitual. La amiga de la Modelo sujetaba una humeante taza de té, sorprendida de verla allí.

– Quiero el pelo corto. Exactamente como lo llevaba Diana el verano que murió.

CAPÍTULO 22

LA LARGA NOCHE DEL OVINGTON

Cuando entró en el Ovington su iPod sonaba con la selección del día anterior. Llegaba tarde, Joanie y Francisco comenzaron a aplaudirla tras el cristal de la cocina y a hacerle señales sobre su nuevo peinado. Decidió que no se iba a mirar en ningún otro reflejo prestado y por eso, por evitar superficies, alzó la cabeza y descubrió la mesa del fondo ocupada por la Higgins, el negro, la Modelo, David sin su novio y otra vez los «chicos maravilla», Borja y Enrique. Vaya, los había bautizado como «la Manada», sería más fácil, sencillo, describirlos con ese sustantivo y listo. Qué mal le sentaban las drogas a Higgins, en vez de adelgazarla la hinchaban. Y los «maravilla» realmente se vestían como futbolistas sin esposas. Ningún sentido de la combinación.

– Pero cómo manejas el tiempo de bien, querida Patricia. Nos quedamos a cuadros cuando desapareciste del country y aquí estás con ese hiper moderno corte de pelo.

¿Higgins llevaba un pañuelo o más bien era una peluca con pañuelo incorporado?

– David no sabe cómo pedirte perdón, hija. ¿Crees que podréis solucionarlo? En el interés de todos, claro -emplazó Higgins. David, como si no estuviera presente, agachó la cabeza y procuró hacerse invisible hasta que amainara el temporal.

– ¿Recuerdas a Borja y a Enrique, querida? Se quedaron desolados porque desapareciste del country como un ciervo espantado.

Patricia alargó su mano para saludarles, otra vez. Borja tendría en torno a los treinta y cuatro años, alto, con pelo y flequillo castaño claro, buena nariz, bonita boca, buenos dientes, habría estudiado en El Pilar de Madrid o en el Colegio Alemán de Barcelona. Madrid más bien, porque llevaba el cinturón y los zapatos del mismo tono, ese color teja tan absurdo y que tanto gusta a los españoles porque les recuerda el albero de las plazas de toros. Un hombre que combina el cinturón con los zapatos no debería sentarse en el Ovington, pensó, pero las reglas de un restaurante se escriben todos los días. Enrique era mayor, claramente había superado los cuarenta, lucía alianza y manicura a punto de caducar, bonitos calcetines gris oscuro, zapatos marrones, traje azul. Estaba hablando con una de las inglesas de la mesa, una chica con aspecto de ex modelo. Enrique seguramente llevaba más años viviendo en Londres y había adquirido el chic del expatriado, que suaviza los errores del origen y fomenta las cualidades de lo adoptado.

– Patricia es la tapa del frasco en Londres en este momento -sentenció la Higgins.

– Lo es donde quiera que vaya. Lo que pasa es que nunca se acuerda de nosotros. Alfredo y yo fuimos juntos al Colegio Alemán. A él le gustaba llamarme Mr. Gratis, porque siempre me las arreglo para que casi todo sea así -dijo Borja. Patricia no quería mirarle, le molestaba su acento pijo mezclado con cierto deje anglófilo, como si debajo de todas esas argucias hubiera un tono de hablar violentamente proletario. Pero le gustaba el olor de su colonia, un perfecto vetiver, áspero, seco, directo.

– Borja ha dicho que casi todo gratis. Esta vez va a pagarme esta magnífica cena -intervino Enrique. No tenía perfume pero sí mucho pelo.

– Alfredo y yo volvimos a vernos en una presentación de cócteles en Alicante hace un montón de tiempo -informó Borja, sonriéndole sin sonreírle del todo-. Esta tampoco es mi primera vez en el Ovington, vine a la inauguración, pero no pude hacer nada para que Alfredo o tú quisierais verme.

Patricia se sentó cerca de Enrique. Siempre hay que estar más cerca del caballero mayor. ¡Ya estaba con ellos otra vez y David le sonreía con los ojos y hacía señas de aprobación al pelo! Patricia decidió al fin regalarle su mirada a Mr. Gratis. Gran error, porque en el iPod sonó de pronto «Soldados del amor», la canción de Marta Sánchez que marcó el principio de los noventa en España. Podría pensarse terriblemente incongruente en el Ovington, pero poco a poco creó una suerte de techo protector para el encuentro entre ella, la pelicorta estafadora y Mr. Gratis. «Fuerte, fuerte, todo el mundo, somos soldados del amor, soldados sin amor.» Borja la miró con otra sonrisa. Eran iguales, sus ojos jugaban a esconder secretos y mantenerse alertas.

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