Pero con Marrero era distinto, porque empezó a saber mucho de él. Según le revelaron, su primera esposa le reportó una segunda residencia en Puigcerdà, en Girona, para esquiar y recibir amigos en invierno, subir a la montaña y jugar con los hijos a ver los animales en su hábitat en el verano. Se divorció de esa primera esposa, tonteó con media ciudad disponible y estuvo a punto de casarse con una bella heredera que murió en un accidente de moto. Aún juntos, Pedro Marrero se había enamorado de una hija de Francesc Raventós, para nada relacionado con Alfredo sino con los de verdadero dinero. El amor llevó al matrimonio. La nueva esposa, Amelia, creía recordar que se llamaba, trabajaba para una empresa de finanzas muy poderosa en Manhattan, y de este modo, gracias a ella, Marrero logró conocer al señor Madoff, el reputado pero casi invisible señor de las finanzas. El nombre que cambiaba de dirección cualquier conversación en Manhattan y la orientaba hacia su Torre Pintalabios, en la Tercera Avenida y la 54, el centro del mundo de los inversores privilegiados que seleccionaba y donde transformaba sus miles de millones en otros miles de millones. Marrero le vendió un avión y luego otro y todo el tiempo se jactaba de tenerlo en el móvil para lo que fuera. Además descubrió la simpatía que el caballero judío sentía por España y en especial por Mallorca. «Una isla siempre llama a otra isla», era la frase de Marrero. Y la amistad llevó a los negocios conjuntos, con Marrero adquiriendo terrenos, inversiones y nuevos clientes para las expansivas manos, ojos y garganta del caballero judío. En un momento dado, la relación con el judío estorbó la paz del matrimonio. Y la heredera con talento financiero falleció también en un accidente de moto.
Y ahora otra cara, mismo nombre falso, en el espejo del Ovington.
– Arreglo finanzas a personas muy importantes o que han robado cantidades muy importantes -hablaba Marrero-. Siempre se destapa, ya sabes, se descubre quién ha robado y cuánto ha robado y los periódicos dicen que unos más que otros y que ellos saben más que los de la competencia, los partidos se ponen nerviosos, todo el mundo cree que perderá las elecciones y las encuestas en cambio les aseguran que no existe ningún cambio electoral a tenor de los escándalos descubiertos. Pero yo no me puedo fiar de nadie. Cuando veo que mi sombra en la calle rebasa el sombrero, huyo. En realidad voy siempre a Panamá, el doctor Piñón me muestra una nueva cara e intentamos colocarla lo mejor posible.
– ¿Cuando la sombra te rebasa el sombrero? -preguntó Alfredo, como si hubiera seguido toda la conversación.
– Un dicho como cualquier otro. Los pillos estamos llenos de frases hechas, querido Alfredo. A veces incluso nos las inventamos y, como con todo lo demás, convencemos al resto de que son de toda la vida.
– Hemos recibido los platos -comentó Patricia, el tono de siempre, como si lo que dijera no tuviera ninguna importancia.
– Espero, Alfredo, que no ocasionen muchos disgustos en la decoración -dijo Marrero evitando mover algún músculo de la cara. Tantas operaciones a veces confundían a los nervios y, cuando quería abrir un ojo, levantaba un labio o gesticulaba una mano en dirección equivocada.
– ¿Ocultan algo? -preguntó Alfredo, empleando el mismo tono de máxima despreocupación de su novia.
– ¡Vaya, qué idea más loca, Alfredo! Un mapa del tesoro. -Quería reír pero se generaba un tic en sus ojos que se abrían y cerraban como si acabara de ver un espanto-. Solo uno de ellos. El problema es que no sabemos cuál. Es broma, claro -concluyó, dejando en Alfredo y Patricia la certeza de que los platos eran un lío bastante gordo.
– Pensaba que los habían enviado los amigos de mi hermano -musitó Alfredo.
– Por favor, disfrutadlos. Estoy seguro de que le pondrán un toque, no sé, de kitsch fallero, a este restaurante en el frío Londres -concluyó Marrero intentando sonreír, ojos y manos sin cerrarse ni abrirse.
En la mesa de la Modelo seguían agrupándose personalidades cansadas ya del baile.
– Es increíble cómo siempre somos los mismos -sentenció Marrero- y aun así no siempre recuerdas los nombres. A lo mejor todos cambiamos más veces de identidad que yo mismo. -Se rió-. Vosotros no, vosotros permanecéis siempre iguales. Como los vampiros europeos que acuden a Boston a buscar sangre nueva.
Patricia rió el pésimo comentario. Alfredo, no muy convencido, terminó por dejar escapar dos estúpidos je, je.
– Por cierto, Alfredo, hablando de vampiros, David, tu hermano, estuvo en Panamá.
– Me ha escrito algo, creo, le gustaron mucho las playas.
– Una a una se las enseñó mi hijo. Son novios desde entonces.
El hombre crujió sus dedos, horror, y mostró una sonrisa de asesino en su cara. A lo mejor quería ser de ingenuo, pero con ese rostro sin voluntad nunca se sabía qué podía resultar.
– Pedrito, mi hijo, es el novio de tu hermano David -repitió Marrero.
– Ya -reconoció Alfredo arrepintiéndose de inmediato de continuar así de lacónicamente la conversación. En realidad, en la cruda realidad, no conocía demasiado a Pedrito. Solo lo había visto con David una tarde en Nueva York, los dos se cogían de la mano en su restaurante y se alimentaban el uno al otro ante toda la sala llena de señoras que venían de una inauguración en el Metropolitan-. Todavía no les he visto, Patricia y yo les esperábamos hoy.
– Perdieron la conexión en Ibiza. Ojalá lleguen mañana. Les he invitado una noche en el Park Lane. Los maricones en Ibiza pierden el culo y la cabeza -dijo con ese tono de mafioso alicantino. Patricia sintió que casi se cortaba una uña, pero era falsa alarma.
– Ahora vamos a ser familia, chicos -continuó Marrero intentado sonreír de medio lado como hacía antes del cambio de rostro. Los labios se negaron a abrirse y los ojos, por un momento, se balancearon como un cuadro mal colgado.
Patricia tomó uno de los platos de fallera con el postre encima y lo acercó a Marrero.
– Qué guapa eres, Patricia -dijo entonces, elevando el tono de voz-. Qué bien sabes que nunca me quedo a los postres.
Probó un poco, pero más bien parecía querer cerciorarse de que el plato era de los suyos y, seguramente, buscar alguna numeración, algún detalle en la fallera que le indicara que era ese plato especial del cual no se atrevían a preguntar nada.
– Está excelente. De todas las comidas de cocineros españoles la tuya es la más viajada, Alfredo -admiró, siempre luchando porque su voz y costumbres se hicieran con la nueva cara. La ecuación le hacía hablar muy rápido, algo que ya hacía antes, pero ahora casi desbocado-. Lo tienes todo, tío. Tienes la mujer más deliciosa del planeta, un talento increíble y una estrella también. Y además la pinta, la tuya. Vaya planta, joder, ya ves que no me duelen prendas en admirarte. A lo mejor por eso mi hijo es maricón, porque sé reconocer a un tío guapo, nunca tuve apuros para ello.
Alfredo retiró el plato, quería ver la fallera. Tenía un traje lleno de dorados y cobres, mucho pendiente, un moño tan alto, la mantilla le recordó a cabellos de ángel teñidos con tinta de chipirones.
Marrero seguía allí, con la cara de Gerardo Moura ajustándose continuamente.
– Bueno, creo que he dicho todo lo que tenía que decir. Es probable que recupere mi identidad como Marrero, cuando pase un poco esta nube de bancos desorientados. Así por lo menos he cumplido nuestra tradición de que siempre me veríais con mis caras nuevas, ¿lo recordáis, no?
– Desde el año 2000, Marrero -confirmó Patricia.
– Erais tan niños, me recordabais a Penélope Cruz y a Tom Cruise en esa película malísima. ¿Cómo se llamaba? Era la adaptación de un clásico incomprensible de Amenábar…
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