Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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La fiesta se llenó de inversores, agentes y empleados de aquella firma a las siete en punto. Los americanos y su pasión por cenar a esa hora, incluso en día de fiesta. El decorador de los Madoff, un venezolano muy aspaventoso, perfecto para David, se movía entre invitados ajustándose su pajarita color fresa de tamaño XL. Llevaba zapatos rosados de esmoquin y saludaba a todas las mujeres con dos besos. Había dispuesto toda la comida en una especie de escenario giratorio, tan frambuesa como su corbata y las paredes del Screams. Unas gallinas vivas, rosadas como los zapatos, se movían extrañas en lo alto de dos pedestales de azul eléctrico. ¿No tenía Patricia una combinación similar?

Iluminadas como esculturas efímeras, las ensaladas, cada trocito de granada, tomate o pimiento, bordeando y volviéndoles collares alrededor de un cuello interminable. Entre ensalada y ensalada, los cuencos de barro rojizo repletos de guisos, los extraños pollos cocinándose a fuego lentísimo delante de los comensales, los tres tipos de pescado ahogándose poco a poco en leche de coco y el punto justo de cilantro, la carne cada vez más roja, cocinándose al ritmo de «Fumando espero» en la voz de la inmortal Sara Montiel. «Flotando el humo, me suele adormecer. Rendida en la chaise longue, fumar… y amar…» El humo de los tres platos terminaba de ahumar las tortillas adheridas en las paredes del escenario, para que cada comensal las arrancara y rellenara con cualquiera de los sabores a su disposición.

Un pavo gigante, de plástico, movía la cabeza y agitaba las plumas traseras que se convertían, como era inevitable, en la bandera de Estados Unidos. Mientras todos se arremolinaban para untar las tortillas, el decorador abrió la escotilla de una jaula de donde salieron, despacio, como señoras que se adentran en un territorio desconocido, dos iguanas gigantes. Perfectamente adiestradas, fueron cada una, siempre carentes de prisa, a una esquina distinta del escenario. No asustaron a los gallos, no detuvieron el incesante plumeteo del pavo artificial, no sintieron hambre ante el olor de las viandas. Se colocaron bajo la luz que destellaba sus tonos verdes, azules, turquesas, los colores homenaje a la Isla Prima.

Alfredo decidió que no saldría de la cocina. Se sentía mal, había ido al baño varias veces. La música en la sala era terrible. Boleros que no terminaban o no les dejaban empezar. Mariachis sin trompetas, rumbas sin rumberas. Pero al final, harto de sentirse culpable, decidió asomarse a la sala principal.

La gente al principio pareció emocionada de la celebración, pero a medida que esta avanzaba se mostraba cada vez más enrarecida. Los Madoff lloraban en un rincón y hacían larguísimos y crípticos brindis por sus hijos «que jamás nos fallarán. Y por Dios, que pone a cada uno en su sitio». Los comensales no dejaban de halagar la comida, a los anfitriones y de mirarse entre ellos como si algo, sin embargo, no estuviera bien. Los postres se presentarían igual que los salados. Bandejas de arcilla, complicadas elaboraciones geométricas, estallidos de color gastronómico. Alfredo, su estómago sonando como banda mortuoria en Nueva Orleans, intentaba mejorar la disposición cuando sintió el perfume de Marrero cerca y la sonrisa benigna pero agonizante del señor Madoff.

– Mañana va a ser un gran día, querido Alfredo. No esperes a que el edificio abra para ir, preséntate antes. A las ocho en vez de a las nueve. Feliz Día de Acción de Gracias a primeros de diciembre -pronunció en su vacilante castellano, y levantó su mano mientras Marrero lo alejaba como si hubiera bebido demasiado.

Alfredo no durmió, aun estando bajo el confort de las sábanas del hotel Mandarín Oriental. Dos noches consecutivas sin dormir. Hacia las siete se metió en la ducha y estiró el brazo hacia arriba, como el saludo final de Madoff en el restaurante. Como el Hail Hitler! del gran exterminador de judíos de la Historia. Como el último gesto de la vida de Marion Crane, la heroína asesinada en Psicosis, de Hitchcock. Era la escena favorita de su hermano David. «Ese gesto último de vida, como si fuera un baile, el vals sin novio, antes de estrujar la cortina de plástico y romper las anillas que la sujetan a la barra: Arte, emoción.» Y qué diría ahora de él, pensó Alfredo, desnudo, maldormido y autoconvertido en delincuente, exactamente igual que Marion Crane; desnuda belleza, pura y solitaria antes de entrar en la muerte.

A las ocho un guardia jurado le abrió la puerta de la sede del imperio Madoff. A las ocho y un minuto Alfredo dejó atrás el puesto de seguridad y avanzó por un pasillo de granito rosa y pequeños destellos hacia una amplia puerta de cristal donde una mujer de mediana edad, con tacones tan altos como los de Patricia, se estiraba la falda de lana y le tendía su mano ofreciéndole un intraducible apellido judío. Iba a traerle los documentos para formalizar la operación de Mr. Marrero. Alfredo asintió y esperó de pie. Había otra mujer pegada a un ordenador en el que pudo distinguir a los lagartos verdes de los dígitos moviéndose hacia la derecha. La observada debió de sentir su falta de sueño o el terror por haberse vuelto la persona que jamás quiso y se giró. Su mirada devolvió a Alfredo su aspecto: una calavera consumida. La señora de mediana edad regresó indicándole que le acompañara hacia una habitación al fondo. El olor de la calefacción subía por las paredes, acababan de encenderla. El silencio en la tercera avenida era impresionante. Tantas veces pasó delante de ese edificio y jamás imaginó que lo recorrería. Una amiga de Patricia, Victoria, arquitecta, hablaba siempre mal de este edificio, conocido por los neoyorquinos como «El pintalabios» por su forma, en efecto, similar a un rouge que se desenroscara. Era un diseño de Philip Johnson, el célebre arquitecto de las gafas muy redondas, eterno acompañante de Jackie Kennedy, enfant terrible, rodeado de controversias, como la de que pudiera ser un antisemita declarado y proclive a que Estados Unidos formara parte del Eje antes que adalid de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Patricia sabía todo sobre él, como de tantos arquitectos. La señora tardaba en sellar carpetas y aniquilar en una destructora de papeles unos documentos al tiempo que separaba otros. Todos formaban parte de la operación en la que estaba involucrado. Era mucho dinero, más de lo que Marrero había señalado. Pensar en el edificio le calmaba. O, mejor dicho, lo hacía más indolente, anestesiándolo.

– Firme aquí. Y luego aquí. Y, por la cena de ayer, el contrato de confidencialidad.

Letra pequeña, debía leerla. Pidió un café, se lo trajeron en una vajilla muy blanca que de inmediato asoció con la que habían enviado los valencianos el día de la inauguración del Ovington. Tendría que ser la misma. Tomó el café, levantó la taza, algo parecido a una fallera estaba debajo. Lo quitaron de sus manos, no pudo ver más.

Lo leyó, no podía revelar nada de lo que había acordado, visto u oído en los tres días previos a la cena y en los dos días siguientes. Se hicieron las ocho y veinte y diez minutos después apareció más gente en los alrededores de la oficina. De pronto Madoff estaba allí, nervioso más que resacoso, vestido con un polo debajo de la pesada chaqueta de invierno y un gorro de los Mets. Todo el mundo se puso de pie menos Alfredo, que pareció recibir la taladrante mirada del hombre. Le hizo un gesto similar al saludo final de la noche anterior pero que parecía indicarle más bien que por nada del mundo se levantase. Explicó que subiría a la última planta. Que allí estarían sus hijos. Y se encaminó hacia el ascensor. Alfredo terminó de firmar los pesados folios. La señora de mediana edad sudaba frío pero los recogió, los introdujo en un sobre muy acolchado y lo entregó a un caballero negro que salió raudo del edificio. La señora se giró hacia su ordenador y tecleo rápidamente. Alfredo miraba todo lo que realizaba, hacía un calor rarísimo, como si el termostato hubiera reventado y la calefacción decidiera ahogarles.

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