Ella seguía sujetándose a su mano y juntos habían conseguido alcanzar la escalera, por eso se soltó entonces y con la misma mano alejó varias piedrecillas de debajo de sus talones, se acomodó la falda (Alfredo notó que era de calidad, seguro que de un buen diseñador) y volvió a agitarse el pelo emanando más perfume nocturno, pesado, equivocado pero inmediatamente apropiado. Fue la primera vez que se miraron.
– Patricia van der Garde, tú debes de ser Alfredo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Coges la mano igual que David -dijo, y se rió de su propia pisada en falso-. Fernando siempre dice que tú eres el guapo y ellos los cocineros.
– Pensaba que ellos eran los enanitos y yo Blancanieves -le corrigió.
Patricia se rió, la nariz le crecía un pelín cuando reía, tenía los dientes frontales separados, no un boquete pero sí un espacio suficiente para crearle un error, un defecto que hacía más atractivo y perfecto su rostro. Los ojos le brillaban más cuando reía, como si estuvieran revelando todos los pensamientos inteligentes que la sonrisa no alcanzaba a transmitir. Entonces apareció Fernando, el delantal manchado de aceite y sangre de los pollos, sacudiéndose las manos sobre las manchas para luego abrazarla y besarla y desbaratar toda la magia tan solo porque Patricia no era un clic, mucho menos un «cotilleo», sino una novia, su novia, la novia de Fernando.
Su hermano no le había contado esa parte de Patricia, la maravillosa Patricia, la inconfundible Patricia: era la novia de su socio.
Alfredo se pasó toda la fiesta observándola, siguiéndola, involucrándose en las explicaciones cada vez más aburridas de los hermanos sobre sus cócteles y la comida líquida. Patricia le permitía estar cerca cuando no estaba envuelta por los brazos ridículos y sin músculos de Fernando, que la besaba y veneraba como si Torrebruno, el presentador diminuto de su infancia, estuviera al lado de Claudia Schiffer. Había muchas más chicas en la fiesta, de hecho Gloria García se había traído a todas sus amigas de la facultad y todo el mundo sabía que las componentes de pandilla de Gloria eran las tías más buenas, divertidas y locas de Barcelona. Estaban todas allí, en fila, esperando que Alfredo les dijera algo o decidiera irse con cualquiera de ellas o todas a la vez hacia la parte de atrás de la cocina para fumarse un canuto, meterse una raya, subirles las faldas, espolvorearlas de harina y todo cuanto generalmente hacían durante esas fiestas. Pero Alfredo no se movía, ponía esa cara de chico incómodo que generaba aquellos comentarios maledicentes que, cuando actuaba de un modo inesperado, le envolvían: «Es gay, aunque digan que es el hermano, que es un crío, el gay es él porque es demasiado guapo.» De vez en cuando Patricia parecía comprobar que seguía cerca, agitaba la melena y esta despedía un olor que era como el cebo que impedía que él se fuera lejos de su campo de visión. La boda, ¿no había dicho que tenía una boda a media tarde? Ya casi eran las seis y media. ¿No iba a la iglesia, acaso era de ese tipo de invitadas a una boda que esquivan la iglesia? Y, por cierto, ¿una boda en plena verbena de San Juan?
Entonces tuvo la idea.
Se dirigió hacia Fernando y consiguió separarlo de Patricia y llevarlo hasta un rincón. Por sus gestos evasivos podría creerse en un principio que el plan no estaba funcionándole a Alfredo tal y como esperaba, hasta que de repente Fernando claudicó, se encogió de hombros, medio rió y le tendió la palma de la mano para estrechársela, como quien cierra un trato. Alfredo se volvió todo agitación, llegó a un extremo del taller, consiguió unas cajas e instó a Miguel, el otro hermano Casas, a que le ayudara a reunirías en el medio del taller creando un improvisado escenario, una tarima peligrosa, porque las cajas tenían sus años y algunas no estaban del todo completas. Acercó las cajas lo más que pudo a los altavoces, al tiempo que el resto de la fiesta empezaba a agruparse ante lo que suponían un espectáculo.
Se escuchó un sonido cruel y desaforado, el acoplamiento de unos micros que Miguel y Alfredo instalaban sobre las cajas. Alfredo tomó uno para arreglar el sonido.
– Probando… Probando… Esto no es más que un concierto improvisado, bueno, una manera de mostrarles lo que hacemos en este taller cuando no tenemos más ideas para los cócteles o hemos consumido demasiados -dijo, buscando terminar la frase mirando a Patricia.
Ella le escuchaba, por supuesto, escudada detrás de las amigas de Gloria García, un poco demasiado a la izquierda.
Empezaron a escucharse los acordes de «Girl you know it's true», y Alfredo y Fernando, sus distintas estaturas, su falta de melenas rastas, sus tonos de piel completamente pálidos, no impidieron que su reinterpretación de Milli Vanilli se convirtiera en memorable.
Alfredo había dicho en una ocasión que consideraba injusto lo sucedido al dúo: haberles retirado el Grammy como artista revelación una vez que se descubriera que los que cantaban no eran ellos, sino dos señores mayores y anónimos. «Girl you know it's true» empezaba con ese golpe de pianos y los Milli Vanilli siguiendo una especie de rap «me estoy enamorando chica, chica, sabes que es verdad, uh, uh, uh, te quiero», cantaba el más guapo, y Alfredo lo hacía a la perfección mientras Fernando disfrutaba haciendo de coro. Imitaban la coreografía de los Milli Vanilli colocándose en el centro del peligroso escenario de cajas de madera y levantando los brazos en dirección contraria a las caderas. Alfredo se reía, no podía evitarlo, era el súmmum de su plan, afectarse tanto que se volvía adorable, libre, el mundo entero convertido en una sucesión de risas y Patricia, sin dejar de mirarle, dejándose seducir por su locura, su delirante y divertida manera de decirle que la quería.
Fernando se metía en el papel siguiendo la coreografía absurda de los falsos cantantes y, bajo los gritos de admiración, las cajas de madera que amenazaban con ceder a sus pesos, el estribillo de la canción y el pianito que les marcaba los compases y el momento adecuado para girar las caderas y estirar los brazos como hélices, Alfredo reconoció que su estrategia era brillante: nunca nadie más le bailaría algo así a Patricia van der Garde y muy difícilmente, en los años que podrían durar como amantes, novios, cómplices, volverían a escuchar esta canción en ninguna parte porque era una canción maldita, marcada, erradicada de las listas de éxitos por ser un fraude.
El público jaleaba, incluyendo a Patricia de pie. Alfredo se deshizo del abrazo de Casas y bajó de la tarima hacia ella.
– ¿No vas a hacer más Milli Vanilli? -preguntó Patricia.
– Solo tienen ese éxito -respondió él.
No había nadie en la cocina del taller. Patricia se quedó muy cerca de la puerta; tenía esa manera de recostarse en las esquinas, como si fuera una niña recién abusada o recién llegada de asesinar a su abusador. Buena y mala al mismo tiempo, víctima y victimario.
– ¿Sabes que llevo más de cuatro meses saliendo con Fernando? -preguntó ella un instante antes de que Alfredo apretara el botón del mezclador de cócteles y su ruido les hiciera reír.
El comenzó a hacer muecas mientras hablaba, como si le estuviera diciendo un secreto, algo increíblemente importante: MEDAABSOLUTAMENTEIGUALCONQUIENTEACUESTESPORQUELOQUEQUIEROESBESARTETODALANOCHEYQUEDARMEAVIVIRCONTIGOENCUALQUIERAQUESEALAPARTEDELMUNDO. Patricia abría mucho los ojos y deseaba sonreír y lo que hacía era acercarse más y más hacia el aparato que trituraba hielos y ramas verdes hasta convertirlos en una especie de vómito helado. Fueron juntos a apagarlo y terminaron besándose con una rabia que no les asustó. Alfredo recordó las películas de Godzilla que había visto de adolescente en un viaje de colegio a Egipto en el cual, en vez de ir a admirar las pirámides, él y sus amigos se quedaban en el hotel embelesados con esas películas japonesas donde dinosaurios extraterrestres pisaban edificios y coches en las avenidas niponas. Patricia le decía algo, «No creas que estoy de verdad enamorada de Fernando. No lo sé. Me parece que voy a pasarme toda la vida intentando comprender qué es el amor para mí», y él continuaba besándola, recordando esas dentelladas de los monstruos gigantes enfrentados ante rascacielos derrumbados y autopistas partidas en dos.
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