Margaret Weis & Tracy Hickman
La Guerra de los Dioses
1
Advertencia. Se reúnen tres. Tanis tiene que elegir
Tanis se encontraba en las almenas más altas de la Torre del Sumo Sacerdote, observando desde ellas la calzada desierta que conducía a la ciudad de Palanthas. Recorría aquella calzada mentalmente, llegaba a la ciudad, imaginaba el desorden y la inquietud reinante.
El rumor de la proximidad del enemigo en marcha había llegado a la urbe al despuntar el día. Ahora era mediodía. La gente habría cerrado tiendas y puestos, habría salido a la calle para escuchar ávidamente cualquier rumor que corriera entre la población, cuanto más descabellado, más verosímil.
Por supuesto, el Señor de Palanthas tendría preparado su discurso para aquella noche. Saldría al balcón, leería sus notas, recordaría al populacho que la Torre del Sumo Sacerdote se encontraba entre ellos y el enemigo. Luego, tras estas palabras tranquilizadoras, volvería dentro para cenar.
Tanis resopló.
—¡Ojalá viniera alguien a tranquilizarme a mí!
Y acudió alguien, pero no llevó ni alivio ni consuelo. Tampoco llegó por la calzada, sino que lo hizo por un camino mucho menos convencional.
Tanis acababa de recorrer la almena hacia el este y estaba a punto de volver sobre sus pasos, cuando casi se chocó con un hechicero vestido de negro que se interponía en su camino.
—¿Qué demonios...? —Tanis se agarró al repecho de la muralla para recobrar el equilibrio—. ¡Dalamar! ¿De dónde...?
—Vengo de Palanthas por los caminos de la magia y no tengo tiempo para escuchar tus balbuceos. ¿Estás al mando aquí?
—¿Yo? ¡Cielos, no! Sólo estoy...
—Entonces llévame ante quien lo esté —dijo el hechicero con impaciencia—. Y di a estos necios que enfunden sus espadas antes de que las convierta en charcos de metal fundido.
Varios caballeros que montaban guardia en las almenas habían desenvainado sus espadas y rodeaban al elfo oscuro.
—Guardad las armas —ordenó Tanis—. Éste es lord Dalamar, de la Torre de la Alta Hechicería. Es muy capaz de cumplir su amenaza, y vamos a necesitar todas las espadas que podamos conseguir. Que uno de vosotros vaya a buscar a sir Thomas y le diga que solicitamos una entrevista con él de inmediato.
—Tienes razón en lo de necesitar espadas, semielfo —comentó Dalamar mientras caminaban a lo largo de las almenas, dirigiéndose hacia el interior de la fortaleza—. Aunque mi opinión es que lo que necesitáis de verdad es un milagro.
—Paladine nos proporcionó algunos en el pasado —contestó Tanis.
El hechicero echó un vistazo en derredor a la torre.
—Sí —dijo—, pero no veo a ningún viejo mago distraído farfullando acerca de su conjuro de bolas de fuego y preguntando dónde ha puesto su sombrero. —El hechicero hizo un alto y se volvió hacia Tanis.
»Llegan tiempos oscuros. No tendrías que estar aquí, amigo mío. Deberías marcharte, regresar a tu casa, con tu esposa. Puedo ayudarte a hacerlo, si quieres. Dímelo y te enviaré allí al instante.
—¿Tan malas son las noticias que traes? —Tanis miraba fijamente al elfo oscuro.
—Lo son, semielfo —respondió quedamente Dalamar.
—Esperaré a escucharlas y luego decidiré —dijo Tanis al tiempo que se rascaba la barba.
—Como quieras. —Dalamar se encogió de hombros y echó a andar otra vez, con prisa, sus ropajes negros ondeando en torno a sus tobillos. Los pocos caballeros con los que se cruzaron dirigían al hechicero miradas funestas y se apartaban con premura.
Tanis entró en la antesala del consejo. Una escolta de caballeros armados les salió al paso.
—Busco a sir Thomas —dijo Tanis.
—Y él os busca a vos, milord —contestó el comandante de la escolta—. Me ha enviado para deciros que se ha convocado el Consejo de Caballeros para hacer frente a esta crisis. Sir Thomas sabe que lord Dalamar trae noticias.
—Y de carácter muy urgente —señaló el elfo oscuro.
El caballero hizo una reverencia fría, estirada.
—Milord Dalamar, sir Thomas os da las gracias por venir. Si hacéis el favor de comunicarme esas noticias a mí, o a milord Tanis el Semielfo si lo preferís, no os retendremos más.
—No me estáis reteniendo —replicó Dalamar—. No podríais aunque quisierais hacerlo. Vine por propia voluntad y me marcharé de igual modo, después de que haya hablado con Thomas de Thelgaard.
—Milord... —El caballero vaciló, debatiéndose entre la cortesía y la discreción—. Nos ponéis en una situación muy comprometida. ¿Puedo hablar francamente?
—Hazlo, si con ello ahorramos tiempo —repuso Dalamar con creciente impaciencia.
—Debéis saber, milord, que sois el enemigo, y como tal...
Dalamar sacudió la cabeza.
—No tienes que mirar muy lejos para divisar a vuestros enemigos, señor caballero, pero yo no me encuentro entre ellos.
—Tal vez. —El caballero no parecía muy convencido—. Pero tengo unas órdenes que cumplir. Esto puede ser una trampa tendida por vuestra soberana a fin de embrujar a nuestros comandantes.
El semblante de Dalamar se demudó por la cólera.
—Si quisiera «embrujar» a vuestros comandantes, señor caballero, podría hacerlo desde la comodidad y seguridad de mi torre. En este mismo momento, podría...
—Pero no lo hará —se apresuró a intervenir Tanis—. Lord Dalamar viene de buena fe, lo juro. Respondo por él con mi vida si es preciso.
—Y yo también —dijo una voz serena, clara, desde otra sala.
Lady Crysania, conducida por el tigre blanco y escoltada por un grupo de caballeros, entró en la antesala del consejo. El tigre observó intensamente a todos los presentes, no con la mirada rápida y desconfiada de un animal, sino con la intensa, pensativa e inteligente mirada de un hombre. Y quizá fuera imaginación de Tanis, pero el semielfo habría jurado que Dalamar y el tigre intercambiaron una señal subrepticia de reconocimiento.
El comandante y sus hombres se inclinaron sobre una rodilla, con la cabeza agachada.
La Hija Venerable de Paladine les mandó que se levantaran y después volvió sus ciegos ojos hacia Dalamar. El elfo oscuro había inclinado la cabeza en un gesto respetuoso, pero no hizo reverencia. A su orden, dada en tono quedo, el tigre la condujo hasta Dalamar, si bien la bestia interpuso su enorme corpachón entre ambos. Crysania extendió la mano. Dalamar la rozó con las puntas de sus dedos.
—Te agradezco tu apoyo, Hija Venerable —dijo, aunque con cierto tono de sarcasmo.
Crysania se volvió hacia los caballeros.
—¿Seréis ahora tan amables de escoltarnos a los tres a presencia de sir Thomas de Thelgaard?
Aunque resultaba evidente que los caballeros eran reacios a conducir a Dalamar a ningún sitio salvo a las mazmorras, no tuvieron más remedio que acceder a la petición. Los Caballeros de Solamnia servían al dios Paladine, y la Hija Venerable Crysania era la más alta representante de la iglesia dedicada a la veneración de su dios.
—Por aquí, milores, Hija Venerable —dijo el comandante, que ordenó a sus hombres que marcharan en fila tras ellos.
—¿Cómo sabías que me encontrarías aquí, Hija Venerable —preguntó Dalamar en voz muy baja, y al parecer no del todo complacido—. ¿Es que la iglesia me tiene vigilado?
—Paladine vigila a todas sus criaturas, milord, igual que el pastor vigila a sus ovejas, sin excluir las negras —añadió con una sonrisa—. Pero, no, Dalamar, yo ignoraba que estuvieras aquí. Circulan extraños rumores por Palanthas. Nadie podía darme información, así que vine a buscarla en persona.
Un ligero énfasis en la palabra «nadie» y el suave suspiro que acompañó a su frase hicieron que Dalamar la observara con más detenimiento. Se acercó un paso a ella. El tigre caminaba con gran dignidad, guiando a su ama y manteniendo una estrecha vigilancia.
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