Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Decidió afeitarse, mirarse un largo rato al espejo. Había adelgazado, todo se le marcaba bajo la piel, todo menos los sesenta y cinco mil dólares de su trabajo y cualquiera que fuera la cantidad que había abonado por la fauna deforme y sin nombre de la Isla Prima. Patricia lo envolvió en un abrazo. Olían a algo nuevo y viejo. Un secreto, una mentira.

– He conocido a Mr. Gratis -dijo Patricia.

– Es verdad. Me lo ha dicho. Quiere escribir un libro sobre el Ovington.

Patricia se giró hacia su novio. Si desconfiaba de todo, por qué no reaccionaba ante su mención del verdadero rival.

– ¡No me había dicho nada de eso!

– Tiene el editor, según él. Me imagino que se habrá follado a tu amiga modelo…

– Sí. -Patricia pensó que debería llamar a la Modelo para que la asistiera en la mentira-. Hay algo en los platos de Marrero, Alfredo.

– ¿Cocaína? ¿Es que no vamos a parar de hacer disparates?

– Algo más comprometedor. Una nota, una factura…

– ¿Dentro de un plato? Patricia, ¿te has vuelto loca? ¿Vas a echar una hoja de papel al barro y luego convertirla en plato? ¿Estás oyendo lo que tú misma dices? Te has drogado mucho en mi ausencia.

– No. He visto otras cosas.

Alfredo se incorporó para vestirse e ir al Ovington esa noche. Patricia fue hacia su vestidor y empezó a maquillarse allí. ¿Cómo pudieron introducir un documento en un plato sin que se disolviera en el horno a altísima temperatura? La vajilla tendría, fácilmente, más de trescientas piezas. Algunas expuestas, las que se emplearon la noche de la inauguración, y otras aún en cajas. ¿Sería de locos ponerse a buscar pieza a pieza.

Ovington era como una estación de tren de famosos. Gwyneth Paltrow hablaba en castellano con un periodista español que venía a cubrir el llamado «fenómeno culinario de la crisis». Patricia les saludaba guiñando un ojo. Si Alfredo levantase la cabeza de sus muslos de pato sobre hinojos y remolachas leería en los labios de la actriz americana que «la comida es muy importante, habla más de nosotros que lo que vestimos. España ha entendido eso como nadie y por eso hay talentos tan dispares como el Innombrable y Alfredo». En otra mesa hablaban del Innombrable dos cocineros, uno belga y el otro mexicano. Patricia nunca podía recordar el nombre del primero, confuso como también era su comida. Decían, y esto lo oyó la propia Patricia al pasar, que «el Innombrable acaricia la idea de cerrar su súper negocio y así hacerlo todavía más legendario». Y que al mismo tiempo, otro cocinero español había lanzado una campaña difamatoria contra los ingredientes que empleaba el Innombrable en su búsqueda por lo más nuevo.

Gwyneth vino a abrazarla y comentar el hallazgo de su blusa. Patricia le dio el nombre de la boutique, detrás del monumento de Marylebone, al lado de una tienda de uniformes. Compartir un secreto con Gwyneth contaba como milagro moderno. Igual que acostarse con alguien cercano a Marrero, igual que entender que la red que tejía para quedarse con todo el dinero la obligaba a soltar más y más hilo para que ningún fleco deshiciera el tramado. Pregunta va, pregunta viene. ¿Cómo se consigue introducir un papel dentro de un plato de porcelana? Gwyneth, ¿alguna vez te has hecho esa pregunta?

Miró el calendario, un diciembre que no terminaba jamás. ¿Desaparecería su manto de santa si no encontraba el papel dentro de los platos? Cerró los ojos y escuchó a la Higgins, le decía que Borja había tenido que marcharse a Madrid y luego a Valencia para las fiestas. Que le había dejado una nota, Patricia sintió el sobre deslizándose entre sus dedos. Agradeció de alguna manera a la Higgins y desapareció en el baño. No iba a meterse nada, le dolía la nariz, le dolían todos sus orificios desde aquella madrugada con Borja.

Tenía buena letra, mucho más precisa que cualquiera de sus movimientos exceptuando la penetración.

«Te dije que me usaras y no me daría igual si no me haces caso. Prefiero dejar el camino libre, pero amenazo con volver. Tengo una idea para un libro, servirá de coartada…» Patricia dejó de leer. Rompió muchas veces el estúpido sobre, lo tiró al agua y apretó la cisterna. Salió muy mareada. Joanie la tomó del brazo, Alfredo se alteró muchísimo, pensaba que se había pasado con la coca; iba a decirle cuatro cosas cuando la vio desmayarse y caer suavemente al suelo del baño.

Despertó rodeada de los mimos de Alfredo. Bajada de tensión, muchos nervios acumulados. Lo entendía, era todo por él, por lo que habían pasado juntos. Le había preparado la sopa de pollo que le gustaba, con los trocitos de pan fresco convirtiéndose en grumos y el leve sabor de los espárragos triturados. Te quiero, dijo ella, escuchándose más débil de lo que esperaba. Paremos todo esto, respondió él. No, no podemos, concluyó ella sorbiendo la ancha cuchara repleta de sopa. Alfredo aprovechó, muy lentamente, para describirle todo lo que sentía:

– Yo solo quería cocinar y tener un nombre, Patricia. A lo mejor la ecuación no era así. Bastaba solo con cocinar, porque nombre ya tengo, Alfredo Raventós, el hijo de un vendedor de salchichas en una hamburguesería de barrio alto. No te echo la culpa de que me hayas convertido en un arribista, porque no es así. Ha sido el tiempo que vivimos, esta puta cultura de la celebridad, de que todos podemos serlo por la más mínima y absurda de las razones. Pero no es de mi agrado ser célebre porque le serví la última cena al más grande estafador de la Historia. Me siento estúpido, como si hubiera ganado una lotería. Tú misma lo dices siempre, ganar la lotería trae mala suerte.

Los primeros días de enero fueron oscuros de principio a fin. El único destello de color fue la proclamación de Obama como 44.° Presidente de Estados Unidos de América. En el Ovington se reunieron los miembros de la Manada habituales y algunas de las celebridades británicas felices de celebrar algo diferente con los siempre diferentes españoles. Borja dejó escapar que la gente se aferraba a los Obama creyendo que por ser negros iban a blanquear el negro panorama. Patricia vio cómo los ingleses le reían la ocurrencia. No hay nada que divierta más a los supuestamente educados que un fácil juego de palabras.

– Para ti es fácil analizarlo todo un poco más, como has intentado tantas cosas, sabes de muchas cosas -le dijo Borja, creyendo que nadie les miraba.

– Te acercas demasiado.

– Porque quiero que sepan que estoy loco por ti.

– Quieres que te ayude a conseguir algo, eso es todo.

– ¿Crees que ya formas parte de ellos? -empezó a decirle, señalando el grupo de dueños de galerías, directores de cine, estilistas de publicaciones, una directora de una revista de moda imitando a Anna Wintour, la Editora en mayúsculas de esa industria.

– No, jamás me creeré uno de ellos. No lo puedo evitar, educación austriaca. ¡Pragmatismo visceral!

– Pero lo quieres y lo tienes -insistió él, subiendo la voz.

– Todo lo que quieras, Borja, lo tienes que desear mucho para saber perderlo -sentenció, regresando hacia donde estaba Alfredo.

Dos días después de la proclamación, la Modelo había resbalado en su bañera con el secador en la mano. El enjambre de periodistas en la puerta de su casa se abrió como el Mar Rojo en Los Diez Mandamientos cuando Patricia, vestida con un sastre híper masculino, auténtico Saint Laurent, descendió del taxi seguida por Alfredo. Sin darse cuenta de si hacían bien o mal, se detuvieron ante los fotógrafos, más porque creaban una muralla delante de la puerta del domicilio que por desear posar. Patricia pensó que algo le quitaba energía. Y no era el luto. Quizá la desidia de Alfredo comenzaba a transmitirse. Habían pasado menos de diez días de su regreso de Nueva York y todavía no había dicho nada profundo, sentido, acerca de Cadogan Gardens. Seguramente le asqueaba pensar que lo habían pagado más con el dinero del Cliente o de la Isla Prima que con el éxito del Ovington, pero daba igual. Tenían un piso propio, decorado idóneamente en tiempo record. Los fotografiaban, los reconocían, Ovington no tenía una mesa libre hasta pasado el día de los enamorados.

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