Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Entonces vino el hartazgo y la frase de Alfredo, una noche en medio de una fiesta donde rifaban coches con relojes de último diseño a juego para vestir a los afortunados. «Estoy harto de las mismas caras», diría Alfredo mientras recibía la milésima felicitación por sus platos y lo que los barceloneses llamaban el «todo» que era la decoración, la música, Patricia y él: Harto de ver la misma gente y los mismos vips importados de Madrid. «Es que en Barcelona tenemos vips que no conoce nadie», aseguraban las empresas de relaciones públicas que les contrataban. David siempre era novio de uno de sus empleados, por lo general el más delgado y el que más fotos se empeñaba en hacerse con las celebridades televisivas from Madrid. Era esa gente, esa repetición, lo que le asfixiaba, y Patricia lo entendió de inmediato. En la empresa inmobiliaria de Horacio estaban comprando inmuebles en Nueva York. «El dólar está tan barato que es un crimen no hacerlo: hay que invertir en ese mercado cuanto antes.» Paco Rabanne había dicho que nadie debería tomar aviones ni trenes ni ningún tipo de medio de transporte, pero Alfredo y Patricia pensaron que lo mejor sería lo contrario. Celebrar el cambio de milenio en un avión. Aún no conocían a nadie con uno privado. No importaba, todo cambiaría en ese cambio de milenio.

Más que cambio, estalló. A lo mejor la profecía de Rabanne fue acertada, solo que el tipo de Apocalipsis que se esperaba era más convencional. Y este, en cambio, terminó por ser lento, diferente en el sentido de que en vez de destruir de raíz, con sacudidas, maremotos, fue sucediendo poco a poco y en varios niveles. Hubo tres movimientos brutales: las Torres Gemelas en septiembre de 2001 seguidas por la invasión a Irak en 2003 y terminando con el tsunami en Tailandia en 2004. Irak fue moralmente catastrófica para todos, incluidos Alfredo y Patricia, porque mientras Alfredo se manifestaba contra la guerra junto a todo tipo de personas y asociaciones en un Nueva York insolidario, ella ocupaba ese tiempo en reunirse con españoles que sí apoyaban la invasión y que requerían sus servicios para organizar los almuerzos y cenas de empresas privadas y públicas deseosas de sorprender a sus clientes en Manhattan. Alfredo lo pasó mal, odiaba cumplir con esos compromisos, pero pagaban bien, y podían utilizarse en sus curriculums para ahorrar el dinero suficiente para inaugurar su futuro local. La guerra, que iba a ser una cosa de tres días según muchos de los clientes españoles en los restaurantes donde trabajaba Alfredo, fue de bastantes más. Seguían engrosando curriculums y ahorrando dinero (menos Miu Miu, menos Prada, más originalidad en experimentos vintage que, mira tú por dónde, le habían dado el look que ahora llevaba en Londres) y Screams se inauguró finalmente en 2005.

Claro que fue un éxito. Aun más, el principio de un camino de mucho éxito. Alfredo era el capitán de ese éxito, mientras ella aceptaba ser la sombra, no la mujer en la sombra sino decididamente la sombra. Pudo ser una buena arquitecta, una buena columnista de temas varios en cualquier publicación mensual femenina, traductora de embajadores nigerianos en Barcelona, esposa de un millonario, relaciones públicas de una súper empresa audiovisual o puta de futbolistas más jóvenes que ella.

Era lo que era para Alfredo. La socia, la cómplice, la novia. A fin de cuentas, una mujer normal en un mundo dominado por hombres. Su hermana se lo había dicho: «Cuando nos damos cuenta de que no vamos a conseguir lo que querernos, nos ponemos a parir hijos.» Volvió a pararse en seco. ¿Había alguna parada de taxis en esa noche oscura del campo inglés? ¿Por qué siempre que sales de Londres todo es páramo y oscuridad? ¿Por qué la vida tiene tantos clichés que uno termina por volverse uno? La española rubia, de tetas grandes, dientes inmaculados y ojos saltones, colocada hasta la médula, perdida, desorientada en un páramo británico sin nombres ni señales. Marrero. Marrero, el nombre resonándole en la nuca. La primera vez, el salón de unos ricos venezolanos donde servirían un almuerzo siguiendo las directrices de un libro de cocina que Alfredo había comprado en una subasta latinoamericana en Sotheby's. Todos los platos tenían aceitunas, alcaparras, maíz y aguacate en forma de guisos, revueltos, más guisos con cerdo o gallina. Poquísimos pescados. Patricia bromeó con hacer algo completamente negro, similar al petróleo, y de hecho apareció una sopa de judías negras que Alfredo luego incorporó a sus exitosos menús del Screams. Era una casa en Park Avenue, un piso tercero, típico del subdesarrollo: buena dirección, altura equivocada. Era una cena, no un almuerzo, recordaba mejor, para celebrar al hijo de un ex presidente, y había varios cuñados y suegros de ministros del Gobierno español. Patricia necesitaba consultar algo con la dueña de la casa, había un celíaco entre los asistentes y lo dijeron a última hora, como cualquier cosa: «Ah, por cierto, el sobrino de la señora X es celíaco.» Por eso estaba en el salón principal, con la anfitriona exhibiéndola en plan qué empleada más bella tengo, qué bien se viste y qué baratos y eficientes son aquí en Manhattan. Para evitar escucharla, Patricia concentró su mirada en un estrecho sofá dorado tapizado en un arabesco también dorado con ramas de laurel muy verdes sobreimpresas. No era eso lo que llamaba su atención, sino la colección de bolsos Louis Vuitton dispersados encima. Eran el mismo modelo en los tres o cuatro colores disponibles. Cambió la vista hacia el grupo de damas presentes, señoras regordetas, muy maquilladas y fumando (la única casa en Manhattan que permitiría tal cosa), gesticulando mientras sorbían el vino y apuraban el tabaco. Reconoció a dos alcaldesas de perenne reelección y alguna ex compañera de Manuela de la universidad que se había mudado a Mallorca. Mezclaban cosas de Zara con firmas de lujo y hablaban de rebajas en todas partes. «El dólar está tirado, es un gran momento para todo aquí, hija.»

Y vino Marrero por detrás, con deseo de asustarla, solo que Patricia lo percibió, no por el olor (que era como un after shave con pretensiones de colonia), ni tampoco por el murmullo de sus pasos, sino porque sintió gusto al mismo tiempo que le indicaba su nombre: Marrero.

Pasó un taxi. El único en una larga caminata. El conductor la miró y Patricia sospechó que se le notaba el colocón. Unos metros más allá el hombre detuvo el coche. Patricia no aceleró, siguió su paso hasta abrir la puerta y subir.

Tocaba recordar la primera vez que se acostó con Marrero. Cerrando mucho los ojos, cuando consiguió llevarla al orgasmo y ella comprendió que tenía que pedirle algo a cambio. Él le propuso más: dinero para convertir a Alfredo en la estrella emergente de los cocineros españoles. Patricia aceptó otro encuentro en el Mark; siempre le gustaron las sábanas de ese hotel, era carísimo, los gin tonics sabían como si mojaras la cara bajo un manantial en Biarritz y, puesta a ser puta, Patricia sabía mejor que nadie que un hombre se enajena cuando eres puta en sábanas de hilo. Fue tantas veces al Mark en 2006, que cuando Alfredo le pedía acompañarle allí a algún evento ella se indisponía. Ese era un secreto gordo, duro, desesperante de ser descubierto. No sabría qué vestido llevar si eso ocurriera. Pero no era el más gordo. En uno de los encuentros, Marrero le enseñó la página en una revista femenina americana con la foto de Alfredo y detrás el cartel de una organización benéfica española con sede en Mallorca. Hicieron como seis cenas de gala y benéficas para esa fundación. Marrero ufanándose por conseguir nombres cada vez más rimbombantes.

No bastaba Julio Iglesias, tenía que ser Plácido Domingo. Y tampoco era suficiente Domingo, tenía que ser Penélope, y cuando esta declinó, Marrero quiso al resto de las actrices españolas de Hollywood. No podían por compromisos. Marrero entonces exigió la que más daño pudiera hacerles en Hollywood. Invitaron a Sharon Stone, si no recordaba mal, el taxi daba muchas vueltas, a lo mejor el taxista la sumergía en Hampstead Heath y la violaba sin saber que ella terminaría violándolo a él. No, no fue Sharon Stone sino una cantante, regordeta, de mal humor, abriendo su cartera para contar el dinero contante que le había dado el propio Marrero. Y siempre esas señoras españolas con pelos súper cardados y los bolsos de Vuitton, cambiando de modelos pero repitiéndose en cantidad. Las cenas se repitieron, el sexo salvajote, molesto, rudo de Marrero, también.

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