Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos
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Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.
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Nadie pidió que se repitiera la canción, por lo que a esta le siguió «Rapture», de Blondie. David batió algunas palmas y comenzó a explicarle algo sobre el tema: «El auténtico gran clásico de los ochenta. Se adelantó a todo; un rap negro cantado por una diosa rubia». Patricia asintió y decidió ir hacia el cuarto de baño, pero la cocina le quedaba más cerca y prefirió entrar en ella, buscar el fregadero y coger el agua de allí para pasársela por la frente y luego apoyarse contra el refrigerador para ver la fiesta de lejos, sin ella. Allí, con la cabeza ladeada, una mano con la palma hacia arriba, la otra cerca del lazo del pantalón y los pies cruzados, pensó que hacía mucho tiempo que no se divertía tanto, y se sintió emocionada como una niña que sale por vez primera hasta esas horas de la madrugada. Ni siquiera aguantó hasta tan tarde el día de la elección de Obama, al principio del larguísimo noviembre, obstinada en mantenerse despierta delante del televisor que escupía los resultados de los Estados de la Unión donde ganaba o perdía el candidato demócrata. Patricia recordó que, precisamente hacia las tres, ella y Alfredo habían decidido cantar una estrofa del himno americano, cuando en la televisión anunciaron que, tras la victoria de su partido en Oregón, Obama era ya el 44.° Presidente de los Estados Unidos de América. Alfredo siempre estaba allí. Móvil en mano marcó dígitos, pero ninguna respuesta. Dormiría. Volvió a marcar, si lo cogía no le preguntaría sobre el dinero, podría contarle que abrir y cerrar el Ovington sin su presencia había resultado agotador esa noche. Al final se ocuparon catorce mesas, no estaba mal, pero todo se complicó cuando David apareció de repente anunciando, presa de la excitación, que vendría un crítico del Time Out que había conocido en Ibiza. Sin embargo, todo salió maravillosamente bien, incluso fue un éxito la selección de las canciones que había preparado para esa noche en su iPod. Tan bien quedaron que, de hecho, seguían escuchándose ahora en aquella fiesta improvisada en casa de un amigo del galerista. «Rapture» terminaba, le seguía «Chic» y David y su novio animaban el baile. Pero ella comenzó a cansarse de seguir observando.
La casa tenía dos plantas, mucha fotografía, dos Mapplethorpe auténticos, uno era, como no podía ser de otro modo, de una orquídea floreciendo, y el otro retrataba a un negro sin rostro con la polla fuera. Había también un Cartier-Bresson que parecía un Avedon, o quizás había bebido tanto que su cabeza confundía autores. Subió la escalera, la verdad es que estaba buena la cocaína, reflexionó, porque veinte minutos después del último tiro, cuatro canciones bailadas a toda velocidad más tarde, aún sentía su amargor resbalándole por la garganta y la sensación de que sus gestos eran más cinematográficos que de costumbre. Se rió y alcanzó la segunda planta cubierta enteramente, por supuesto, por una moqueta color caramelo, o toffee. Alfredo siempre decía que los americanos lo coloreaban todo de beige. «Un país cubierto de beige.» Los ingleses, en cambio, lo hacían de toffee, que es más espeso, más cercano a un beige primigenio. Se estaba partiendo de la risa, y delante de las puertas de los dormitorios prefirió ahogar su sonido colocándose la mano frente a la boca, tal y como hacían la pareja de orientales que cenaron esa misma noche en el Ovington y que ella había estado observando con tanta atención. Al parecer, habían ganado un concurso de algo y visitaban Londres como parte del premio. Les regaló una botella de champagne inglés y una porción extra de helado sobre el chocolat fondant. Alfredo, perdóname y perdónanos a tu equipo por colarte un fondant en el Ovington, le suplicó en su mente. La puerta de uno de los dormitorios no estaba completamente cerrada y la empujó suavemente; percibió un olor fétido, como de queso abandonado en una nevera durante varios meses. Le afectó, al punto de provocarle casi una arcada. La culpa era de la sensibilidad arbitraria que la cocaína fomenta. De tanto emplear la nariz, es como si se perfeccionara una parte de ella que percibe intensamente olores cargados, y en el mundo contaminado en que se movía todo eran olores cargados. La mostaza sobre la salchicha recién hervida, la col guardada en los recipientes de aluminio, la dulzura del chocolate derretido. Almendras despejadas de su piel. Ese tipo de olores eran particularmente notables bajo el colocón cocaínico. Los fétidos también; corporales; perfumes muy caros y muy baratos. La inmensa democracia sensorial de la cocaína, que sirve también para definir si es de buena calidad: si hueles mucho, sientes mucho, hasta el mareo, es buena mezcla. ¿De qué? De todo con lo que la mezclan en Europa, pero con buen resultado de laboratorio. Vaya, estaba bastante arriba, se hacía preguntas a sí misma y las respondía.
Oyó un ruido, una gotera o tal vez una piedra que tropezaba con la pata de una mesa, el viento de la calle hizo que la puerta de un pequeño balcón se abriera y la fetidez se evaporara lo suficiente para permanecer allí y percibir en la penumbra la cara roja de Lucía Higgins que no dejaba de resoplar, sus tetas sujetas por las manazas del negro que la embestía por detrás. La Higgins escupía y exigía cosas como si estuviera en una película porno: «¡Fóllame el culo, así, fóllame el culo!», pero sin poder evitar dejar de hacer sus típicas preguntas: «¿Puedes hacerlo, puedes meterla más adentro? ¿Lo estás haciendo? ¿Me estás follando viva?» Regresó al pasillo procurando contener la risa y al mismo tiempo la arcada. El iPod escupía ahora «Irreplaceable», de Beyoncé. Por favor, ¿podía ser la peor canción en el peor momento? Esa Beyoncé Disney diciéndole a un viejo amor que «vaya a la izquierda, a la izquierda, todo lo que posees en la caja a la izquierda». Intentó seguir su propia coreografía en el pasillo de la segunda planta, la Higgins aún preguntando al otro lado del dintel si el negro sentía cómo deglutían sus labios el poderoso miembro y añadiendo adjetivos gordos, gruesos, grandes, a la misma pregunta. El paso de un coche iluminaba las ramas del árbol y su reflejo destacaba el voluminoso cuerpo de la Higgins exactamente sobre las veinte uñas, como le decía al negro. No a cuatro patas, que era poco, sino sobre veinte uñas, para demostrarle así, siempre, más. Jadeaba, la cabeza parecía un pelele que colgaba de sus hombros, los labios más abultados de lo normal, que ya era mucho, los ojos saltándole, el negro bufando y embistiéndola al punto del agotamiento. Eran dos cuerpos profusamente depilados y resultó curioso para Patricia alcanzar a ver ese detalle. Higgins tendría más de cincuenta años, pero tampoco mucho más, el negro quizá poco menos de treinta, y le resultó más comprensible que, por su edad, él se hubiera aplicado tanto en eliminar todo vello de su cuerpo. ¿Cuándo empezó toda esta obsesión por la depilación? Patricia se rió de las divagaciones de su propio cerebro. Hacerse esa pregunta delante de aquel par de cuerpos que se daban placer gracias a obscenidades y posturas bestiales. Pero, de verdad, ¿cuándo empezó esa obsesión por ofrecer la piel como una lona sin errores? Un poquito antes del año 2000, se atrevió a responderse. Otra luz de coche que pasó iluminando las ramas y el reflejo de aquella desorbitada escena sexual en la habitación. «¿Quieres pegarme, verdad que quieres pegarme?», exigía en forma de pregunta la Higgins y Patricia, apoyada en el quicio de la puerta, seguía barruntando y mezclando ideas sobre la depilación. Fue definitivamente en las películas porno de principios de este nuevo siglo cuando empezaron a verse esas vaginas sin nada de vello, lisas, extrañas, sobrecogedor indicio de que las fronteras entre la pederastia y el sexo de la clase media se volvían borrosas, resolvió. La depilación, en efecto, es buena prueba de ello, continuó con su argumento. Aniña y al mismo tiempo ofrece una sensación de salubridad. Cuesta mucho adquirir ese nivel de limpieza física a pesar del dolor, tanto en el brutal sistema de la cera como en el seco y maltratador de la depilación láser, es caro, seguía meditando mientras la Higgins aullaba y exigía más golpes, embestidas y meadas. Cuando los hombres descubrieron la depilación, también gracias al porno, fue el final de los testículos barbados. A Patricia le divertían, pero más de una vez pilló a Alfredo pasándose su epilady mientras estaba sentado en el wáter y no pudo evitar sentir una cierta vergüenza ajena. Era agradable acariciarlos y también mordisquearlos y chuparlos así, aunque esa ausencia de barbas eliminaba para siempre el gesto cómplice de sacarse después pelitos de la lengua. Y después, una vez conquistados los testículos, vino el turno del escroto y el interior del culo. Alfredo jamás llegó a tanto, y en una ocasión le explicó a ella, solamente a ella, que no necesitaba ese proceso porque, así como no tenía vello en las fosas nasales, la naturaleza le había dispensado de la grotesca existencia de aquellos también entre sus nalgas. Pero no importaba; con o sin él, el auge de la depilación había logrado un lucrativo e importante negocio gracias a esa parte íntima de la anatomía masculina, y a tal efecto recordó una peluquería en la frontera del Gayxample en Barcelona donde ofrecían «láser para la oscuridad», y cómo veía entrar en él a ese primer jefe que tuvo en Barcelona y que salía del local, horas después, casi sin poder caminar y con el rostro reflejando aún las señales del grito permanente. «No confíes mucho en el láser, porque el vello vuelve a crecer si eres muy moreno», le había advertido alguien, seguramente David, tan enterado, pero a Higgins aquello le daba igual, reconoció Patricia, porque ahora bajaba los decibelios de su grito ya que, al fin, el orgasmo había alcanzado su esplendor. Comprendió entonces que no podía seguir allí, observando a hurtadillas cómo se movía, como un tiburón despedazado y despedazador, rodeada de orines, semen, salivazos, llantos vertidos por las bofetadas recibidas y, por supuesto, nada de vello en el cuerpo del negro, tanto en el de la Higgins. ¿Será que existe una correlación entre corromperse, volverse esclavo de tus adicciones, tus caprichos, tu forma de ganar poder y dinero, y esa manía por eliminar el vello de tu cuerpo? Pensó Patricia, todavía espiando.
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