Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Se movió levemente y podía ver lo que escribía la señora, sus manos temblando ligeramente y su mirada consultando el reloj encima de la línea de nombres y números en rojo que descifraba los movimientos de bolsas en Japón y Europa. El reloj marcaba 08:58. Alfredo bajó la mirada hacia la pantalla del ordenador. Fue más rápido que los célebres dígitos moviéndose fugaces. Pero no pudo ver nada. La mujer apretó el enter y las palabras titilaron hasta ser tragadas por la oscuridad de la pantalla. De inmediato oyeron las alarmas, la voz altisonante del agente de seguridad diciendo «esto no puede estar sucediendo» y una horda de policías armados hasta los dientes y cubiertos por todo tipo de prendas irrumpieron en el edificio, atiborraron los pasillos y exigieron que los ascensores bajaran y subieran lo más rápido posible. Eran cientos, había camiones negros apostándose sobre las aceras delante de la entrada del edificio y neoyorquinos deteniéndose en el frío glacial en la avenida antes desierta como si una película de catástrofes se hiciera realidad. La señora de mediana edad, ya sin habla, sin color, le indicó que era mejor que se fuera de allí.

Alfredo avanzaba por entre los policías convertidos en militares de una dictadura africana con rascacielos. Le miraban pero no le detenían. Claramente, no venían a por él. Alcanzaba la calle deseando llamar por el móvil a Patricia, daba igual la diferencia horaria. ¿Qué hemos hecho, amor mío?, pensó y luego, cada vez más enfurecido, quería detener a los policías y decirles que buscaran: Isla Prima, subasta de animales raros, Miró el edificio, creyó que el lápiz de labios se enroscaría y el asfalto lo tragaría. Había más curiosos cada vez y una pequeña manifestación de ex trabajadores desplegando una pancarta: «¿Era todo verdad, Bernie?», y tres, cuatro, seis camiones de las televisiones rechinando sus frenos y descargando cámaras y mujeres reporteras alisando faldas y pelos.

Alfredo abrió con sus llaves el Screams y encontró a Carmen, la señora colombiana que limpiaba cada mañana a las nueve y cuarto. Ella le dijo que parecía un fantasma, que si podía llevarse el pavo de mentira para el próximo Día de Acción de Gracias y si habían dejado algún tupperware para sus niños. Alfredo contestó a todo que sí y que Patricia la extrañaba mucho en Londres, y Carmen le preguntó si no volverían nunca más a Manhattan, que la gente era más simpática. Alfredo se deslizó hacia la oficina de detrás de la cocina; estaba vacía, todo su contenido formaba ahora parte del Ovington, pero en el suelo permanecía la vieja televisión Sony de diecinueve pulgadas. La encendió y vio el edificio que acababa de abandonar y la cara y el nombre de Madoff encima de la palabra «Fraude», el más grande en la Historia de América.

Carmen entró en el despacho con una sonrisa radiante.

– Señor Alfredo, le están esperando en la puerta.

Alfredo sintió un frío que le retorcía las manos y le volaba los ojos. Detrás de Carmen se veían destellos. Cuando salió al salón creyó que la falsa selva de la cena de Acción de Gracias se movía bajo una tormenta tropical. Una de las iguanas del decorado se desperezaba, lenta, luego nerviosa, como la manta-raya en el acuario, alerta ante los flashes, el ruido de las cámaras, las voces gritando el nombre del Cliente, una frase organizándose en miles de labios: «Su última cena tuvo lugar en este restaurante…» en muchos idiomas, que iba reconociendo, mandarín, ruso, alemán, francés, griego, algo como portugués, repitiéndose las palabras ante los ojos aterrorizados de Alfredo.

LONDRES

CAPITULO 17

DISCULPA SI TE HE HECHO DAÑO

Patricia sí había dormido bien. Pero la perseguía esa conciencia estúpida de haber acercado, si no directamente lanzado, a Alfredo a las fieras. Estúpida por innecesaria. Lo había arrojado, punto. ¿Para qué martirizarse si sabía que un solo paso dado por Alfredo repercutiría en millones de euros, dólares, libras y yenes para ellos? Luchaba por dibujarse una excusa, pero siempre que buscas una excusa surte el efecto contrario, te inculpa más. Si tuviera que aceptar que, en efecto, sabía más de lo que había dicho con respecto a la cena de Acción de Gracias, podía escudarse en el hecho de que en una relación como la de ellos unas veces ella era novia y otras productora. Y que esta era una ocasión que la productora no podía aceptar que arruinase la novia.

El dilema estaba en que como novia también requería múltiples disculpas. Más que estrellas en el cielo, como rezaba el slogan de la Metro Goldwyn Mayer y que para Patricia era otra de esas frases hechas con las que salpicaba sus trenes de pensamientos. Más estrellas que en el cielo, se repitió hasta llegar a comprender que, en efecto, solo en el cielo habría escrita, dibujada, una solución para su caos.

Alfredo no salía del shock. No hacía preguntas, temeroso de tener el móvil pinchado. Cada comunicación con él, vía móvil o pantalla de ordenador, terminaba con la misma secuencia: su rostro aterrorizado y cada vez más delgado; una pregunta: «¿Por qué me habéis escogido?», y una especie de manifiesto-súplica: «Yo tenía un talento, ¿en qué me has convertido?» En un millonario, se apresuró a decir Patricia. Mala idea, al parecer Marrero había utilizado la misma expresión. Además ella le daba la razón: no querían ser millonarios, no de esta forma tan insólita y misteriosa. Querían…, querían vivir la vida de una manera distinta. ¿Distinta de quién? De los mediocres, de los que no se arriesgan a ver y a buscar cosas que no conocen. Pero las habían conocido, a veces demasiado desnudas, demasiado expuestas. Patricia quería encender el ordenador y marcar el teléfono de Alfredo y decirlo todo, pero la detuvo la hora. Nueve en punto de su mañana y, aunque las tres de los Estados Unidos era una hora todavía activa para un cocinero, no podía arriesgarse a despertarlo y lanzarse cuatro, cinco verdades a la cara.

Una vez abierto el ordenador, el desayuno a medio morder, una rebanada de pan de espelta encima de otra rebanada de salmón escocés y un tazón de café con leche, Patricia repasa el estado de las cuentas principales. El gran ejercicio: pulsar la diminuta pulga negra en el extremo del ordenador, introducir la contraseña y acceder a la página web de la recuperada empresa puntocom y de nuevo pulsar las siguientes contraseñas asociadas a las canciones que a la vez despejaban el camino para adentrarse en los servidores externos que llegaban por fin al tesoro. La cuenta de Aruba tenía más dinero, la de Jersey y la de Liechtenstein también. Mucho más de lo que había acordado pagar el Cliente. Sucedía desde hacía una semana, ingresaba dinero a ritmo de los años dos mil, tres mil dólares diarios. El total de esas cuentas no podía superar los cien mil, y por eso tenía que trasladar esas mismas pequeñas cantidades a la cuenta de Río de Janeiro, la de la fallecida María Jesús Cobo. Lo hizo, cómo no, fácilmente, como trasladar un documento inútil a lo largo de la pantalla hasta la papelera. El dinero que Alfredo había puesto en China para la sociedad alimentaria productora de langostinos rayados también tenía más dinero que lo alcanzado en la subasta. Alfredo le había contado entre sollozos la subasta. Ella le calmó, era buena idea, Marrero no quería hacerle daño alguno a pesar de sus modales y aspecto.

Revisó entonces la cuenta de Marrero. No lo había hecho desde la noche en que, completamente colocada, consiguió que su hermana Manuela le permitiera acceder a esta empresa cibernética de servidores para facilitar recursos de Internet a países no desarrollados, esa loable, altruista empresa puntocom que escondía su propia red de paraísos fiscales. Abrió la cuenta de Marrero. Era increíble, si el dinero era como reptiles, en la cuenta de Marrero corrían a toda velocidad los últimos dinosaurios escapando del fin. Dinero, muchísimo dinero.

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