Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Alfredo y ella llegaron allí acompañando a la Modelo y su grupo de acólitos, los encargados de conseguirle contratos. Jamás apartaban la mirada de sus blackberrys por las que desfilaban e-mails con imágenes de próximas, irremediables nuevas Kate Moss, para angustia de la Modelo. Lógicamente, se habían vuelto una camarilla: Patricia, la Modelo, los acólitos y Alfredo cariacontecido. Por eso en Madame Jo Jos, como en el cabaret de la película, los problemas quedaban afuera. Allí dentro bailar, bailar. Un funk que recogía trazos del sonido Philadelphia y la New Wave, por ejemplo. Vieron en esas primeras noches a verdaderos expertos del Technotronic 2007, que consistía en mover cada trozo del cuerpo en una suerte de sincopado electrónico aparentemente sin alma pero luego cautivador. Patricia enseñó a Alfredo a batir las piernas como si fueran flanes que se incorporan para avanzar malamente. A dejar caer los brazos a los lados como si perdieran la voluntad. A adelantar la cadera y lanzarla de nuevo hacia atrás. La Modelo y alguno de los jamaicanos que observaban sus progresos le enseñaron a dar saltos de carnero en el pavimento no uniforme del Madame Jo Jos. Y la propia Modelo la instruyó sobre cómo sostenerse en la punta de sus zapatillas de baloncestista con plataforma de colores y girar como si fuera una bailarina.

Cada noche de esos primeros días de Londres, con o sin peleas, olvidando la escapada con la Modelo, Alfredo le susurraba a Patricia el nombre, «Madame Jo Jos», y Patricia se relamía sabiendo que a la una y media, de miércoles a jueves, estarían allí, en la puerta, en la esquina de Wardour Street con Frith, esperando bajo lluvia, nieve o viento. Toda herida, cicatrizada.

Hubo noches que Patricia pensó que formaba parte de una generación repentina, los desclasados de Madame Jo Jos. La Modelo y esos bailarines que siempre sonreían se contorsionaban e improvisaban rutinas apoyándose unos a otros. Patricia empezaba a imaginar que Alfredo aceptaría la presencia de la Modelo y su clan como instrumentos necesarios para moverse en Londres. «Nunca sé si haces amigos o robots que te guíen en las ciudades», le había dicho una vez su hermana Manuela. Siempre pensando, siempre maquinando, Patricia hacía un gesto con las manos para alejar ese recuerdo. Estaba en Madame Jo Jos, su mundo, su enclave especial, con Alfredo, víctimas o amigos y con todos los jóvenes efervescentes esperando que la hecatombe financiera no fuera eterna y no perdieran su juventud luchando igual que sus padres, viendo cómo las oportunidades comenzaban a deshacerse. Todos parecían disfrutar de los planes para el restaurante, serían más que comensales, una especie de carne humana atractiva para más visitantes, mejores clientes.

Fue conociendo más gente y mejor a la ciudad. El extraño frío embriagador de Soho, siempre confundiéndote con las calles, entrando por Frith cuando en realidad querías ir a Greek o avanzando en Fitzrovia sin darte cuenta de que dejabas Soho atrás y penetrabas en otro barrio, otra gente, otros hombres menos llamativos en su vestuario pero igualmente atractivos por su austeridad. Descubrió los diners escondidos entre Fulham y King's Road, al otro lado del mismo oeste, alimentando las gargantas borrachas de los garitos de Soho, un bocadillo, una hamburguesa para regresar a Frith o a Greek o a Wardour y seguir bebiendo.

Descubrió los magnolios sin flores en las calles de Chelsea y los que parecen eternamente floridos en Hampstead. Hizo el amor con Alfredo, muy tarde, en la madrugada, debajo de uno de los túneles de Regent's Park y decidió visitar las residencias de Maida Vale, suerte de mejorado Beverly Hills inglés, junto a Alfredo, imaginándose dentro de ellas y saboreando el espantoso café de los locales alrededor de los canales.

Se divertían, se amaban y se ayudaban a sobrellevar el susto de la inauguración. Y volvían a Madame Jo Jos después de cenar en el Wolseley y ver cómo los cocineros británicos abrían sucursales y sucursales de sus restaurantes emblemáticos. Alfredo sería uno de ellos, el primero español, si todas las cosas salían bien en el Ovington, que así se llamaría el restaurante, inspirado por la calle de forma oval en el barrio de Knightsbridge, Ovington Gardens.

Patricia no sentía miedo ni por la crisis económica ni por sus propias infidelidades. Saldría bien, el restaurante, la ciudad, las nuevas amistades. Lo que de verdad le preocupaba era lo otro. Ver cómo podía encajar las piezas del puzle financiero en que deseaba meterse.

No podía dejar de pensar en ello, ni siquiera observando a las esqueléticas negras que se contorsionaban como siamesas de un circo chino. Alfredo le acercaba otra copa, la besaba, ella lo besaba y le acariciaba el pelo. Londres significaba tantas cosas. El puente sobre el Támesis a la altura de Embankment, las estrellas perdiéndose en el agua oscura, los edificios encendiéndose en las últimas horas de sol, San Pablo, la catedral, dominando el vaivén del agua, la sinuosidad de algunos edificios, la robustez de todos. Ella y Alfredo cruzando el patio de piedra y hormigón, ventanas y ventanas, de Somerset House para desembocar al Támesis y recibir el golpe del frío en la cara. Las puertas secretas de la ciudad interior, Temple, en la frontera entre el este y el oeste, escondiendo bibliotecas masónicas, escaleras de caracol infinitas, maderas ancianísimas, chirriantes y silenciosas según qué pasos se daban en ellas. Londres la amaba, lo sentía, quería que ella también lo hiciera, que se entregara a su extraño clima, sorteara todos los inconvenientes y triunfara como lo que siempre había querido ser: Patricia, anfitriona. Anfitriona de un sitio aún más exclusivo y vivo que Madame Jo Jos.

Y entonces vio claro que a partir de esa frontera sin señales, que empezaba a la izquierda de la última columna del Museo Británico, se abría el este, esperándola con sus fauces de lobo indómito, la mirada taimada de los avestruces antes de perseguir la nada: El este. El este y ellos dos, Patricia y Alfredo, empezaron a hacerse uno solo, primero en taxis de más de treinta libras desde la puerta del piso prestado, luego rebajando esa cifra a las veinticinco y a veces, con mucha astucia, mucho inglés malhablado y aspirado, alcanzando las diecinueve y luego ya directamente a pie, uniendo atajos y risas de enamorados excitados por orientarse en el vientre de la ballena.

El este, el este quería escribirle a Manuela, que no le devolvía ninguna carta ni aceptaba ninguna de sus llamadas. El este, deseaba explicarle a su abuela Graziella, oculta tras los ventanales de su majestuosa casa en Edimburgo. El este, gritarle a cualquier transeúnte. Era todo para Patricia, la sensación de vivir los mejores años de su vida, los mejores segundos, en las fiestas llenas de estudiantes y decrépitos ex vedettes del cabaret en el George & Dragon; los gays de todas partes del mundo arrinconándose en el jardín interior del Jointers, los dealers de drogas sin bibliografía ni origen en el Hotboys y los centenares de hombres y mujeres desafiando cualquier convención de estilo y vestuario desfilando a todas horas por Shoreditch, y Alfredo y ella detrás, riendo los trajes, imitando los andares, emocionados de pensar que en algún momento crecerían y vendrían a sentarse a las sofisticadas mesas de los muchos Ovington que abrirían en Londres.

Y entonces volvía a Madame Jo Jos y se daba cuenta de que no llevaba ni siquiera tres meses en Londres y ya sentía que se había convertido en una esquina más, una sombra sobrevolando el agua oscura del Támesis y recordando cómo en el inicio de Frenes í el maestro Hitchcock recorre todo su esplendor, desde la Torre de Londres hasta el Obelisco a los pies del Savoy y justo entonces el espectador descubre un cuerpo humano flotando en el río. Podía ser ella ahora, tanto la que mirara con el ojo del águila como la que flotara delante del monumento y de pronto despertara y dijera lo conozco todo, lo he visto todo, soy Londres.

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