Ferdinand Ossendowski - Bestias, Hombres, Dioses
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Los Lamas se dividen en tres clases especialmente interesantes, de las que me habló el mismo Buda vivo cuando le visité en compañía de Djam Bolon.
El dios deploraba con tristeza la vida suntuosa y desordenada que los Lamas llevaban y que produce la rápida extinción de los adivinos y profetas entre sus filas.
– Si los monasterios de Jahantsi y Narabanchi – me dijo – no hubiesen conservado su régimen y su regla severa, Ta Kure carecería de adivinos y profetas; Barun Abaga Nar-Dorchiul-Jurdok y los demás santos Lamas que tenían el poder de penetrar en lo que el vulgo no ve, han desaparecido con la bendición de los dioses.
Esta clase de Lamas posee extraordinaria importancia, porque todo gran personaje que visita los monasterios de Urga es presentado al Lama Tzuren (adivino), sin que conozca la calidad de este, a fin de que le estudie su destino. El Bogdo Hutuktu se entera inmediatamente del porvenir del personaje, y provisto de tan necesarios informes sabe cómo tratar a su huésped y qué actitud adoptar con él. Los tzuren suelen ser unos viejos, secos, medio agotados, entregados al ascetismo más riguroso; pero también los hay jóvenes, casi niños, que son los hubilganes, los dioses encarnados, los futuros Hutuktus y Gheghens de los diversos monasterios mongoles.
La segunda clase comprende los doctores Ta Lama. Observan la acción de las plantas y de ciertos productos animales en los hombres, conservan los remedios del Tíbet, estudian cuidadosamente la anatomía, pero sin practicar la vivisección. Son muy hábiles para reducir las fracturas de huesos, excelentes masajistas y estupendos hipnotizadores y magnetizadores.
La tercera clase abarca los doctores de grado superior, en su mayoría tibetanos o calmucos. Son los envenenadores, a los que bien pudiera llamárseles doctores en medicina política. Viven a parte, no se tratan con los demás y constituyen la principal fuerza silenciosa en manos del buda vivo. Me dijeron que muchos eran mudos. He visto uno de esta clase, el que envenenó al medico chino enviado por el emperador de Pekín para liquidar al Buda vivo. Era un viejecillo canoso, de rostro surcado de prolongadas arrugas; tenía perilla blanca y sus ojuelos inquietos parecían estar escudriñando siempre cuanto le rodeaba. Cuando un lama de esta categoría llega a un monasterio, el dios local deja de comer y beber: tanto temor le inspira aquella locusta mongola; pero sus precauciones tampoco salvan al condenado, porque un sombrero, una camisa, un zapato, un rosario, una brida, los libros o cualquier objeto piadoso mojado en una solución venenosa basta para que se realicen los designios del Bogdo Kan.
El respeto y la fidelidad religiosa más intensa rodean al pontífice ciego. Ante él todos se prosternan, la cara pegada al suelo. Los kanes y los hutuktus se le aproximan de rodillas. Cuanto le circunda es sombrío y está pletórico de antigüedad oriental. El anciano ciego y borracho, oyendo un disco vulgar de gramófono o dando a sus servidores una sacudida eléctrica con su dinamo; el feroz tirano, envenenando a sus enemigos politos; el Lama que mantiene a su pueblo en las tinieblas, engañándole con sus predicciones y profecías, es, sin embargo, un hombre distinto de los demás.
Un día estábamos sentados en el despacho de Bogdo, y el príncipe Djam Bolon le traducía mi relato de la gran guerra. El anciano escuchaba atentamente. De repente levantó los semicaidos párpados y empezó a oír unos ruidos que venían del exterior. Su rostro reveló una sensación de veneración suplicante y atemorizada.
– Los dioses me llaman – murmuró.
Y se encaminó lentamente a su oratorio particular, donde rezó en voz alta más de dos horas, puesto de hinojos e inmóvil como una estatua. Su plegaria fue una conversación con los dioses invisibles, a cuyas preguntas dio cumplida contestación. Salió del santuario pálido y rendido, pero feliz y satisfecho.
Esa era su oración personal. Durante las ceremonias religiosas del templo no tomaba parte en las plegarias, porque entonces es “dios”. Sentado en su trono le trasladan procesionalmente al altar para que los Lamas y los fieles puedan dirigirle sus oraciones. Recibe sus invocaciones, sus esperanzas, sus lagrimas, sus dolores y anhelos, mirando impasible al espacio con los ojos brillantes, pero muertos. En ciertos momentos de la función, los Lamas le revisten con sus distintos trajes, amarillos y rojos, y le cambian de cubrecabeza. La ceremonia termina siempre en el solemne instante en que el Buda vivo, con su tiara resplandeciente, da la bendición pontificia a los fieles, volviéndose sucesivamente hacia los cuatro puntos cardinales y tendiendo, por último, su mano hacia el Noroeste, o sea hacia Europa, donde deben penetrar las enseñanzas del sapientísimo Buda.
Después de largas funciones en el templo y de las fervientes plegarias personales, el pontífice queda muy quebrantado; con frecuencia llama a sus secretarios y les dicta sus visiones y profecías, siempre sumamente complicadas y desprovistas de explicaciones.
A veces, pronunciando las palabras “sus almas se comunican”, se pone el traje blanco y va a rezar a su oratorio. Entonces se cierran todas las puertas del palacio y todos los Lamas se sumergen en un espanto místico y reverente; todos en éxtasis repasan sus rosarios y balbucean la oración Om Mani padme Hung! Hacen girar las ruedas de las plegarias y exorcizan; los adivinos leen los horóscopos; los visionarios escriben el relato de sus visiones, y los marimbas buscan en los libros antiguos la aclaración de las palabras del Buda.
CAPITULO II
¿Habéis visto en las cuevas de algún antiguo castillo de Italia, Francia o Inglaterra las telarañas polvorientas y el moho centenario? Es el polvo de los siglos. Tal vez tocó el rostro, el casco o la espada de un emperador romano, de San Luis, del Gran Inquisidor, de Galileo o del rey Ricardo. Vuestro corazón se contrae involuntariamente y os sentís llenos de respeto para esos testigos de las épocas pasadas. La misma impresión experimenté en Ta Kure, más acentuada quizá. La vida continúa allí como se desarrolló hace ochocientos años: el hombre está unido férreamente a la tradición, y la conmoción contemporánea únicamente complica y embaraza la existencia normal.
– Hoy es un gran día – me dijo en cierta ocasión el Buda vivo -; es la conmemoración del triunfo del budismo sobre las demás religiones. Hace mucho tiempo, Kublai Kan conoció a los Lamas de todas las creencias y les ordenó que explicasen su fe. Ellos alabaron a sus dioses y hutuktus y si más tardar comenzaron las discusiones y polémicas. Solo un Lama permaneció silencioso. Por fin sonrió con expresión burlona, exclamando:
– ¡Gran emperador! Manda a cada uno que demuestre el poder de sus dioses con la ejecución de un milagro y así podrás juzgar y elegir.
Kublai Kan ordenó sin dilación a los Lamas que hiciesen un milagro, pero todos enmudecieron, confusos e impotentes.
– Ahora – dijo el emperador, dirigiéndose al Lama autor de la proposición – te toca a ti probar el poder de tus dioses.
El lama miró fija y detenidamente al emperador, se volvió, contemplando a la concurrencia, y con grave ademán tendió la mano hacia ella. En aquel momento el vaso de oro del emperador se levantó de la mesa y se colocó en los labios del Kan sin que mano visible le sostuviera. El emperador probó un delicioso vino aromático. Quedaron todos pasmados y sobrecogidos, y Kublai Kan habló:
– Rezaré a tus dioses y todos mis pueblos deberán adorarles. ¿Cuál es tu religión? ¿Quién eres y de dónde vienes?
– Mi religión es la que predicó el sabio Buda. Yo soy el Pandita Lama Turjo Gamba, del lejano y glorioso monasterio de Sakkia, el en Tíbet, donde mora encarnado en un cuerpo humano el espíritu de Buda, su sabiduría y su poder. Te anuncio, señor, que los pueblos adeptos de nuestra fe poseerán todo el universo occidental y durante ciento doce años defenderán sus creencias por el mundo entero.
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