Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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El dinero de los últimos años, a lo mejor era haber visto tanto moverse no solo entre sus manos sino entre las mesas de sus restaurantes lo que le hacía sentir puta. Era un cocinero de gente con dinero fácil, o rápido, o de fácil movilidad. En eso se había convertido. O había sido siempre su destino.

– Alfredo -decía Patricia, hablándole para que no se enfrascara en pensamientos oscuros-, tenemos que establecer la leche.

«Establecer» era la palabra de Patricia para adjudicar un proveedor. Establecer era un verbo para explicarla completamente. Patricia establecía, disponía, planteaba, abarcaba, completaba. Él solo cocinaba. Y pensaba, lo peor. Y terminaba por preocuparse.

– Los más ingleses posibles -dijo, aparentando interés y foco en lo que estaban haciendo.

Patricia dio con los exactos. Guillaume and Sons, que también distribuían vegetales, hortalizas y una amplia selección de patatas y quesos orgánicos, semi orgánicos, de facturación casera y con técnicas del siglo XVII. Un poco lejos el XVII, bromeó Alfredo. «Es nuestro número de la suerte», zanjó Patricia.

Suerte. Siempre la habían tenido. Era de lo que más tenían y parecían exudarla mientras paseaban por el mercado y observaban que les reconocían. Vendedores que iban pasándose la voz. «Suerte con el restaurante, seguro que aportáis aire fresco a Londres», les decían, pronunciando fresco con acento italiano. Siempre les sucedía esta atmósfera de optimismo y admiración en los mercados. Pagaban bien, por adelantado, seis meses de proveeduría y con Patricia mostrando algo de piel y excelente manicura para firmar los pedidos. ¡Por eso los shorts y las sandalias! «Suerte» les decían en la delicada tienda de setas. «Suerte» en la de vegetales babies que Patricia siempre empleaba para decoración. «Suerte», terminaban por decirse ellos mismos.

Siguiente parada: los vinos. Merchants UK-New York. Era una empresa participada por Marrero, voilà, el nombre ya estaba ahí otra vez. Trabajaban con ellos también en Nueva York, cuando necesitaban vinos australianos, surafricanos, neozelandeses, que tienen la habilidad de parecer baratos y poder crecer en precio a medida que gustan en tu local. Patricia le dejó solo. Los vinos eran su absoluto territorio. Más todavía para Ovington, donde quería construir la carta de vinos que marcara tendencia. Sobre todo en la estructura. Una carta de vinos que no te hiciera sentir estúpido, sin saber por dónde empezar, sino que, al contrario, fuera llevándote por la selección de forma amena, casi como si fuera un tour en un museo. Merchants había hecho los deberes. Curiosamente Lucía Higgins se encontraba allí. Alfredo silbó a Patricia, no quería quedarse solo con ella.

– Alfredo y Patricia son las personas más necesarias para Londres en este momento -empezó la Higgins, siempre hablando en titulares y voz muy alta-. ¿No es así, Alfredos-Patricias? -preguntó.

– Estás en todas partes -dijo Patricia sonriéndole.

– Todos compramos nuestros vinos en Merchants, Patricia, ya lo sabes. Pero me encanta la coincidencia porque tengo que viajar a Arizona, una cosa ridícula de Marrero, claro, para unos empresarios de Valencia que imagino conoceréis. No tiene importancia, salvo que espero que por nada del mundo me impida estar aquí para vuestro opening.

– Todavía estamos de obras -dijo Alfredo.

– Pero si ya estáis haciendo los pedidos -respondió Higgins.

– No será hasta principios de noviembre -aclaró Patricia, y Alfredo sintió la molestia en su breve respuesta. Era raro el encuentro, seguro que la Higgins estaba allí por otra cosa. Espiarlos, explicarle a Marrero todo lo que hacían en Londres.

– Oh, por dios, estoy segura de que nadie hará que me mueva de Londres en todo ese mes -dijo Higgins, marchándose con besos al aire y varias botellas de un chardonnay surafricano que Marrero había impuesto en todos los restaurantes de Nueva York.

Patricia y Alfredo respiraron hondo. Merchant hijo, bastante pelirrojo y atractivo, vestido como si fuera a servir high tea en un palacio real, salió al encuentro. Alfredo no encajó bien que viera a Patricia como una posibilidad. Decidió fastidiarle de la única manera que un hombre puede torpedear el atractivo de otro caballero: explicando exhaustivamente su idea de una carta de vinos, «que sea rápida de leer, placentera sin ser impositiva en su exquisita información. Y bien dispuesta». Así era la carta que había diseñado para el Ovington. Dividida en «Mezclas», es decir, vinos con más de una cepa, seis ofertas para blancos, seis ofertas para tintos. «Antiguos», todos esos vinos caros a los que no les molesta el paso del tiempo. También seis y seis para cada color. «Clásicos», los antiguos pero un poco más accesibles, todos los sancerre, chardonnay, pinot grigio y afines. También seis y seis. Rarezas o «Joyas», como prefería Patricia, a quien la mayoría de las veces no le molestaba quedar cursi, para los premier cru de grandes nombres.

Al regresar a la casa prestada, en el taxi de cuarenta libras, Patricia se recostó en su hombro. Ella le besó el cuello y él pasó la mano por su espalda, alcanzando los pezones, Patricia se movió y él siguió jugando con el cierre de su sujetador. También quería preguntarle sobre el encuentro con la Higgins, pero prefirió obviarlo. Londres era grande, sí, para los que no pertenecen a un grupo. Patricia se separó, le hartaba que Alfredo le desabrochara los sujetadores. Volvió a abrocharlo y a quedarse en el extremo del asiento. Harían el amor luego, apenas entraran a la casa, recorriendo con sus narices los rastros de los quesos, las hortalizas, las distintas vacas inglesas que había dejado en el mercado. Patricia se sentaría encima de él, luego se dejaría penetrar por el ano, de nuevo por delante, otra vez chupándose cada uno, besándose y cada uno olvidando lo que recorría sus mentes. Alfredo no quería que viera nunca más a la Modelo, pero no podía evitarlo. La Modelo traería gente conocida al Ovington, para eso la había seducido. Empezó a llamarla puta mientras ella le masturbaba y besaba y volvía a succionar: la puta de mi novia y Patricia paraba. Perdóname, decía Alfredo, perdóname, no pares. Y Patricia volvía a deslizarse, manos, lengua, tetas, pezones, piernas, brazos, pelo, y seguía besándosela, y él hurgándola, queriéndola, penetrándola, odiándola y agradeciéndole esta suerte, más suerte hasta sentir los dos que él iba a eyacular y Patricia apartarse, introducir sus dedos para no perder su propio orgasmo mientras se colocaba debajo de Alfredo para que la bañara.

Se quedaban quietos, el iPod poco a poco cobrando vida. «Space boy, hello, ¿te gustan los hombres o las mujeres? Es confuso estos días. Te cubriré, te protegeré, hello, hello», cantaba Bowie. Patricia lo susurraba, desplazando el líquido por la superficie de sus tetas y abrazándose a Alfredo. «Hello, hello», seguía Bowie, en el tema que los Pet Shop Boys le resucitaran. «Es confuso estos días.» Alfredo contuvo el aluvión de lágrimas que le asaltaban. Por miedo, por confusión, por pensar que nunca iba a poder dejar de amar a Patricia fuera Londres o Nueva York, modelos pasajeras o Marrero siempre persiguiéndoles. Nunca. «Hello, hello», se desvanecía la canción.

Resolvieron el alquiler del futuro Ovington por doce meses, dos de prueba más o menos baratos, una ganga absoluta. Contaban con alrededor de novecientos mil euros en unos fondos de inversión y, a medida que los titulares en los días post colapso financiero se hacían más y más alarmantes, Alfredo asumió que guardar el dinero en el banco era una bomba de relojería. Si fueran coleccionistas invertirían en un Bacon o un Freud, pero siendo lo que eran, una pareja vinculada a un restaurante, el dinero estaría más seguro invertido, no todo, nunca todo, en el nuevo proyecto. Caray, era verdad que era más rico que cualquiera de los que habían salido del taller de los Casas, pero es porque había sabido entender un poquito de finanzas y otro poquito de sonrisa y mimo. En la cocina de un restaurante se preparan muchos pasteles. Patricia ya le había dicho: «No podemos venir a Turks and Caicos cada cinco semanas, cariño.» Iban a tomar un poco de sol, asesorar a los socios de unos restaurantes argentinos y a guardar el dinero sobrante. Y, en efecto, no siempre era Turks and Caicos. Las últimas veces había sido Aruba. Y en esas oportunidades Patricia iba sola. Bueno, sin él, acompañada por alguien del equipo de Marrero. Sí, en una cocina se cocina algo más que pasteles.

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