Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Octubre se apagaba con frío, noticias espantosas sobre la debacle, precios de casas millonadas cayendo y Ovington avanzando parsimoniosamente hacia su inauguración. La casa prestada de los amigos colombianos cada vez más recorrida y mancillada por los arrebatos y festividades sexuales de Alfredo y Patricia. No habían dejado rincón sin probar. Patricia seguía frecuentando a la Modelo, conociendo a gente que traer a la inauguración, galeristas, anticuarios, taxidermistas, la hija de un hermano de Benazir Bhutto, dos escritores de moda que querían hacer un libro sobre cocineros asesinos, una sobrina de Joan Collins. Gente que traía otra gente y hacía a Patricia verse iluminada por dentro, desmelenada y emperifollada, asistiendo a todo lo que sucediera en una ciudad que parecía romperse en pedazos y sujetarse a cada fiesta.

– A veces pienso que cuando vimos a la gente saltando al vacío en las Torres Gemelas, asistíamos a un embrujo. Un hechizo fatal -le decía Patricia en la fiesta en homenaje a una estrella de cine retirada.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Alfredo.

– ¿Sabes de qué imágenes te hablo?

No, no entendía qué estaba sucediendo.

– Cuando el avión partió la primera torre, la gente que estaba en los pisos superiores decidió lanzarse al vacío. Sabían que morirían, fueron seres humanos arrojándose a la muerte. Más que suicidas, eran animales desesperados asumiendo el precipicio.

– ¿Por qué recuerdas eso ahora?

– Porque lo vi tantas veces ese día…, no podía dejar de buscar esa imagen, canal tras canal, para cerciorarme de que de verdad había pasado, que de verdad lo había visto.

– Las prohibieron, Patricia. Hiciste bien en verlas porque nunca más lo harás. Están censuradas de por vida.

– Porque eran tan violentas. Tan decisivas, Alfredo. -Le sujetaba fuertemente. Alfredo sintió que necesitaba decirle algo detrás de esas palabras y el recuerdo de esas imágenes.

– Yo creo que nací de otra manera o me transformé en algo cuando vi esas imágenes. He tardado un poco en comprenderlo. Creo que ver a esa gente saltar hacia su muerte me hizo un poco más inmune. A todo, a que me diera igual si infligía dolor o aportaba cariño.

– Ya te he perdonado por la Modelo, Patricia.

– Es más que eso, Alfredo. -Se retiró el pelo de la cara, estaba más pálida, lloraba un poco, se abrazaba a él-. Siento que puedo hacer lo que me dé la gana, para bien o para mal. Y no tengo miedo. Porque sé que nada importa, que todo se olvida más rápido que nunca.

CAPÍTULO 10

SI MIRAS ATRÁS, ESTARÁN MILLI VANILLI

Pero no todo se olvida, quiso decirle Alfredo.

A nadie que conocía le gustaba que fuera bello. Su madre, para empezar, había desarrollado una extraña locura que consistía básicamente en atacarle, golpearle sin razón alguna de una manera que muchas veces lo dejaba en el hospital o con moratones que había que disimular en el colegio. Los profesores pensaban que era el padre el autor de los hematomas, y muchas veces el hombre los asumió para no desvelar el terrible conflicto familiar que ocultaban las paredes de su casa, a riesgo de que la situación lo llevara a problemas penales. Otras veces era Alfredo quien se adjudicaba los cardenales y las heridas y los justificaba aludiendo a la dureza de sus andanzas deportivas o a la peligrosa afición, decía, de escalar paredes y saltar entre tejados próximos. Llegó al extremo de reconocer que las contusiones se las hacía a sí mismo al golpearse con las puertas por no aceptar ni confesar que solo él sabía lo que significaba quedarse a solas con su madre y esperar que cualquier cosa, un cigarrillo cuyo humo se atragantaba en su tráquea haciéndola toser, el pitido del calentador de agua, la leche olvidada por un segundo hasta derramarse sobre los hornillos, y, sobre todo, el aspecto impecable, atlético y arrebatadoramente hermoso de su propio hijo, la sumían en una desesperada ofensiva de cólera, gritos y puñetazos, de manos frenéticas que le sujetaban la cabeza y la aplastaban una, dos, tres veces contra el suelo de la cocina.

Una vez, ya entrado en la adolescencia, Alfredo respondió, estrangulándola prácticamente con sus manos, cubiertas de venas que desconocía que latieran bajo su piel y sin dejar de contemplarla con todo el odio posible mientras los ojos de ella iban haciéndose más y más blancos. Entonces aflojó la presión de sus dedos y la dejó tirada en el suelo de aquella cocina infernal bajo el peso del silencio y el calor. De repente, ella pareció reaccionar. El aire salió de su boca y luego la tos y el llanto y el sonido de sus manos aporreando las baldosas, y poco a poco la violencia inexplicable sacudiéndola y levantándola. Pero Alfredo ya cerraba la puerta de la casa y estaba fuera, ante el hueco de la escalera, alisándose el pelo debajo de la lámpara de bajísima potencia, mirando el resultado en la superficie de falso dorado del embellecedor del pasamanos. Asumió aquel término y lo recordó siempre. Embellecedor. Era la primera vez que comprendía que su propia belleza sería lo que lograría sacarle de allí. Descendió aparentemente despreocupado por la escalera y saludó con su innata cortesía a la vecina de abajo, Teresa. Aparentaba la edad de su madre, pero era sin duda más gorda, fumadora y dicharachera. «Te comía, hijo, tan educado y salado siempre. Qué suerte tienen tus padres», le dijo, y él sonrió como si no hubiera pasado nada o, más bien, como si acabara de asesinar a su madre por loca y a su padre por idiota e inexistente. Eso también lo descubrió ese día: podía aparentar, igual que un criminal, igual que un enfermo que oculta el dolor creyendo que esquiva a la muerte.

La madre fue internada en un centro de acogida municipal. Diagnosticaron un desorden psicótico. Alfredo la vio por última vez mezclando números con palabras y golpeando la mesa sobre la que hablaban antes de que unos empleados la retiraran.

Su padre también era cocinero, como después decidió ser el mismo Alfredo. Iba al carísimo Colegio Alemán, al norte de la ciudad, porque su padre cocinaba allí y, sin mayores explicaciones, a él siempre le adjudicaban un crédito extra por quedarse a limpiar la inmensa cocina de acero inoxidable junto a su padre cada tarde. Los dos sabían, sin decírselo, que prolongaban esa limpieza todo lo posible para evitar regresar a casa y enfrentarse a la madre. El padre decidió enseñarle trucos para rendir la sopa, los purés o rellenar las salchichas que se habían vuelto célebres en el colegio, hasta tal punto que muchos progenitores dejaban secretas y extensas propinas al padre de Alfredo para que este las envolviera en bolsas de papel y se las diera en la puerta trasera. Alfredo hijo entendió que la cocina era un universo de reglas secretas, de medidas que bien aprendidas le hacían más llevadera la física y las matemáticas. Solo que mientras más veía el trabajo de su padre, más mediocre le resultaba lo acomodaticio que era este ante su propio talento. «Cocinar es de pobres, comer es de ricos», le decía cansinamente. Alfredo le propuso encontrar un local, incluso en el mismo barrio del colegio, donde vender sus salchichas y algún que otro plato típicamente alemán: strudels, pasteles de carne, sopas muy cargadas… Lo dibujó, incluso construyó una maqueta y le llevó de la mano al sitio donde podían abrirlo. Convencido, el padre reunió el dinero y le presentó a una robusta socia, la señora Sonia, que sería luego descubierta como la verdadera mujer en su vida y madre de David, el hermanastro de Alfredo. Se llevaban seis años y David no había heredado la belleza de los Alfredos, padre e hijo, pero tenía un amaneramiento tan exagerado y audaz que Alfredo sintió un inusitado afán de protección hacia él.

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