– Llevamos trabajando en Londres desde hace unos siete años. Vendíamos casas a los rusos y si les apetecía incorporábamos una mansión en Mallorca o Marbella o Elche, hasta Almería, todo lo que tenga playa y calor español lo compran los rusos, ya sabes -continuó Enrique.
– Ahora, con la tormenta, iréis más hacia el este -respondió Patricia sin pensarlo mucho. El traje de Borja tenía las solapas muy anchas, era todo él mucho más ancho que Alfredo, no gordo sino más amplio, ese tipo de bróker que come carne todo el día.
– El este de Europa es el futuro, Patricia -pronunció Borja sin recolocarse en el sillón. Y sin dejar de mirarla-. La burbuja inmobiliaria no es que vaya a estallar, es que ha reventado salpicando de mierda todo lo que conocemos. Miami es ahora solo edificios vacíos. Los Angeles está a tope de hipotecas que pierden y pierden valor y que nadie puede completar. Madrid, asfixiado. En Londres están regalando pisos en Sloane Square…
– Por favor, Enrique, no sigas, ¿no ves que tenemos un poco de resaca? -intervino Higgins-. ¿O no es así, mis queridos?
– El que habla es Borja, cariño. Yo, Enrique, en general me limito a firmar -matizó Enrique partiéndose de risa.
Borja se arrellanó en la mesa y estiró bajo ella sus piernas de ex jugador de rugby. Patricia observó cómo David vigilaba su observar. Borja era ese ejemplar de varón que podían rifarse en las noches en que fueron niños y amigos antes de conocer a Alfredo. Peludo, patoso, masculino, lo único que podía explicar su presencia en el Ovington era el apodo con que le bautizara Alfredo: Mr. Gratis.
– La alcaldesa de Mogyoród, en Hungría, es muy amiga mía. -Borja proseguía con su perorata-. Todas esas búlgaras que estuvieron limpiando casas y escaleras en Madrid y en Valencia han ahorrado sus euros y están ahora comprando pisos en su país. Necesitan que se los construyamos. Enrique y yo estamos comprando terrenos en las afueras de Budapest…
– Perdona que interrumpa, pero toda Budapest es «unas afueras de Budapest» -intervino David, generando una carcajada del grupo.
Patricia no dejaba de mirar a Borja, que se movía como un perezoso descoordinado. Son animales que, aunque todo lo hagan a cámara lenta, poseen un infalible sentido del espacio. Suspendidos en las ramas de los árboles de caucho ejecutan sus movimientos con una coreografía espectacular. Borja, en cambio, intentaba llevarse las manos a la nuca y terminaba dejándolas caer en el espaldar como un peso muerto: deseaba abrir la boca y bostezar y terminaba tosiendo o maldisimulando un eructo. Era peor que torpe o vulgar. Era imposible.
– ¿Te molesta si me desabrocho un poco el cinturón? Creo que la comida de Alfredo me provoca gases -añadió.
Patricia sintió ganas de abandonar la mesa.
– Te queda bien el pelo corto -continuó Borja.
– Sí, estoy segura de que Alfredo lo celebrará mucho.
– Qué raro, pensaba que era a los gays a quienes les gustaba el pelo corto en las tías.
– ¿Desde cuándo conoces a Lucía? -cambió de tema.
– No la conozco, creo que es amiga de unos amigos de Enrique.
– Venga, Borja, no seas desagradable. Ella y yo fuimos al colegio juntos, igual que Alfredo y tú, hombre -recuperó Enrique su atención.
– Y tú no creas que no oigo lo que preguntas sobre mí, Patricia -afirmó Lucía.
– Lo importante aquí es que todos somos muy amigos de Marrero -indicó Borja sonriéndole ampliamente-. Hacemos negocios juntos. Él nos habla muy bien de ti, del Ovington, y de Alfredo…
Patricia se levantó de la mesa y avanzó hacia el despacho detrás de la cocina. Tenía sudores fríos, le dolían las rodillas y se veía reflejada en las puertas de los frigoríficos como un payaso anémico. David apareció a su lado.
– Son inofensivos, Patricia.
– Ni tú ni Higgins podéis volver al Ovington, David. No quiero tener nada que ver con esa gentuza.
– Demasiado tarde, Patricia, y tú lo sabes. Respira hondo, déjalo pasar. Perdóname también por lo de esta tarde.
– Lo había olvidado.
– Vaya, ahí va la ofensa.
– Escuché tus palabras, pero no significa que las vaya a recordar toda mi vida -dijo mirándole profundamente, el asunto estaba sellado. Luego, prosiguió-. No me gusta que esta gente venga aquí sin que al menos lo sepa Alfredo.
– Vendrán y se irán, como todos nosotros en tu vida, Patricia. Pero si la operación Thanksgiving de Alfredo y Marrero ha resultado tan exitosa, como lo demuestran todas las portadas y noticias que generan, no esperarás que ellos, Borja, Enrique, la Higgins y Pedrito y yo no aparezcamos por aquí.
– Husmeando -exclamó Patricia, y de inmediato se arrepintió de decirlo-. Sí, la Manada.
Patricia no movió ni un músculo. En el iPod sonaba Lily Allen, «Yo sé, ella sabe, falso o cierto. No estoy diciendo que sea tu culpa, eres tan naíf, eres una sonriente encantadora». Perfecta coincidencia. Todo el mundo estaba enterado de lo que pasaba en sus vidas. Entonces, ¿por qué no entraba Scotland Yard y la detenía de una vez? Empezó a verlo más claro. No, no iban a alcanzarla. Antes conseguiría ella utilizar a uno de ellos para acabar con todos. Con Marrero, sobre todo, apartarlo del botín, acallarlo para siempre y que Alfredo jamás supiera qué hicieron en el Mark. Era un plan difícil, pero empezaba a verlo claro en los gestos descoordinados de Mr. Gratis, en la risa cuajada de restos de ensalada de la Higgins, en los ojitos saltones de Pedrito Marrero que le recordaba a uno de esos roedores de tamaño gigante que nadan en las aguas del Orinoco. En el iPod sonaban Las Supremes, vaya, ni se acordaba de que las tuviera. «Stop! In the Name of Love», sí, se recordó con catorce años y junto a su hermana Manuela divirtiendo a la abuela Graziella en su única visita a Barcelona, imitándolas. «Detente, en el nombre del amor, antes que rompas mi corazón.» Hizo el bailecito y David, cómo no, se le unió, agitando la cadera de lado a lado y estirando el brazo en plan defensa.
– Imagínate que su hijo y yo de verdad nos casemos en Valencia. Lógicamente tú y Alfredo haréis el catering. -La voz de David consiguió imponerse a la hiper femenina dicción de Diana Ross.
– ¿De qué estás hablando? -dijo Patricia.
– De nuestra boda, Patricia querida. Pedrito Marrero y yo vamos a casarnos en Valencia para cerrar un montón de bocas y epatar al máximo a los carcas de la ciudad.
– ¿Es una buena idea casarse para epatar a los valencianos? -preguntó Patricia.
– Es mi única posibilidad de ser tan famoso como mi hermano -respondió David-. Habrá gente dándose de hostias por hacerlo, cariño, el catering y lo que sea. Todos estamos dispuestos a cualquier cosa en este momento…
Patricia hacía que no lo oía. Entró al despacho, no estuvo sola mucho rato.
– Cuidado con las canciones, si se repite otra de Las Supremes en nada estaremos bailando todos otro éxito de Marta Sánchez. -Era Borja, su perfume deslizándose sobre sus palabras. Patricia recorrió con sus finas manos su pelo recién cortado. El gesto era simpático, como si todavía no se acostumbrara a su nuevo peinado.
BIENVENIDO UN EXTRAÑO
Borja recordaba esos días de lluvia a principios de agosto, aparecen justo cuando el bronceado empieza a adquirir un tono parejo y estropean la cotidianidad del desnudo, la aplicación del protector y el nadar en el mar temiendo por las medusas.
Hablaba mucho de libros sobre cocineros, mala táctica porque hacía aún más presente a Alfredo. Soñaba, dijo en un momento dado, en hacer algo así con un talento novel o, bueno, ya puestos, con el propio Alfredo. Enrique comentó algo como que mejor sería no dar tanto la tabarra a la novia del «biografiado». Y todo el tiempo Patricia miraba las manos de Borja, dedos gruesos, boca amplia, ojos cercanos, ojijunto, como los actores de las películas de Sandra Bullock, como decía Alfredo cuando un caballero le provocaba celos y el adjetivo servía para desmoronarlo ante Patricia. Un hombre con los ojos muy cercanos, no bizco, sino con esos ojitos pequeños y la frente pronunciada, siempre había sido el punto y aparte para Patricia. Siempre hasta Borja.
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