Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– ¿Hay alguien ahí? -dijo entonces la Higgins, resbalando sobre la pista de excreciones que le impedían incorporarse. El negro, mientras, apretó sus dedos contra la base de sus testículos calvos y derramó un chorro directo a los ojos de la Higgins. Patricia quiso aplaudir, apretarse alguna parte de su cuerpo ella también y exigirle a su veloz cerebro que concluyera la dispersión sobre la corrupción y la depilación. Pero era cierto, cuanto más profundo se adentraba uno en los meandros de la ambición, más limpia se necesitaba la apariencia exterior, más desprovista de miserias y errores debería estar la piel que cubría nuestra monstruosidad.

– Patricia. -Ahora era David quien se le acercaba; se acababa de meter otra raya y tenía los ojos vidriosos, sostenía un gin tonic en una mano y la botellita de poppers en la otra, la estaba abriendo e iba a pasársela por la nariz. El hijo de Marrero subía detrás, sonriendo siempre con ese gesto idiota.

– Patricia -oyó decir otra vez a David, y ahora Pedrito completamente desnudo y girándose para desvestir también al hermano de Alfredo. Estaban en otra habitación al lado de la Higgins. Patricia pensó brevemente que David carecía de la belleza de Alfredo y que seguramente, de tenerla, la habría disfrutado más. En su defecto, había desarrollado ese cuerpo extraño de los gays, tanto músculo, pectorales medio inflados, pezones muy erguidos, una cintura constreñida. La piel parecía tensa, mientras que en Alfredo todo parecía mejor dispuesto, no había grasa y punto, los músculos se alargaban, estaban y no llamaban la atención. En David todo era más hosco. No le gustaba verlo así, pero tampoco podía evitar continuar sumando sus errores. La depilación, que era completa, radical, aportaba más extrañeza y perfil salvaje a su cuerpo. El hijo de Marrero también había erradicado el vello de cualquier parte de su cuerpo, incluyendo el culo que abría con sus palmas para que David introdujera su lengua sin dejar de mirar hacia Patricia, tan absorta en analizar sus físicos que no sentía nada, ni excitación ni repulsión por su inclusión en el acto sexual. Eran rojos, sus pieles, el iris de sus miradas, el centro de sus esfínteres, un tono rojo inducido por el láser de la depilación. ¿Podría preguntarles si habían acudido a ese lugar del Gayxample? El hijo de Marrero se tumbó sobre su espalda, las piernas en el aire, y David listo para penetrarlo. Volvió a escuchar a David, llamándola antes de iniciar la embestida. Vio el resto de la droga iluminada por un poco de noche, la aspiró y salió; bajó a la planta principal, realmente se sentía diferente al descender por unas escaleras de roble macizo, volvió a encontrarse con esos antepasados recién pintados y con el aire de Navidad permanente y escuchó villancicos salir del iPod. Avanzó salones hasta la cocina, qué raro, antes no había notado tanta distancia, abrió la nevera y tomó un buen vaso de agua fría, una de las locuras que la caracterizaban porque, como todo el mundo sabe, el frío no es buena idea para las encías después de un tiro. Buscó con la mirada a las personas que aún permanecían en el salón principal, vio al galerista introduciendo su cabeza entre las piernas de una joven poeta y a la Modelo, sola, engullida por un sofá, acariciándose el pelo y balbuceando con los ojos cerrados. Cogió su iPod y salió a la calle.

CAPÍTULO 20

EL SECRETO

Hubiera querido caminar hacia atrás como los cangrejos, retroceder hasta 1998, vendiendo pisos por cualquier esquina de Barcelona, vestida con un sastre beige de apariencia Armani, el pelo recogido en un moño porque estaba sucio, las uñas de color transparente y unos zapatos con buena plataforma, carísimos, de Prada (o era Miu Miu) de color melocotón, en los que había invertido la primera tarjeta dorada que le ofrecía la empresa inmobiliaria. Horacio, su jefe de entonces, la pinchaba, el cerebro y el culo, exigiéndole vender más, proponer más cosas para la web. La web, la web, era la palabra que más veces escuchaba. «La gente va a comprar casas de ensueño por la puta web», le decía, y ella se ponía a dibujar cuadrados que se sobreponían a otros cuadrados, ventanas de información para incorporar a la dichosa web. Había que lanzarla con una fiesta por todo lo alto, y ahí se le encendió la lucecita a Patricia. Alfredo, lo tenía que hacer Alfredo, el catering, el servicio, el buffet, lo que fuera.

Alfredo no fue tan receptivo. Le pareció despreciable. No era un cocinero de caterings. Pero ella insistió ofreciéndole cada vez más dinero o, en su defecto, pronunciando la frase que resultaba mágica en aquellos años: «El dinero es lo de menos.» Y Alfredo, bien que lo sabía, comenzó a pedirle que aceptara que la llevara con su coche por sus sitios de Barcelona con «I don't need this pressure on» de Spandau Ballet sonando en el compact disc del auto. Spandau Ballet, su hermana Manuela los había seguido por una gira europea, enamorada del rubio del saxofón y del cantante moreno. Después, con el tiempo, ese sonido extraño, medio funky medio jazzístico que había conquistado a la clase media y que empezó recibiendo el adjetivo de culto, terminó convertido en sinónimo de vulgaridad. Alfredo se sabía bien la canción. Fueron hasta la casa del padre de Alfredo, una vivienda pegada a una pared, abarrotada de libros y dos diplomas de la Generalitat por la calidad del servicio y el empeño en los fogones. La habitación de Alfredo, muy estrecha, espartana: una cama, una silla y varios libros sobre ella. Un armario con perchas vacías, dos camisas blancas, dos pantalones, uno caqui y otro azul marino. Una americana azul marino y otra negra. Enfrente, la habitación del padre y la madre de David, igual de austera. Al fondo un cúmulo de olores, lavanda y vetiver, y «Left to my own devices» de Pet Shop Boys sonando sin parar. La habitación de David, el hermano menor, era similar a una especie de armario por lo reducido de su tamaño, pero se veía a punto de desbordarse por la cantidad de ropa, discos, libros y revistas que se apilaban alrededor de una cama que parecía vertical.

Hicieron el amor, comieron un cordero riquísimo y fresas con nata que, según ella misma confesó, perdían a Patricia, y volvieron a hacer el amor en la habitación estrecha, y ella quiso explicarle quiénes eran sus padres y sobre todo quién era su abuela y por qué su hermana y ella la llamaban «El secreto».

Pero no lo hizo. Y Alfredo sí terminó haciendo, en cambio, el catering para la fiesta de la inmobiliaria e incluso tragó con que David asistiera y eligiera algo de música, como el «Left to my own devices» que resultó un éxito y que Patricia, vestida con un palabra de honor con mucha pedrería en torno al busto y en la cola de la falda, coreó imitando los gestos de los Pet Shop Boys.

Deberían haber permanecido así. Esa pareja, ese sueño cumplido, ese único éxito. Pero todo el mundo se empeñó en esos años en exigirse más, en superar un chiste con otro, una hazaña con otra, un sueño conquistado con otro.

Durante todo el año 2000, Alfredo y Patricia fueron los reyes de todos los caterings de Barcelona. Inauguraciones de tiendas de muebles italianos o de joyerías madrileñas con vips casi siempre importados de Madrid y cada vez con temas más complicados: maharajás indios, Memorias de África, tés ingleses, María Antonieta antes de ser decapitada o Napoleón conquistando Egipto, presupuestos precedidos de la frase «No importa el dinero» y empresas, muchas empresas de todo tipo: inmobiliarias, parkings que alcanzaban los veinte años, discotecas que celebraban mil y un actos, hoteles que abrían sus terrazas de verano. La comida viajaba de un continente a otro para ellos: dátiles con chocolate, chocolates con patatas, patatas con espumas de trufa, trufas con caviar y erizos, erizos con arenques nórdicos y arenques nórdicos con muslos de pato sobre cáscaras de naranjas mexicanas y fajitas aztecas con relleno de ternera gallega finamente picada. Variedad, sorpresa, cantidad, presentadas en decoraciones cada vez más voladas de David y Patricia, siempre acompañadas de una selección musical que no pudo ser más feliz cuando el iPod apareció al fin en 2005. Pero antes, y Patricia avanzaba forzosamente hacia ese antes en sus recuerdos, Alfredo y ella tenían a Barcelona convertida en una inmensa sala de fiestas a la que ellos podían satisfacer cualquier capricho.

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