Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Soy Londres -exclamó Patricia y se hizo un silencio en Madame Jo Jos-. Soy Londres -repitió, y todos empezaron a imitarla Soy Londres, soy Londres recorrió el sitio y el hip hop se detuvo para echar a andar otra vez. Alfredo vino hacia ella y la besó. Seguían gritando la frase. Los acólitos, los galeristas y los bailarines en perenne estado de excitación en la pista. Patricia les miraba, privilegiados con descastados, una nueva generación para el futuro negro que ya era presente. Madame Jo Jos, ese lugar perfecto donde siempre eres joven. Estaban otra vez a salvo. De sus celos, sus heridas, sus mentiras. Y del colapso. Bailando, los bellos, heridos y enamorados monstruos juntos.

– Quiero un día, cuando dejemos atrás el mundo de los restaurantes, un sitio como este -dijo a Alfredo, acercándole el gin tonic en vasos redondeados y cortos.

– Cada cosa a su tiempo, Patricia -advirtió Alfredo mientras ella echaba el pelo hacia atrás y se entregaba a esa danza imposible, negros moviéndose como marionetas y chinos como si fueran acróbatas del hip hop y un chico español sacudiendo los pies como si fuera Fred Astaire con un zumbido flamenco.

– No, Alfredo, cuando hayamos hecho todo lo que tenemos que hacer, crearemos un sitio como este. Nuestro único, propio, Madame Jo Jos.

– Lo llamaremos como tú, Monster Patricia -sentenció Alfredo. Patricia, incapaz de conceder la última palabra, alzó su rostro y levantó las manos como si fueran las garras de un dinosaurio.

ALFREDO

CAPÍTULO 9

BOROUGH MARKET

Era la última tarde de octubre de 2008, tenían cita en Borough Market para establecer contacto con los proveedores. Alfredo esperaba. Patricia siempre se retarda, él siempre espera. El taxi llevaba ya tres libras, camino de cuatro. Patricia apareció vestida con una chaqueta de múltiples tejidos, no un patchwork pero algo muy parecido, pantalones cortos de un tono gris metalizado y sandalias con muchas tiras en el empeine y tacones altos, casi con los mismos colores del patchwork. Incongruente, más que llamativo, en Patricia siempre había algo que no iba. ¿Shorts y abrigo?, ¿sandalias en otoño? Esa nueva manía de ir con el pelo despeinado. Chocante como era el aspecto, Alfredo callaba. Porque su sugerencia sería hacerla más clásica y Patricia no podía ser jamás clásica. El estilo de su novia era algo que la precedía. Patricia hace lo que le da la gana. Un día parece la chica pija criada en la calle Cavallers de Barcelona y en menos de un segundo puede ser una indie desempleada de algún garito de Lavapiés.

La quiso antes de conocerla, la amó apenas sintió su olor cerca, la amará siempre porque nunca será capaz de enamorarse así otra vez.

Alfredo le sonrió porque siempre lo hacía cuando la veía y, de inmediato, recordó, como llevaba casi un mes recordando, lo que había sido esperarla toda la noche mientras ella se restregaba con una modelo que esa mañana, otra vez, aparecía en las portadas de los tabloides tras una trifulca contra otra imitadora de Kate Moss. Pero ¿no era que tenía un mecanismo para perdonarla? Fallaba, cada día sentía que el mecanismo de perdón fallaba un poco, bastante más.

Pasar página, antes que nada. Se fortaleció al pensar en el Ovington, el nombre del proyecto, del local. Para eso iban al Borough, el primer paso importante: crear los vínculos y cenar las negociaciones con los proveedores. Ovington era su sueño, el lugar que resumiría todo lo que había aprendido en los últimos siete años: comida muy buena, de base tradicional pero presentada con la elegancia de un banquete en una nave espacial. Lujo, sincretismo, guiños a la tradición, limpieza y efecto. ¿Se entendía? Si no, le daba igual. Él no era un cocinero, como el Innombrable o los hermanos Casas, de experimentos y pirotecnia. Él no era un cocinero con vocación artística ni necesidad de summa cum laude. Él era un cocinero aburrido porque ya no creía que había solo talento en la cocina. Había descubierto demasiado pronto, demasiado fácil, que era una industria fabricada para devorar el dinero de los que quieren tener algo que contar.

Llegaron al Ovington y batallaron para que el taxista accediera a esperarles. Necesidad imperiosa en Londres: hacerse con una compañía de vehículos para no depender jamás de los «black cabs».

– Son pesadísimos, pero ya está resuelto -dijo Patricia esperando que le abriera la puerta del futuro restaurante. Alfredo sabía cómo había conseguido que el taxista esperara. Le habría mostrado algo, un poquito de teta, de pierna, la nuca, el olor del perfume en su pelo. Tenía que asumirlo, Patricia aplicaba puterío en el momento en que necesitaba algo.

– Patricia, ¿no vas a decir nada de las neveras?

Iban de suelo a techo y el acero las convertía en perfectos espejos de todo lo que sucediera en el restaurante. Patricia pasó delante de ellas medio sonriendo, el colorido de sus prendas transformando el frío acero en un papagayo desplegando sus alas. Bella, inesperada, ¿cómo iba a ser solo para él un animal tan enigmático y hermoso? Pero es que era suyo, ella lo había decidido, ser de él. A pesar de sus escapadas, cada vez más excéntricas e inesperadas. La única manera de seguir con ella, lo que Alfredo más deseaba del mundo, era precisamente perdonarla. Él se volvía cada vez más… ¿pasivo? No lo sabía, no lo discutía. Se convencía de que algún día sus perdones le fortalecerían.

Alfredo resopló. No podía evitar ese gesto, expulsar el aire como si quisiera expulsarlo todo y terminar allí mismo su existencia. Estaba cansado de no poder decir lo que pensaba. Le daba miedo mezclarlo todo y al final no concretar. Estaba empezando a sentirse puta más que cocinero. O, fraseando un poco mejor, estaba empezando a sentirse un cocinero puta, siempre complaciendo, siempre quedando bien. Con los socios, con los clientes. Con Patricia. Eso era una puta, ¿no?, alguien que ofrece un servicio y cobra, y si lo mejora cobra un poco más. Si tiene éxito, abre sucursales o se especializa en ofrecer eso que sabe que funciona. La cocina era un burdel para Alfredo, y él la madame. No era necesario inventar más platos sino mantener los que funcionaban, quizá matizándolos para el público londinense. Nada más. Siempre todo tan fácil, el único esfuerzo de su cocina era encontrar proveedores de buenos alimentos a precios más o menos justos. Ya se sabía que sus comidas eran caras, podía permitirse una horquilla bastante amplia de proveedores. Había conseguido que su irónica forma de adaptar sabores anglosajones al humor y colorido del Mediterráneo, y luego el Caribe, fuera una fórmula que anhelaban sus clientes. Demasiado fácil para sus treinta y siete años. Había tocado techo muy pronto, no podía cambiar todo de golpe porque dejaría de ser Alfredo, la bella promesa, la exitosa realidad, el gorrito bello que jamás perdía clientes. -Fantásticas las neveras. El espejo que ve sin que nadie lo sepa -dijo Patricia de vuelta al taxi, sacudiendo el polvo de la obra en sus pies. Patricia, otra vez, ¿no sería ella la responsable de esa sensación de éxito conseguido y paralizante? No, era un problema suyo. Alcanzaba techos demasiado pronto porque no tenía paciencia. Nunca supo esperar. Siempre quiso triunfos antes de los treinta.

Borough Market era como cualquier otro mercado, solo que más organizado o de apariencia más organizada. La carne dividida por animales. Vaca y ternera, cerdo y cordero. Luego por corte o zona u órgano. Religión, en el caso del cordero. Después por región, vacas escocesas, irlandesas, del sur o del suroeste de Inglaterra. También por vendedor. Mathias Anwerson era el mejor vendedor de cortes a la uruguaya de carnes del sur de Inglaterra, y con él Patricia se esmeró para conseguir un buen precio redondo para ser proveedor del Ovington. Alfredo lo conocía a través de referencias de los hermanos Casas, que gustaban mucho de la carne inglesa con corte de la pampa. Tonterías de su oficio. O, mejor pensado, cosas que en su oficio se hicieron posibles gracias al dinero de los últimos años.

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