Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Todo lo que compre aquí.

– Exacto. Estos animales son los más caros del mundo. Son especies raras, muy raras, que han sido «cazadas» en varias partes de la Tierra. Gallinas de Nueva Guinea, media docena de ellas juntas valen, por ejemplo, trescientos mil dólares. Igual que los pavos de una granja de Kentucky, también están aquí. Y luego los pescados de la subasta. Auténticos monstruos del fondo del mar, de muchos mares.

– No lo creo.

– Tienes que creerlo, es lo que tiene el dinero. Puede que una silla te parezca que puedes comprarla por diez euros y en un lugar como este te pidan diez mil. Lo crees y pagas. Cada vez que pagas, compras, más dinero en circulación. Mientras más dinero en circulación más burbuja, más sensación de bienestar. Funciona así y no lo he inventado yo.

– Mientras más animales me lleve, más dinero estaré poniendo en la cuenta de Aruba.

– Un diez por ciento por el valor declarado de cada animal. Y no olvides, tienes que escoger lo que emplearás en la cena.

Alfredo miró el campo por el que se desplazaban. Una fauna extraordinaria, vacas que parecían pastar en Escocia, ovejas que se arrinconaban disgregadas en una ladera que podría estar en Nueva Zelanda, inmensas guacamayas revoloteando alrededor de pollos de imperiosos plumajes, perros altísimos, caballos de crines hiperrelucientes.

– Si algo pasara en el imperio financiero del Cliente, nadie se imaginará que en esta isla está buena parte del dinero.

– Pero ¡si son solo animales! -exclamó Alfredo.

– No, Alfredo, te obstinas en no entenderlo. Son dinero que corre libre por unos prados artificiales y reales al mismo tiempo.

– Había pensado en platos más mexicanos, más pavo en vez de pollo por tratarse del Día de Acción de Gracias. No se me había ocurrido cocinar pescados ni crustáceos.

– Pues medítalo ahora y prepárate para ello. Hay también un huerto al final del recinto, para que selecciones todo lo que necesites. Y un corral, porque si has decidido que tenemos que llevar aves, lo haremos. Pero pon el dinero en los peces.

– ¿Por qué me han escogido, Pedro? -dijo entonces Alfredo.

– Por nada y por todo, pero sobre todo por la salud de tu hermano y la de mi hijo. Necesitamos el dinero, los dos.

– Es una mierda de excusa.

– Aprende a utilizar las palabras correctamente, Alfredo. Solo por llegar a esta isla ya eres un elegido y, como tal, has de seguir eligiendo. Tu deber ahora es ayudar, ayudar a muchos haciendo que sientan un instante de felicidad gracias a un buen plato. Así dejarás en todos nosotros un buen sabor de boca: hoy en la cena del Cliente; mañana, en la vida de tus seres queridos. Siempre el buen sabor, Mr. Sabor de Boca.

Alfredo se quedó allí, demasiado perplejo para hacer nada más. No se trataba de utilizar esos animales en realidad, pero sí de justificar todo el dinero que emplearía en «comprarlos». Pero no compraba, solamente estaba excusando un gasto, una cifra inusitada en elegir esos animales irracionales pero verdaderos.

– Dame tu documento de identidad -prosiguió Marrero-. Lo necesito para inscribirte en la puja.

Alfredo llevó su mano hacia su bolsillo trasero. Siempre llevaba su cartera allí y, en ella, su DNI, del que no se desprendía jamás, al igual que Patricia.

– De paso estableceré tu cuenta personal en la oficina de un banco chino en Siam -añadió alejándose y blandiéndolo en alto como si fuera un pañuelo blanco en una corrida de toros. Allí terminó de entender todo el procedimiento. Estaban blanqueando dinero, mucho dinero, en un lugar que solo conocían los verdaderamente privilegiados.

¿Puede un hombre negarse a formar parte de algo así? ¿Gritar, pedir auxilio, descerrajar una pistola encima de Marrero? No. Tenía que preparar una cena y cobrar sus honorarios por hacerla, por encima del dinero que estaba movilizando, escondiendo, trasladando en esta bizarra pero real operación y situación. Era demasiado y ese demasiado servía para empujarlo hacia delante. Ya imaginaría cómo explicarse en qué se había convertido. Un cocinero, era su frase para todo, es un hombre que siempre tiene soluciones.

Alfredo paseó dos veces por la extensión de aquel mercado oceánico y terrenal como un Noé inesperado y al servicio de un dios menor pero goloso. Por alguna razón le pareció que la cena de Acción de Gracias para la cual había sido contratado escondía una despedida, quizás un suicidio, un acto irreparable de su organizador, ese diosecillo propietario de la isla, a lo mejor del avión, de la habilidad de Marrero para moverlo todo y de él mismo. Y que, de ser así, era la explicación bendita para lo que hacía. Estaba ayudando a que el mundo no terminara de colapsarse. Ese dinero que habitaba en las plumas y carnes de esos animales era como una iglesia del ahorro. Un último escondite alejado de la avaricia, de la manipulación y la especulación. Alejado de los bancos y del pavor de los empobrecidos, la ira de los engañados. Todos aquellos animales se movían a su alrededor en una abigarrada coreografía. Pavos de plumas sedosas, gallinas blancas con su carne fibrosa que le desafiaba a emplear en ellas horas y horas de cocción hasta poder hacer con sus cuerpos esas ensaladas cargadas de mayonesa y patatas que tanto gustan en las cocinas del Caribe. Cerdos con piel hidratadísima, sin pelo alguno, sonrientes como si fueran clientes de una masajista estupenda. Verduras saturadas de color, espinacas de hojas muy largas, lechugas que respiraban agua y que invitaban a ser partidas. Y, lo más hermoso, todo ese mundo marino detrás de los inmensos cristales que le hacían pensar en Patricia y él mirándose en cualquier espejo, las puertas de las neveras en el Ovington, confirmando que la belleza gusta de los monstruos y al revés.

El recinto comenzó a llenarse poco a poco de gente, todos con los relojes gruesos, las camisas hiperplanchadas, los cuellos altos atenazando nucas regordetas. Todos eran monstruosos. Le pareció escuchar una algarabía procedente de un grupo de caballeros orientales y algún que otro musulmán en torno a una sobrecogedora manta-raya que se desesperezaba en uno de los gigantescos tanques. Aplaudían, gesticulaban, se tapaban los ojos y la boca y a ellos se unían mujeres a medio vestir, claramente prostitutas de todos los colores y edades, como si fueran una seña de globalización, escasamente cubiertas por mini prendas de diseñadores caros. Patricia nunca se vestiría así. Por mucho que bordeara ese estilo jamás llegaría a ese nivel de subversión consistente en gastar ingentes cantidades de dinero en una simple lycra de color chillón. Ellas se asustaban, se estremecían y se refugiaban alrededor de los flácidos brazos o sobre los abultados estómagos de los caballeros. Alfredo pensó en El jard í n de las delicias, el cuadro de El Bosco que, junto a su padre, contempló en una visita a El Prado. Recordó la laguna que ocupaba el centro de la pintura, una especie de piscina salpicada por níveas jovencitas, rosadas y desnudas mientras a su alrededor desfilan o cabalgan guerreros con sus armas y escudos. La escena nunca podría ser semejante porque lo que estaba viendo ahora era torpe, grosero, vulgar. El triunfo de la vulgaridad, podría titularse este espectáculo. La manta-raya iba adecuándose a su nuevo hábitat y aleteaba y buscaba la comprensión de su nuevo territorio. Repentinamente, el animal decidió rebelarse y mover las aletas como si quisiera generar un remolino, una sacudida y súbitamente el agua pareció ir a quebrar el cristal y las putas y los hombres de negocios gritaron y jalearon todavía más. Un hombre maduro y señorial, vestido con el uniforme de una conocida casa de subastas, dio entonces inicio a la puja por el gigante acuático. Comenzaron a escucharse cifras cantadas en yenes, en dólares, en euros y en monedas latinoamericanas. Alfredo buscó a Marrero y lo encontró armado con dos teléfonos y vociferando, gritando cifras en las mismas monedas. De pronto la manta-raya se movía como King Kong llegando a Manhattan. ¿Cuánto podía pagarse por esa monstruosidad?, ¿qué uso iba a dársele?, ¿cuándo terminaría toda esa locura? Las cifras crecían y el animal se batía con mayor rabia todavía. Abrió la boca, enorme, engullidora, oscura como el reflejo de un espejo ante la laguna Estigia, y las prostitutas se echaron a llorar y comenzaron a correr para apartarse del cristal. Pero los hombres las obligaban a acercarse otra vez, aplastándolas contra los cristales.

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