– Es nuestra, hemos pujado más que ningún otro. Cuando lleguemos a Nueva York seremos reyes, Alfredo. Sesenta y cinco mil dólares por hacer una cena de Acción de Gracias. Convertidos en esta breve escala en al menos trescientos cincuenta mil. Mañana, serán más de seiscientos mil. Y pasado mañana tendrás que seguir nuevas instrucciones.
Cerca de él, una de las prostitutas, que ya comenzaba a recuperarse del susto, le guiñó un ojo.
– Nuevas instrucciones, Alfredo -recuperaba la voz de Marrero-. Pero acátalas, puede que sean las últimas -susurró.
Salieron por la misma puerta, el coche les esperaba con el mayordomo vestido de chófer esperándoles con la puerta abierta. Regresaron en silencio, a través del túnel con los diamantes centelleantes en las paredes. Alfredo vio a lo lejos las pequeñas montañas cerca de la autopista donde habían «aparcado el avión». Unos niños sin ropa seguidos por unas mujeres esqueléticas sosteniendo pequeñas muñecas en las manos, salieron al paso. El mayordomo-chófer frenó levemente. Un grupo de militares, tan negros como los niños, efectuaron tiros al aire para que se dispersaran, pero las mujeres y los niños se aferraban a las puertas del coche. Marrero no decía nada. Los tiros parecían entrar en la piel de esas personas y el coche al fin retomaba su velocidad.
– ¿Dónde estamos? ¿Qué coño es esto? -empezó a gritar Alfredo.
– Ya vi esta mañana en el avión que tienes buena tranca, hombre, espero que la de tu hermano sea menos poderosa. Vale que tenga un hijo maricón, pero que me lo desfloren cada vez…, qué fatiga me da solo pensarlo, no me extraña que prefieran morirse lentamente -fue lo único que respondió Marrero.
Alfredo se retorció de asco, de molestia, de impotencia. Vio, por el espejo de atrás, cómo no habían muerto los niños. Se levantaban, a duras penas, y volvían a esconderse en la vegetación.
LA TORRE PINTALABIOS
El viaje en coche hasta el centro de Manhattan se realizó en un Lexus nuevo, negro por fuera, dulce de leche por dentro. Una combinación de colores que, por lo visto, fascina a los propietarios de los aviones privados. Marrero continuamente al teléfono y Alfredo deseando olvidar la Isla Prima. El vehículo subió por el peaje de la 42 para ir hacia Lexington y dejarle en la puerta del Screams, donde harían la fiesta.
De niño, Alfredo tuvo un sueño en el que llegaba a una esquina en Nueva York y, al cruzarla, aparecía en Londres. Sueño cumplido, a tenor de lo que vivía y se encontraba haciendo ahora. La puerta del Lexus fue abierta por una mano enguantada en el mismo color caramelo del interior. Abrigo negro, zapatos relucientes, alcanzó a verse el rostro en ellos y sintió el primer golpe del frío neoyorquino, más cortante que el de Londres. Otro coche se les aproximaba y, al llegar a su altura, sus ventanas comenzaron a descender. La señora Madoff. La reconocería en cualquier lugar pese a que ella siempre insistiera en que su cara era tan normal que, si no fuera por la gente que conoce a su marido, Bernie, ella pasaría desapercibida. Breve intercambio de saludos, incluso una pregunta sobre Patricia y si tiene problemas con la manicura, pues conocía a unas coreanas divinas que acudían a cualquier dirección. Alfredo agradeció el gesto, creía que Patricia había comentado algo sobre lo malas que eran las manicuras en Londres.
– ¿Belgravia o Mayfair? -preguntó la señora Madoff, refiriéndose a los dos únicos barrios blancos y finos de la capital.
– Belgravia -respondió él.
– Todos hemos hecho mucho dinero, ¿verdad, Alfredo? Y eso es bueno -sentenció ella-, ha sido la base de nuestro imperio -matizó, mirando al suelo y recogiendo una moneda de cinco céntimos.
Alfredo se asombró, tan millonada como era, casi dueña del mundo, y el azar le seguía regalando monedas. La señora Madoff se la guardó en un bolsillo de su abrigo y se sonrió para sí misma.
– Te hemos pagado bien -continuó ella-, pero supongo que lo mejor habrá sido acompañar a Pedro a la isla, ¿no es cierto? ¿Te gustó lo que viste?
– No, señora. En realidad me dio miedo.
– Esas mujerzuelas, ya lo sé. Es que tú eres siempre muy educado, muy correcto. Y con una novia magnífica. -Siguió mirando el suelo, como si esperara descubrir monedas de mayor valor-. Así éramos mi marido y yo al principio. No tan atractivos como vosotros, claro, pero con una sana ambición.
Se quedó en silencio, no había más monedas, el suelo demasiado limpio pareció entonces asustarla, a lo mejor le devolvía un reflejo de lo que la ambición había hecho con ella. Alfredo quiso, deseó fuertemente decirle que se iba, que regresaba en cualquier vuelo comercial a Londres. Pero calló.
– Es un presagio tan extraño, Alfredo, si me permites que te haga parte de él. Como si esto fuera por última vez -comenzó a confesarle ella a medida que sus ojos se le iban llenando de lágrimas. Alfredo la sujetó por el brazo, quizá con demasiada fuerza, porque la dama se apartó y avanzó hacia el local.
El tono de las paredes del restaurante, de un furioso frambuesa y un restallante verde perico, le cegó. ¿Patricia les había permitido cambiar las paredes del Screams?
– Nos ha quedado como una selva maya -describió la señora Madoff, y el equipo responsable estalló en aplausos que fueron coreados por la tripulación de Marrero, también presentes, porque serían sus pinches y camareros.
Alfredo se encerró en la cocina tan rápido como pudo. Tenía claro el menú y cómo hacerlo. Se encontró allí con Santiago y Carmelo, los dos madrileños que tras su ida a Londres habían encontrado empleo en un restaurante «fusión» en Nolita. Vio cómo unas mujeres negras degollaban dos gallinas en el interior y la señora Madoff, que entraba ahora en las dependencias, se apartaba con asco.
– ¿Gallinas? ¡Pero si es Acción de Gracias! ¿No debería ser un pavo, Alfredo? -le preguntó, de nuevo cerca de él.
– Su marido y sus hijos querían una cena mexicana -contestó.
– Qué mala muerte tienen las aves, ¿verdad? -comentó mientras contemplaba extasiada cómo degollaban a otra gallina-. No será vudú, ¿verdad? -bromeó, y él vio que jugueteaba con la moneda de cinco céntimos oculta en el fondo de su bolsillo.
– No, es para hacer ensalada de gallina. Su marido y su hijo no quieren pollo.
– Porque los hace más femeninos, es cierto. Una cena de Acción de Gracias sin pavo, ¿no será como ir vestida de rojo a una boda?
Alfredo iba a responderle, pero ella ya extendía su mano para despedirse. Y en ella un sobre muy pesado.
– En Nueva York la propina es la única ley no escrita que respetamos -dijo la señora Madoff.
– Permítame preguntarle una cosa: esta cena, exactamente, ¿qué viene a ser?
– Una cena de Acción de Gracias con platos mexicanos.
– ¿Y por qué nos han escogido a mí y a Patricia para realizarla?
– Porque siempre nos gustó este, vuestro restaurante de la calle 49. Y porque los mayores nos volvemos tiernos con los jóvenes que empiezan. En realidad, Thanksgiving ya fue; mi marido y yo lo celebramos con nuestra gente los primeros días de diciembre.
La señora Madoff dejó el sobre en la encimera, al lado de los utensilios para cocinar.
– Dentro hay un extra mío. Aceptadlo, por favor. Toda mi vida quise hacer el bien a las parejas bellas que el destino cruzaba en mi camino.
Cuando la señora Madoff se hubo ido, Alfredo se colocó el delantal y bebió de un trago un café negro espesísimo. Bajó por su garganta como si fuera un brebaje destinado a hacerle miembro de alguna tribu donde se refugiaran los últimos heterosexuales de verdad, como diría su hermano David. Pensó en llamar a Patricia, pero no, aún no eran las doce del mediodía en su huso horario. Estaría durmiendo. O, quién sabe, despierta.
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