Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Por enrarecido que fuera el ambiente, las buenas críticas al restaurante comenzaron a publicarse con igual frecuencia que las hordas de adictos a la celebridad.

«Un talento que desea crecer y recuperar en la cocina la cesación del oficio artístico antes que la genialidad televisada», había escrito el Guardian. Y el Times: «Raventós es la última revelación de la Armada Española que se solaza en conquistar Londres. Guapo, divertido, fielmente acompañado de la no menos atractiva Patricia, Ovington es buena comida y buen humor en momentos de desesperación». Había más, The Independent: «Ovington es Raventós ravishing», un juego de palabras con el apellido de Alfredo y el adjetivo que mejor les identificaba a la pareja en Londres: los ravishing Patricia y Alfredo. Deslumbrantes, fulgurantes, radiantes. Por dentro iba la procesión. El Daily Mail también se hacía pipí con Alfredo. «Gracias a dios, Londres es una capital culinaria para tener entre nosotros una estrella joven y brillante como Alfredo Raventós.» Patricia recortó esa nota y se la envió a su hermana Manuela. «Me equivoqué, me has dejado muerta, hermana. Tenías razón en mudarte a Londres. Salir en el Daily Mail es el no va más», respondió a Manuela.

Reseñas, colas en la puerta, celebridades creando polémica al entrar directamente, saltándose la cola y sentándose en la mesa más cerca de la cocina. Jude Law fue el único que hizo salir a Alfredo de su encorvado mutismo. Entró con una americana sobre el pecho desnudo y saludado por prácticamente todo el restaurante. Besó la mano de Patricia cuando les presentaron y ella, divertida, le hizo una pequeña reverencia. Fue a saludar a Alfredo para celebrar el sándwich de bacon escocés y láminas de textura de bloody mary. «¡La mejor receta inglesa para la resaca!», dijo, y Alfredo sonrió y le hizo dos más pequeños para llevar en una bolsita. De repente, fue al baño y Alfredo decidió seguirle. Emergieron del aseo con los brazos sobre los hombros y riendo. Patricia rió también, creyendo que el encuentro con el hombre más sexy de Gran Bretaña tranquilizaría a Alfredo. Y tuvo en parte razón. Alfredo diría que mearon uno al lado del otro «Y nos chequeamos, claro. Él está bastante bien, gorda pero no tanto como la mía», le dijo, y estalló en una carcajada. Los días siguientes comenzó a vestirse como el actor: chaquetas grises, cortas y ceñidas, con el pecho desnudo dentro del Ovington, con una camisa muy blanca para acudir a eventos, con cuello cisne, también gris, blanco o de un lila muy suave, a instancias de Patricia. Pero a pesar de esos oasis de entretenimiento la rabia seguía apilándose. Los cuchillos golpeando la madera con golpes secos, duros, amenazadores.

El Ovington estaba a tope, habían dispuesto dos mesas en la acera, una vez conseguida la licencia para hacerlo. Sin hacer nada de calor, tampoco hacía frío. David y Pedro gritaban: ¡PAAATRIIICIIIAAA! Vestidos con poquísima ropa, como si estuvieran en Ibiza.

Ambos acudían cada fin de semana a Londres a probarse los chaqués para su boda, que habían encargado en un sastre de la ciudad. En un principio David quería que su hermano fuera el testigo y Alfredo rehusó probarse ningún traje. David sugirió que se ocuparía del gasto. Eso puso las cosas peor. Patricia consiguió convencer a ambos hermanos de que podía usar el frac con el que Alfredo acudía a las fiestas a la manera de Oscar Wilde. La Higgins, que aprovechaba las visitas de los novios para mantener su guardia en el Ovington, creyó ponerle un lazo al dilema.

– Aunque un frac no es un chaqué, porque el primero es para la noche y el segundo para el día, la belleza de Alfredo podía permitirse vestir el frac como gesto de excentricidad artística en la boda de su hermano.

Alfredo soltó una carcajada grosera en la cara de Higgins y todos sintieron que alguna cosa podría torcerse.

– Que sea una boda gay en Valencia no significa que tengamos que ir disfrazados -dijo al terminar de reírse. Higgins terminó de cagarla insistiendo en que el padre de Pedro, para evitar pronunciar el nombre de Marrero, estaba muy ilusionado con la posibilidad de que Alfredo se encargara del catering. Nunca una pausa fue más larga en el Ovington, y Alfredo no mejoró nada la situación al levantarse de la mesa sin decir palabra.

Los novios y la Higgins no se dieron por vencidos, continuaron hablando hasta la saciedad de aquella boda, la boda, la boda, la boda. Pedro quería un chaleco de algún color pastel, mientras que David lo prefería blanco. David quería llevar tirantes con la bandera británica, Pedro prefería que lo hiciera pero con los colores de la bandera española. David quería llevar sombrero de copa alta, Pedro de copa media alta. David quería llevar bastón de empuñadura de plata y dejaba caer bastante claramente que deseaba que fuera un regalo de su suegro. Pedro prefería que su padre les regalara un piso señorial en la ciudad y la membresía de un club importante. David quería casarse con guantes blancos, Pedro consideraba que era una horterada.

Y Alfredo, tras escucharles un fin de semana entero, estalló.

– No contéis conmigo para la boda, por dios -exclamó-. El dinero que le pediría a tu padre, Pedro, sería… vulgar. Por cantidad. Algo que ni siquiera él podría soportar.

– Si lo caliente está muy caliente y lo frío muy frío, papá es capaz de darte lo que le pidas.

– Seiscientas libras el plato -soltó Alfredo. Volvieron a callarse. Pedro tomó su blackberry y tecleó un mensaje; una vez escrito, dejó reposar el dispositivo sobre la mesa. En menos de un minuto el aparato saltó. Pedro lo tomó y abrió la respuesta escrita. Sonrió y dejó pasar el móvil entre los presentes. Alfredo fue el último en ver el SÍ escrito en mayúsculas.

– Eso es todo lo que os interesa, un espectáculo.

– Pensamos casarnos de esta manera una sola vez en la vida, Alfredo -dijo David.

– ¿Qué necesidad tienes de este narcisismo, David? Has sido maricón y jamás te dijimos nada en casa. Pero te casas con este cabeza de chorlito por sus pectorales y un poco de su polla y el dinero de su padre. El dinero más sucio de toda Europa.

Patricia se levantó ipso facto, como si al hacerlo Alfredo fuera a contener sus palabras.

La avalancha se precipitó cuando Pedro expuso que ni siquiera su padre emplearía un tono tan violento y homofóbico.

– Veis homofobia por todas partes y así excusáis vuestros propios errores. No puedes casarte con una cena de seiscientas libras el plato. No puedes permitirte semejante despilfarro, David. ¿Cómo piensas explicárselo a nuestro padre?

– De la misma manera en que tú le restriegas tu éxito todos los días enviándole carpetas y carpetas con los recortes de tus críticas -devolvió David.

– Está orgulloso de lo que he conseguido.

– ¿Crees que incluso de haber formado parte de la estafa piramidal de tu último cliente? -soltó David.

– Se acabó, David. Nunca sabes cuándo parar -intervino Patricia.

– ¿Yo no sé cuándo parar? Seiscientas libras el plato son cacahuetes para el hombre que escabulló miles de millones de dólares de jubilados y señoras ilusas -prosiguió David, y Alfredo se arrojó directamente sobre su hermano mientras Pedro, Patricia y hasta la Higgins forcejeaban por separarlos.

Sin darse cuenta, lo juraría toda la vida, Alfredo empujó a Patricia fuera de todos ellos. Borja, entrando al Ovington en el peor momento posible, sujetó a Patricia en sus brazos.

Alfredo supo al verlo que se había acostado con Patricia.

La perfecta reaparición. El libro que se había inventado para esconder su verdadero deseo, estar cerca de ella. Poder sujetarla como hacía en ese instante, entre sus brazos de tiarrón que parecen inermes y flácidos hasta que al fin capturan la presa. Patricia se desató, pero era tarde, haberlo hecho solo subrayaba más que habían estado juntos.

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