La fama catapultó a Alfredo a cenas que cada mes marcaban una época y encumbraban un plato. El Club House de salmón, langosta y vieiras tigre fue en la boda de dos familias judías que habían adquirido casi billón y medio de dólares en la compraventa de una empresa de plásticos absorbentes y materiales para la fabricación de pantallas líquidas. Cuando llegabas a la fiesta, cada invitado era multiproyectado en las eficaces pantallas que diluían su rostro en el decorado. La sopa de judías negras y la ternera cubierta de cerezas, en la noche Black and White homenaje a la orquesta nacional de un país del Este. La paella, tan amarilla y roja como la bandera española, para celebrar un triunfo de Nadal en el US Open, ya en el Screams, con la seguridad por la presencia de la Familia Real colapsando la puerta. Y la última cena en Manhattan, Marrero en la puerta esperando la llegada de Madonna y Kylie Minogue mientras iban desfilando todas las rubias, naturales y teñidas, del pop latino, y dentro, lo que se había denominado zona vip (el término que Patricia y Alfredo detestaban), iba llenándose tanto que los supuestos verdaderos vip comían los platos de minihamburguesas de buey de Ávila en la propia calle. Elton John vino con su esposo, lo recordaba Patricia, porque Lucía Higgins no paró hasta conseguir un autógrafo en su servilleta manchada de carmín. Y el esposo se acercó a Patricia para felicitarla por su traje, la cena y, sobre todo, Alfredo.
¿Ese fue el éxito? Se preguntó en voz alta en el interior del taxi que la devolvía a casa. El conductor creyó que le hablaba y Patricia le sonrió moviendo su mano a un lado. ¿Eso fue el dinero? ¿Ver a vips trasnochados comiendo en la calle? ¿Dejarse follar por Marrero para hacer de su amor una cotización? ¿Aprender a que le gustase un hombre detestable? Era un arte y que además exigía hacerlo todo con los ojos bien abiertos, son las putas esclavizadas las que los cierran. Su esclavitud era otra: recordar. Saber. Constatar. Tenerlos abiertos le había permitido organizar el colocón que la llevó hasta el country. Tener en su retina a la Higgins humillándose, rodeada de meados y semen. Tenerlos abiertos le permitió acercar a Alfredo y a Marrero y hacer que viajaran juntos.
Vio aproximarse las grúas silentes de las excavadoras en Tottenham Court para transformar Londres de cara a su cita olímpica de 2012. Obreros trabajando veinticuatro horas. Todo había pasado tan rápido. Esta vez las imágenes iban a acelerarse en su marcha hacia atrás. Vería a Alfredo besarla en la habitación desnuda de muebles en Gramercy Park, el primer apartamento que tuvieron en Manhattan. Y también lo vería besarla mientras ella le pedía a Fernando Casas que se fuera de su vida, en los últimos años de los noventa, en Barcelona, rodeados de sol y buganvillas que caían. Y también vería a Marrero cerrando la puerta de las suites de muebles negros y dorados, explicándole meticulosos planes financieros que ella debía convertir en recetas que Alfredo debería aprobar y presupuestos inflados hasta lo indecible para permitir al dinero sucio de Marrero blanquearse mientras ella sabía que cada salpicadura agrandaría el misterio del secreto.
El taxi había llegado hasta su casa.
SANTAS FLOTANDO SOBRE EL TÁMESIS
Alfredo apareció borroso en la pantalla del ordenador. David luchaba por concentrarse. Patricia estaba recostada contra la pared, sujetándose los brazos como si acabara de inyectarse heroína.
– No veo bien a Patricia -dijo Alfredo desde Nueva York, recibiendo también de manera borrosa a su hermano David. Patricia se aproximó a la pantalla y Alfredo estiró su mano para tocarla. O estaban todos muy cerca de la pantalla o realmente la cámara funcionaba fatal.
– ¿Estás bien? -preguntó Patricia-. Aléjate de la pantalla, por favor, te vemos como un píxel desorientado.
Los tres rieron. Alfredo se levantó de su lado, separó el ordenador, arregló mejor la silla, se fue hacia una esquina, Patricia comprendió de inmediato que se comunicaba desde la oficina trasera del Screams. Había otro píxel detrás de Alfredo, un televisor emitiendo noticias. Poco a poco el píxel dejó de agitarse y se adivinaban imágenes de un reportaje en la televisión. Alfredo aparecía subiendo el volumen y David repetía el mismo gesto en su ordenador. «Dentro de poco conectaremos con Screams, el conocido restaurante mexicano de lujo en el Midtown de Manhattan, donde Bernie Madoff celebró su última fiesta antes de entregarse al FBI acusado de la mayor estafa en la historia de Estados Unidos.»
– Oh, my god! -gritó David-. ¡Vas a salir en la CNN!
Alfredo seguía convertido en una imagen de plasma que hablaba con destellos de colores en la pantalla.
– Es grabado, y los cabrones se empeñan en llamarlo de comida mexicana. Fue mexicana la «última cena» esa -exclamaba Alfredo, Patricia sonreía queda, le gustaba cuando perdía los nervios de esa manera-. Ya ves cómo mienten, lo venden como una conexión directa y lo grabaron ayer por la tarde. Se les adelantó todo el mundo. Nunca he dado más entrevistas en mi vida.
– O sea, que ya das entrevistas. ¿No has ido preso? -preguntó Patricia, necesitaba saberlo.
– No puedo abandonar la isla al menos en una semana hasta que la policía y el FBI me hayan hecho las preguntas pertinentes.
– ¡Pero, joder, eres una celebridad, hermano! -exclamó David.
– Muy a mi pesar -respondió Alfredo.
– Oh, come on! -continuó David-. Ninguna celebridad consiguió serlo deseándolo, si no todos seríamos celebridades. Es la celebridad la que te escoge a ti. Y mira en tu caso cómo ha venido, ¡acompañado de un hecho histórico!
– Es una estafa, David, por favor…
– Pero ¿no te das cuenta de la repercusión? Aquí lo ponen en todas las noticias. E igual en España, en la cadena que quieras. Dicen que la conexión del dinero y las inversiones vinculadas es absolutamente global. En este momento todo el mundo sabe qué es Screams y quién es Alfredo Raventós.
– El tonto de Alfredo Raventós -corrigió Alfredo.
Patricia apartó suavemente a David de su primer plano.
– Todas las mesas del Ovington están reservadas esta noche, mi amor -le informó Patricia, la voz temblándole, iba a llorar delante de Alfredo, cada vez más borroso.
– Quiero estar contigo. Quiero que paremos este carro. Que pensemos si realmente esto era lo que imaginábamos. Llevo tres días sin dormir, atrapado en esta parte de nuestro pasado. Pensando en cómo éramos, Patricia, en cómo nos reíamos de los hermanos Casas haciendo esas ruedas de prensa sin saber nada de inglés; en las esposas de los embajadores españoles ofreciendo paella quemada y jamón de grandes almacenes. Eso era nuestra vida, cambiar todo eso, aportar calidad, elegancia, un estilo de vida. Y no conseguimos nada de eso, solo que el estilo de vida fuera cada vez más vulgar, más grueso, gente que antes nos daría miedo ahora convertidos en compañeros de viaje…
– Hermano, no te rompas, estamos todos intentando recomponer las piezas del rompecabezas -continuó David melodramático.
Alfredo pulsó el off en su ordenador.
Patricia no iba a llorar. Mucho menos drogarse otra vez. No era su rutina. Se podía meter de todo, no dormir, intentar controlar su mandíbula para que no la revelara de más, pero una vez iniciado un nuevo día no tomaba nada. Sus hábitos con la droga eran muy estrictos. Nunca dos gramos, por ejemplo. Nunca dejar de tomar agua, nunca asistir a un draculazo porque sí. El draculazo, un término que le oyó a David por primera vez, era ese momento en que la fiesta atraviesa el umbral de las seis de la mañana y el día se apodera de la locura y más que zombie pareces un desagradecido, un desheredado, un inmoral, deambulando casi sin fuerzas entre las personas que se despiertan y avanzan hacia sus trabajos.
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