Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Habían pasado once años, quizá doce años, y ahora retiraba sus manos delante de sus ojos para que Patricia admirara al fin el Ovington.

CAPÍTULO 11

NOCHE DE ESTRENO

Las paredes principales del Ovington eran gigantescos ventanales. La del fondo, donde estaba la cocina, y la de al lado, de ladrillo blanco a la vista. Las mesas variaban de tamaño, algunas como amebas justo enfrente del vidrio que separaba la cocina de la sala, y las más convencionales próximas a la puerta tanto en la pared de ladrillo blanco como en el ventanal que daba a la calle paralela. El tamaño no importaba, una mesa de dos podría ser de cuatro, una de seis agrupar ocho. Adaptación, era el concepto principal del restaurante: adaptarse a los tiempos que corrían.

La cocina era un laboratorio. Un magnífico fregadero con forma de abrevadero hacia la izquierda. Las inmensas neveras de aluminio al fondo, como una pared. En el centro dos islas para preparar las comidas y a través de un estrecho pasillo, la zona de congelados, que Patricia abrió para ver si habían llegado las latas de crema doble batida de Suiza, que le chiflaban tanto que Alfredo siempre la reñía por tener una lata abierta para rebañar con sus dedos. Sí, allí estaba. Alfredo la seguía, silente, esperando su reacción, observando cómo Patricia de inmediato se ponía a ordenar latas y tuppers en el inmenso congelador. Añojo del Borough, nunca carne de ternera porque casi siempre lleva tantas hormonas como la del pollo, uno de esos datos bajo los cuales se sustenta toda una filosofía ante la cocina. Black savage cod, bacalao negro salvaje, también recién cortado y ya perfectamente dispuesto en el tupper con las hojas de laurel entre filete y filete y una débil capa de papel film transparente. Guarnición uno, una especie de minestrone que Alfredo inventó mientras esperaba que Patricia regresara de sus infidelidades o noches de estreno. Cada trozo de la verdura debidamente adobada y suavizada por las lágrimas vertidas, lágrimas de rabia, de celos, de impotencia por continuar al lado de esta mujer que cada día, cada minuto hace exactamente lo que le da la gana.

– Me gusta tu reino -dictaminó Patricia, secándose las manos heladas en una toalla que aún tenía la etiqueta del precio, lo quitó, abrió el contenedor de basuras, todo cubículos y tubos de distintos colores. Odiaba el reciclaje, aunque jamás lo reconociera públicamente, era una de las cosas del siglo XXI que jamás llegaría a entender.

– Dilo otra vez -imploró Alfredo.

– Me gusta tu nuevo reino. -Alfredo la giró para que contemplaran las puertas de los refrigeradores. Se miró a sí misma, con Alfredo detrás, en la amplia superficie metálica. Eran perfectas planchas de aluminio que iban de la pared al suelo, tan lisas, tan mates, que servían de espejo para reflejar el interior del restaurante.

– Puedes ver toda la sala, la puerta, la calle, quién entra, quién va -contestó Alfredo.

– Ya nosotros mismos, Alfredo -dijo Patricia.

La llegada de unos paquetes rompió la imagen.

– Son los platos que envían los de Valencia -resolvió Patricia, su voz adquiriendo ese acento austríaco que empleaba cuando algo serio pasaba y no le gustaba.

– ¿Qué tipo de platos? -preguntó Alfredo, cuando en verdad lo que deseaba era besarla, revolverle más aún la perfectamente despeinada melena.

– ¿Vas a decirme que no lo recuerdas, Alfredo? Un veinticinco por ciento de lo invertido en esto es dinero de esos amigos de tu hermano. Vienen de un restaurante que apoyaron durante la Copa América de Vela… Al menos eso indica el remitente.

– Dios mío… No creo que estén limpios, de ninguna de las maneras. Tienes que pensar en algo para usarlos esta noche.

– No soy la chef sino más bien la productora.

– Han enviado otros -dijo, señalando a otra caja que los obreros, rumanos o seguramente búlgaros, acercaban a la puerta-. Con dibujos de falleras. ¿Te vestirías tú de fallera?

– Esto es serio, Alfredo. Tienes socios valencianos, te han enviado platos de sus empresas con falleras en el fondo y vienen esta noche. ¿Cómo es posible que no lo recuerdes?

– Bueno, hemos tenido socios de todo tipo, Patricia. Al menos estos están relacionados con la restauración. Pondremos los de falleras, no sé, de bajoplatos, o si son más pequeños para servir las ensaladas, que tienen ese «momento» huerta.

– Yo no hablo de «momentos», Alfredo. Yo estoy aquí para ayudarte con las decisiones.

Alfredo decidió ir hacia las cajas. Le molestaba ese momento en que Patricia se ponía austríaca. Su padre era austríaco, su madre no tanto, había nacido en Viena pero seguramente porque sus padres habían llegado allí no sabía de dónde. Averiguar más de los Van der Garde era tarea imposible.

Daba miedo ese tono fuerte, marcando todas las consonantes, que adquiría su voz cuando ordenaba. Los socios valencianos, maldita la hora. Pero ¿quién no los tenía en la segunda mitad del 2000? Mientras Barcelona se emperraba en elegir políticos nacionalistas, la derecha española inyectaba de dinero la otra ciudad mediterránea y ese chorro de dinero bien puede ir a parar a los proyectos de un cocinero joven con propósitos. ¿Cómo se guisaba todo esto? Recordando a los curas, se decía Alfredo. Un cocinero se parece mucho a un cura: siempre guarda un secreto.

– No me gusta cuando estás tan callado -interrumpió la voz de Patricia.

– Ni a mí cuando te pones austríaca -contestó él, desembalando uno de los platos cuadrados. Completamente cuadrados.

Alfredo vio claramente en su mente aquel restaurante en Manhattan, al lado del que llevaba Plácido Domingo, con aquellos platos cuadrados que quedaban manchados por las salsas que no podían resbalar bien por sus superficies. Un crítico había escrito: «Los platos cuadrados convierten estos manjares españoles en cuadros de Georgia O'Keefe desdibujados por la lluvia en el desierto.» -Son horribles -remarcó Patricia.

– Y aunque no te guste lo de «momentos», exclaman «Momento dos mil siete».

Tenían una escritura detrás: «La tradición valenciana al servicio de la modernidad, Copa América de Vela 2007, Valencia en el Mundo.» -Un postre -el hablar de Patricia crecía en consonantes y se hacía más crispado, rápido y atonal-, tendrías que inventarte un postre, tienen la dimensión perfecta para un trozo de pudding y un helado, o una mousse…

– Odio la mousse, odio el postre y odio los postres de última hora. Íbamos a servir un alaska en vasitos de degustación.

– Pues ahora será sobre estas reinas falleras, Alfredo.

– Patricia, ¿por qué tiene que ser así?

– Porque han puesto hasta el dinero de los manteles, Alfredo. ¿Tú crees que cualquier persona instala un restaurante en pleno Londres en menos de un mes?

Respiraron hondo, al unísono. Algo de lo que habían dicho les dejaba sin respiración. Solo les aliviaba no haber mencionado a Marrero, una vez más detrás de cualquier movimiento opaco.

– Nunca me gustó la idea de estos socios.

– Sin ellos no estaríamos aquí y punto, Alfredo.

– Tampoco me gusta cuando te pones austríaca. Nunca me gustó la Patricia sargento.

Patricia comenzó a sacar los platos y colocarlos en la encimera. Volvió a respirar hondo y Alfredo la rodeó. Se besaron, se abrazaron y miraron el restaurante vacío, la cocina, las ventanas y la calle llena de gente bien vestida con caras tristes.

Nueva York quedaba definitivamente atrás minutos antes de inaugurar Ovington. Allí llegaron a tener hasta veinte personas trabajando en la cocina. Aquí eran solo cuatro. Vuelta a las raíces. Cuando empezaron en esto, diez, doce años atrás, ser cocinero era lo más chic del mundo. El principio del boom. Curioso, pensaba Alfredo frente a su reino, como había dicho Patricia, curioso cómo cada década tiene un oficio que parece el no va más. En los ochenta, todo el mundo fue diseñador, de ropa, de interiores, gráfico, de gafas, de posturas para hacer vogueing en las fiestas. En los noventa, algunos de los que fueron diseñadores en la década anterior se volvieron cineastas. Todo el mundo hizo una película o un cortometraje sobre algún país con hambre, alguna guerra en los Balcanes, o películas publicitarias que eran como se empezó a llamar a los repetitivos anuncios en esa década. Y en los 2000, él y los hermanos Casas hicieron apetecible ser cocinero.

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