– Mi novio tiene un restaurante muy cerca de aquí.
– Oh, qué maravilla, los italianos tienen la mejor cocina del mundo -dijo Emma.
– Somos españoles -corrigió Patricia.
– Desde luego, adoro la paella y la sangría.
– Pues el mejor aceite de oliva es español, solo que los italianos lo comercializaban desde mucho antes y mucho mejor.
– La comida británica es tan terrible. Qué sería de nosotros si no les tuviéramos a ustedes, los europeos -dijo Emma, ya sin medir nada de lo que contestaba.
Patricia aprovechó el instante sola en el amplio salón de Cadogan Gardens 12. Era la calle donde la Modelo había vaticinado que terminaría viviendo. Era el día perfecto para dejar de vivir prestado.
– Tengo un cliente en la próxima media hora, no, quiero decir, cuarto de hora.
– No hace falta. Lo tomaremos.
– ¿No quiere hablarlo con su… pareja?
– Mi marido está en Nueva York muy ocupado con el restaurante de allá. Me gustaría hablar con el banco lo antes posible. No será una hipoteca, pagaremos el monto del l é ase en efectivo.
Patricia extrajo una pluma y se dispuso a firmar. Era el contrato de opción. Nunca había firmado nada sin Alfredo al lado, pero había una distancia oceánica. Y tenía, en el pulso, en la cabeza, en la mirada, una determinación que solamente el haberse convertido en cómplice de una estafa histórica podía dar.
La de la inmobiliaria volvió a dejarla sola delante del ventanal. Patricia pensó que miraba un Hindenburg cruzar el cielo de ese pedazo de Londres. Y detrás el ruido de aviones alemanes sobrevolando la capital a punto de soltar sus bombas. Sirenas ululando y personas corriendo de un sitio para otro, mujeres llorando y otras dirigiendo personas, niños que hacían preguntas. «¿Dónde nos llevan, mamá? ¿Cuándo va a terminar esta pesadilla?» Y de nuevo voces femeninas que medio mentían, acallaban dudas, levantaban más sospechas. Y de pronto, la Reina Madre, mucho más joven que el recuerdo que tenía de ella, con una tiara de diamantes, mirándola directamente y llevándose un dedo con esmeraldón a los labios. «No digas nada, Patricia, no levantes la voz ni señales que me has visto aquí. Calla, ahora que ves cosas, no abras la boca. Ni cierres los ojos.»
Entró en el Ovington con esa sensación de rapidez, de que las cosas flotaban. Joanie estaba abriendo truchas para rellenarlas con alcaparras y otros productos muy ingleses; se veían preciosas, abiertas y casi rosadas con el verde de las alcaparras. Francisco se machacaba batiendo huevos para una serie de soufflés tanto salados como dulces y Pu, un nuevo empleado chino o coreano, tallaba vegetales para transformarlos en esculturas comestibles. Había mucha gente, tanto en la sala como en la puerta, y algunos se acercaban a saludarle y a preguntarle por Alfredo y cómo llevaba el estruendo mediático de la «última cena». Patricia sonreía y miraba los móviles de los que le preguntaban, abiertos en páginas de Facebook donde se debatía profusamente el tema del Cliente y también lo que Alfredo habría preparado para la cena.
– Nada de lo que pongan en Facebook puede ser cierto porque solamente los que estuvieron en la cena lo saben -dijo a uno de los caballeros, bastante atractivos y tiburonescos en vestuario y actitud.
– Tú seguro que lo sabes mejor que nadie -respondió uno en castellano. Patricia levantó la mirada de otra blackberry para observarlo. Sabía quién era.
– Borja, amigo de Marrero y de Alfredo, de hace muchos años.
– Sí, ya lo sé -respondió Patricia, dejándose sujetar la mano por el inapropiado caballero-. Sois inseparables tú y…
– Enrique -dijo el otro caballero, al lado de Borja-. Nos conocen como «los chicos maravilla», querida Patricia.
Patricia tuvo tiempo para observar bien sus trajes, de un solo botón, uno de rayas diplomáticas azul y el otro de ojo de perdiz, un material que tanto gustaba a su abuela Graziella.
Pero no había nada ni de diplomático ni de perdiz en Borja y Enrique. Todo lo contrario, eran sabuesos que venían en busca de su carne, su información, su atribulada verdad en el momento más inesperado. Un poco más allá vio entrar a Lucía Higgins, cada vez más gruesa y aparatosa, con un inmenso sombrero de terciopelo lila. Y detrás de ella a David y a Pedro Marrero Junior. Una manada. La manada del Ovington en el primer día de su vida de millonaria.
LÁGRIMAS DE DIAMANTE
«Me has visto llorar lágrimas de diamante, salen y continúan saliendo como si volaran, cada vez más rápido.» Iba escuchando una nueva canción de Passion Pit, unos jovencitos con voces de niña y sintetizadores a tope. Hacía horas que no estaban en el Ovington. Hacía horas también que se divertían sin atreverse a pensar que no deberían hacerlo tanto. Hacía horas, por cierto, que dejaron Londres atrás y cogieron coches sin frenos y se saltaron varias reglas de circulación y enfilaron hacia el country, ese territorio hiperinglés donde Londres se convierte en un satélite que nadie reconoce. Sentía la humedad en las manos y en la nuca y debajo del cabello. Los perfumes de todos los que la acompañaban allí: la Higgins, los inseparables Borja y Enrique liándose canutos, riéndose los chistes, deshaciéndose las corbatas y sacándose los zapatos para bailar sobre la moqueta, encima de las mesas, subiendo las escaleras hacia las habitaciones superiores con unas rusas que aparecieron de repente.
Era una casa inmensa, que parecía ya decorada para Navidad. Tan a principios de diciembre y el árbol listo para que fuera veinticinco y una gran familia de niños muy rubios y educados bajaran las inmensas escaleras de roble. En cada pared, retratos de antepasados que escalaban o descendían, nunca había sabido bien cómo se mide el abolengo, hasta el año 1300, y sin embargo, por la nitidez del óleo, incluso el olor, parecían antepasados pintados o retocados cada año. Alguien subía la escalera con mucho aspaviento y risa y le decía algo, no necesariamente agradable. Era la Modelo, vaya, también estaba allí, ¿tantas copas habría bebido que no recordaba lo que pasó entre cerrar el Ovington y estar ahora en algún condado a cuarenta kilómetros al sur de Londres, rodeada de cuadros de gente que a lo mejor nunca existió y enmarcados en maderas mucho más nobles y viejas que toda la historia que parecía emanar del conjunto? No encontró respuesta, solo el sonido de la canción de los Passion Pit, esas lágrimas de diamantes desparramándose en unas letras sin sentido.
Lucía Higgins abría una puerta, de algún aseo, o quizás un depósito de cadáveres, y salía de allí acompañada por un negro formidable. Cada pezón parecía un fruto inmenso, un cacao de alguna isla del Pacífico, un grano de café irrepetible, un coral atrapado en rocas submarinas. La cogía por la cintura con unas manazas atemorizantes, la apretaba y ella chorreaba como si fuera un helado derritiéndose en el verano.
Volvía entonces el estribillo y todos lo coreaban hasta ese wow! final que se oía justo antes de que una mandolina electrónica continuara imponiendo su compás y marcando el baile. David se extasiaba: «Qué divinos los Passion Pit», exclamaba, y levantaba sus brazos para terminar colocando las manos ante su cara como una vedette de cine mudo. Patricia estaba de acuerdo, eran divinos, nada más y nada menos, sobre todo porque cantaban como chicas y eran dos suculentos cachorritos cargados de modernidad. «Esa pequeña grieta de amor entre los dos, por donde colarnos.» Patricia sonreía, bajaba los ojos, se acariciaba un palmo de cabello y sonreía al galerista que les había llevado a aquella casa, a su cuñado y su novio y, cómo no, a la Modelo, integrándolos así a todos en la divina danza que protagonizaban. «Que no termine, que uno de nosotros apriete el play otra vez y los Passion Pit griten wow! y de nuevo avancemos hacia el reflejo» -gritaba David. ¿Hacia cuál reflejo?
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