Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Vanilla Sky -dijo Alfredo.

– La he vuelto a ver, por cierto, y fíjate por dónde, es mucho mejor película hoy día que entonces. Hasta el acento de Penélope es mucho menos de lo que pensábamos.

– Será porque todos tenemos un acento en estas ciudades, Marrero -atajó Patricia.

– Probable, probable… -repitió Marrero, que siempre alargaba las palabras para sentirse más mafioso-. Eso erais vosotros cuando os conocí, dos bellezas con los ojos tan grandes, el estómago tan caliente y hambriento al mismo tiempo. Y os trajeron a esa absurda oficina de inversiones y me explicasteis el sueño de ese restaurante y… voilà, en meses. Siempre habéis tenido mucha suerte con los estrenos, en meses os convertisteis en la referencia latina de Manhattan.

– Pagamos todas nuestras deudas también, Marrero -afinó Alfredo.

– Todas… menos una. La de la amistad eterna que somos nosotros tres. Y ahora, además… familia, Alfredo. Familia moderna. Tú y yo, no sé cómo se llama eso, consuegros o algo así.

Abrazó a Alfredo con genuino afecto. Patricia recibió el beso casi mordisco de los labios incontrolables de Gerardo Moura.

– Una última cosa. Hacedme caso. En serio. En tiempos difíciles, aunque no siempre tenga la misma cara, ¡hacedme caso!

La figura de Marrero se alejaba en las aguas del reflejo de las neveras.

– Es un éxito -dijo él.

– Innegable -afirmó ella.

Al día siguiente solo había una reserva para cenar a las nueve y media.

CAPÍTULO 13

LA PAJARITA Y EL FRÍO

– Llama a Lucía Higgins. -Patricia quería sugerir, pero su tono ordenaba-. Siempre tiene gente que necesita comer gratis.

– No vamos a dar comidas gratis, Patricia. O, en todo caso, ¿por qué no telefoneas a tu Modelo?

– Ya lo he hecho. Están comprometidos. Van a la inauguración de un gastro-pub.

– Genial -bramó Alfredo, más para sí mismo que otra cosa-. ¡Aquí estamos al fin, en nuestra soñada ciudad, rodeados de auténticos vampiros de las inauguraciones de restaurantes!

Lucía Higgins se mostró encantadora al otro lado del hilo.

– Sabes que lo que más me gusta de ti, Alfredito del alma, es que no se te caen los anillos. Siempre me recuerdo la primera vez que me llamaste, en Nueva York no conocías a nadie y yo fui a tu primer restaurante.

– Bar de tapas, como todos los que empezamos -susurró Alfredo mientras observaba en el reflejo de las neveras el restaurante vacío.

– Te recuerdo tan serio, y tan joven, y tan tozudo aquella primera vez, Alfredo -seguía recreándose Lucía-. Yo, que por aquel entonces ya te llamaba Alfredito querido, te decía: Alfredito querido, la palabra clave es jamones, porque tú conquistarás a estos neoyorquinos de mierda con nuestro jamón ibérico. ¿Lo has olvidado?

No, por supuesto que no lo había olvidado. Alfredo comenzaba a asumir que también recordaría esta nueva llamada a Lucía Higgins durante toda su vida como un punto de no retorno: la primera vez que vio ante sí el fantasma del fracaso. Comprendió que aquella vez en Nueva York, cuando se vio obligado a darle la razón a Lucía y aceptar que vender jamones sería su salvación como empresario y cocinero, esa capitulación implicaba mucho más: sería la primera concesión en la dura batalla del talento contra el destino. Un cocinero siempre encuentra soluciones, era su credo, pero cada solución lo aleja más del impulso primigenio de serlo.

– Te digo una cosa -seguía perorando Lucía-, me encantaría volver a convocar al príncipe Linley y a los yugoslavos, ¿no te parece? Quedaron fascinados, sobre todo con la música, son como eternos adolescentes: todo lo que tenga esa decadencia de los ochenta les vuelve locos.

Cuando las cosas se ponían tensas, y Dios sabe que en un restaurante la tensión es primordial, Alfredo y Patricia se refugiaban, como si con ello pretendieran detener el tiempo y los problemas, en el despacho. El del Ovington tenía las dimensiones de un refugio, un homenaje no declarado al Club de los Siete Secretos de la señorita Enid Blyton, con el sofá Chesterfield americano que Patricia había recuperado en una calle de Filadelfia y que les servía de amuleto, la estantería con libros que parecían seguir un orden y no tenían ninguno, la cama de una vieja litera desmembrada, por si algo les obligaba a pernoctar, y el escritorio de un familiar de Patricia que también viajaba con ellos de restaurante en problema y de problema en aventura.

– Hace años jamás habríamos recurrido a Lucía Higgins -reconoció Patricia sentada ante el escritorio, donde manejaba el ratón de su ordenador para arrastrar canciones y crear la lista de esa noche para su iPod.

– Hace dos años teníamos otro concepto del tiempo -contestó Alfredo al tiempo que buscaba una pajarita en el cajón del escritorio-. Tanto dinero pasando por nuestros dedos, tanta gente, tantas comidas. Tanto éxito. Era imposible que pudiéramos suponer que un día la locomotora decidiera pararse en medio de la nada.

Calló y se quedó esperando una respuesta de su novia, lo que había dicho tenía mucha importancia. Patricia no dijo nada, su única respuesta fueron los ruiditos del teclado del ordenador. Alfredo miró por encima de la cabellera de su novia.

– ¿Qué canción es Popea-Chanel?

Patricia desvió la mirada de la pantalla.

– Alfredo, no es tan grave. Higgins traerá gente. Sobreviviremos.

Él no respondió, prefirió parecer absorto colocando la pajarita sobre su muslo derecho y empezar a atarla.

– Alfredo -insistió Patricia-, hay muchas cosas que organizar. La cena de esta noche, tus asistentes que te esperan… Y la fiesta de Nueva York. Hoy han vuelto a llamar, siento no habértelo dicho antes pero insisten en que te quieren allí, al mando. Ofrecen sesenta y cinco mil dólares solo por tu firma. Gastos aparte, carta blanca. Están dispuestos a ingresarlos en nuestra cuenta en cuanto aceptes… Podrías viajar mañana, o el mismo jueves, yo permaneceré aquí, con Francisco y Joanie al cargo de todo. Alfredo, no te niegues… -Hablaba rápidamente, sin respirar casi, no quería que él se obsesionara con la rutina de la pajarita-. Vendrá gente y más gente aquí si la fiesta en Nueva York llama la atención.

La pajarita ya estaba enlazándose sola y la desbarataría. Cuando Alfredo se ponía a hacer el lazo de la pajarita su cerebro entraba en zona de peligro, o de ensimismamiento, o directamente se arrojaba a un precipicio del que ni siquiera ella podría alcanzar a recuperarle. Siempre comenzaban así las crisis: buscaba la pajarita en el fondo del cajón, se sentaba con las piernas muy abiertas y esperaba un instante, a veces largo, otras más impulsivo, para empezar a estirar el retal de tela con sus dos extremos, luego volvía a esperar hasta decidirse a hacer el primer nudo y pasar los cabos más delgados para disponerse a crear un lazo. Tomaba un extremo de la corbata y lo llevaba hacia la izquierda para hacer la pajarita inferior. Siempre sobre el muslo y siempre controlando los dedos, pasaba por debajo del nudo y del primer lazo el resto de tela y volvía a tirar hacia la izquierda. El nudo muy estrecho para hacer el lacito más notorio. El lacito, coño, significaba una trampa, una redención, ahorcarse. Por eso lo hacía, era el reflejo más perfecto que podía encontrar para gritar sin gritar que estaba mal. Esta vez le acompañaba ese nombre, descubierto al azar, Popea-Chanel, una vuelta a la pajarita. Popea-Chanel, otra vuelta…

– Alfredo, por favor… -continuó Patricia, pero no le prestaría atención. Repetiría el proceso, siempre en silencio, sin responder a sus súplicas, haciéndolo y deshaciéndolo. Popea-Chanel era un plan. Escondido en los laberintos entre el ordenador y el iPod. ¿Dónde, y sobre todo cuándo, se hizo Patricia tan experta en ordenadores? Fingía arrastrar canciones, a lo mejor lo que movía era… Patricia estaba de rodillas suplicando que parara. Hacía y deshacía el lacito por quinta vez. Sexta vez, esa invitación a preparar una cena en Nueva York. La peor de las trampas, lo podía oler. Era reducirlo a ser el chico bonito cocinero de los ricos. Séptimo lacito deshecho. ¿Quién le había convertido en eso? ¿Él mismo o Patricia?

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