Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Patricia le preguntaba si estaba bien.

– Estaba matando a Lucía Higgins en un sueño.

– ¿La envenenabas en el restaurante? -preguntó.

Alfredo rió y se refugió en su cuerpo. Sudaba, Patricia siempre sudaba por la noche.

– Tienes miedo de ir, ¿no?

– Siempre preguntas si tengo miedo por algo, Patricia.

– Te asusta volver tan pronto, no llevamos ni tres meses aquí…

– … Y ya tenemos a Lucía Higgins en nuestras vidas.

– Es buena idea que vayas. Esa gente siempre se ha portado bien con nosotros.

– Son ladrones, Patricia.

– No, Alfredo, son inversores.

– ¿Y qué significa que alguien se porte bien con nosotros, Patricia?

No quería ver el reloj, serían las cuatro, las cinco, las madrugadas pasaban lentas en el Reino Unido, en cualquier estación. Patricia no respondía. Él decidió levantarse e ir al salón. El frío era un invitado, lo veía moverse detrás de él intentando adquirir su silueta. Los ingleses creen mucho en el frío y lo tratan como si fuera alguien, les gusta estar con él. Los cristales, por más que llevaran doble protección, siempre le dejaban colarse. En Inglaterra las comunidades de vecinos o los responsables de los barrios no siempre autorizaban instalaciones modernizadas y este era, por desgracia, el caso: las ventanas del salón no podían cambiarse sin que el ayuntamiento diera su permiso. Durante la noche parecían traslúcidas, por el día iban empañándose debido a la respiración de sus ocupantes aunque no estuvieran dentro de ella. Humo posado en los cristales que los hacía más verdosos o más grisáceos según fuera moviéndose el débil sol del primer invierno. Entendió por qué los colombianos se mostraban tan despreocupados con su propiedad inglesa.

Decidió permanecer allí, acompañado del frío y de unos cuadros inmensos de junglas colombianas y el Botero con la figura gordísima de una mujer acariciando un gato igual. Siempre tan dispar, cuando vives prestado los cuadros no combinan con tu pensamiento, mucho menos con el clima. El frío, los cuadros, el azul hielo de las paredes y el marrón color bosque de la mesa del comedor hicieron que le entraran ganas de preparar una tarta de manzana. Mala señal, se dijo, tan mala como comenzar a anudarse la pajarita. Estaba en crisis, constató, le sobrevolaba esa cifra escrita a toda prisa en la parte de atrás de la tarjeta de Marrero.

Y tuvo la epifanía esa de la que hablaba su padre de que en el momento más inesperado alguien te enseña tu precio.

CAPÍTULO 14

EL VIAJE A LA ISLA PRIMA

Un dígito reptó en la pantalla de un ordenador y corrió, igual que una iguana en el calor, hacia una esquina. Alfredo entró en el avión.

Qué presuntuoso resultaba el mueble-bar de acero inoxidable en el medio de pasillo, qué exagerado el espesor de la moqueta color dulce de leche. Patricia, que tenía mejor ojo que él para combinar cosas, habría aceptado la moqueta, pero tal vez en un tono menos intenso, algo más oscuro. La madera que recubría las paredes era de wengué, ¿de qué otra madera podía recubrirse un avión que solo tenía diez años? Alfredo recordó que su hermano David dividía a los ricos entre los que tenían habitaciones forradas de wengué y los que solo poseían determinados objetos de esa madera oscura, tan africana que fue socia fiel de la estética minimalista de los últimos años noventa. Sí, continuaba mirando la decoración del avión privado y anotaba cómo el wengué parecía cubrirlo todo, los reposabrazos, el espaldar de las butacas súper abatibles capaces de convertirse en camas de dos metros de largo, incluso las tapas de los ceniceros eran de wengué y los enganches de los cinturones de seguridad también. Hasta el mayordomo le servía en una bandeja de la misma madera, por supuesto, un plato de jamón de Huelva y una fuente de impactantes langostinos atigrados, realmente llamativos en sus llameantes corazas amarillas y naranjas.

Había viajado otras veces en avión privado y sabía que cada uno tiene su protocolo. Aparte de las decoraciones, butacas con o sin calefacción, con logos personales, con reposabrazos que se retraían automáticamente, wengué o caoba, se suponía que en un avión privado prevalecía el criterio de que eran embajadas en el aire, es decir, podían hablar mucho de sus dueños pero era preferible que lo hicieran sobre el espíritu que latía detrás de sus empresas. En el que iba a viajar a Manhattan con Marrero no había espíritu. Solo él, Marrero, sentado en el primer asiento a la izquierda del avión, el ordenador abierto sobre sus piernas, los dígitos verdes perdiéndose detrás de una imagen de un patio de naranjas.

– A un presidente de un banco venezolano le ha encantado el mueble-bar al medio -indicó Marrero, siempre ajustándose las rebeldes cirugías de su cara con ambas manos.

Alfredo se quitó calzado y calcetín. Le gustaba viajar privado con los pies descalzos.

– Pies bonitos -dijo Marrero-. Siempre había oído que eras bonito hasta en lo más oculto -sentenció, y Alfredo apretó su cinturón sintiéndose cada vez peor.

Londres se convertía en un campo de golf tan verde como los vestidos de Patricia en aquel lejano verano en que decidieron volverse inseparables. Le faltaba algo. Pronto entendió el qué: no había megafonía. Marrero seguía enviando mensajes por su móvil.

– Nunca serás millonario, Alfredo -sentenció-, porque tienes esa creencia de que la gente decente no debe aspirar a serlo. Yo era muy parecido a ti.

– ¿Y cuándo te hiciste millonario?

– Hace algo más de diez años, los mismos que tú llevas en el mundo de los restaurantes.

– Te equivocas -corrigió Alfredo-. Los mismos que llevamos Patricia y yo juntos -afirmó, y sintió que avivaba en Pedro Marrero algo feroz. Puede que le gustara Patricia, como a todos los hombres. Estaba acostumbrado a ese gesto en los ojos, el estallido que inmediatamente esconde algo, como si una bala cruzara por su mirada. Pero Pedro Marrero era en extremo inteligente, Alfredo estaba seguro de que cambiaría de tema.

– No vas a encontrarte con buenas noticias en Nueva York, Alfredo -le confesó, confirmando que no se había equivocado sobre el giro en el rumbo de su conversación-. Lo que ha estallado en septiembre es realmente una guerra, siempre suceden en septiembre las grandes deflagraciones: 1 de septiembre de 1939, inicio de la Segunda Guerra Mundial; 11 de septiembre de 2001, el principio de este siglo maldito; septiembre de 2008, final de un sueño que nos hizo ricos a tantos en todos los continentes y nos hizo creer, por ejemplo, que tu trabajo, comer bien y definirlo con adjetivos fundamentalistas, «comida global», «comida para el pensamiento», «comida para la evolución», era realmente algo necesario.

– En todas las épocas la comida ha sido un símbolo de placer. En algunas incluso de sabiduría.

– En esta de la que estamos hablando, Alfredo, fue tan solo un símbolo de poder económico que mostraba a todo el mundo que podías gastar lo que quisieras porque al día siguiente tendrías otro fajo de billetes en tu mano para comprar cualquier cosa que desearas. -Alfredo reprimió un gesto de disgusto que no pasó desapercibido a Marrero-. Tenemos un vuelo largo por delante, solamente estamos tú y yo en este avión donde pueden viajar treinta y seis personas, no tenemos por qué llevarnos bien, al menos no en esta ocasión, pero me han pedido que te dé algunas instrucciones. Son fáciles. La primera es que debes duplicar los gastos de la cena.

– Mi comida no engorda. Ni a personas ni a facturas -zanjó Alfredo sintiéndose Diego de la Vega.

– En este caso sí, porque esa cantidad sobrante será una atención que tu cliente desea tener contigo.

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