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Margaret Weis: La Guerra de los Dioses

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Margaret Weis La Guerra de los Dioses

La Guerra de los Dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado. La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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—Me entrego a vos, subcomandante.

La espada de los Brightblade tenía fama de haber pertenecido a uno de los antiguos héroes de la caballería, Bertel Brightblade. Había pasado de padre a hijo durante generaciones, y, según la leyenda, sólo se rompería si el espíritu del hombre que la blandía se quebrantaba antes. La espada había permanecido descansando junto a los muertos durante un tiempo sólo para, una vez más, volver a pasar a manos de otro Brightblade cuando llegó a la mayoría de edad. Su antigua hoja de acero, que Steel mantenía amorosamente pulida, relucía aunque no con la fría luz grisácea de los hechiceros de Takhisis. La espada brillaba con su propia luz plateada.

Trevalin miró la empuñadura, con su decoración del martín pescador y la rosa, símbolos de los Caballeros de Solamnia, y sacudió la cabeza.

—No la tocaré. Voy a necesitar las manos mañana y no quiero que la ira de Paladine las queme. Me sorprende que puedas manejar tal artefacto con impunidad. También le sorprende a la Señora de la Noche. Ése fue uno de los comentarios que hizo sobre ti.

—La espada perteneció a mi padre —respondió Steel mientras enrollaba el cinturón alrededor de la vaina con enorgullecido cuidado—. Lord Ariakan me dio permiso para llevarla.

—Lo sé, y también lo sabe la Señora de la Noche. Me pregunto qué hiciste, Brightblade, para que te odie de ese modo. En fin, ¿quién sabe lo que pasa por la cabeza de un hechicero? Espera aquí mientras informo a los demás adonde vamos.

No fue una caminata larga. Tampoco lo fue el juicio.

Por lo visto, Ariakan había ordenado que estuvieran esperándolos porque, en el momento que llegaron, un caballero del estado mayor del mandatario los reconoció y los sacó de la extensa aunque ordenada multitud de oficiales, correos y ayudantes que aguardaban a ser atendidos por lord Ariakan.

El caballero los condujo al interior de una gran tienda sobre la que ondeaba el estandarte de Ariakan: un lirio de la muerte enlazado con una espada, sobre campo negro. El mandatario estaba sentado a una mesa pequeña de madera negra que le habían regalado sus hombres en el aniversario de la fundación de la orden de caballería. La mesa viajaba con Ariakan, siempre iba entre su equipaje. Esta noche, la mayor parte de la reluciente superficie negra estaba tapada con mapas enrollados que habían sido pulcramente atados y apartados a un lado. En el centro de la tienda, delante de Ariakan, había una caja enorme llena de arena y rocas que habían sido dispuestas de manera que representara el campo de batalla.

La Caja de Batalla era una idea de Ariakan, de la que se sentía muy orgulloso. La arena y las rocas podían alisarse y luego volver a darles la forma de cualquier tipo de terreno. Unas piedras grandes representaban las montañas Vingaard. Palanthas —los edificios hechos con oro y rodeados por una muralla hecha de guijarros— estaba localizada en la esquina occidental de la caja, cerca de un parche de lapislázuli triturado que representaba la bahía de Branchala. En el paso entre las montañas había una Torre del Sumo Sacerdote diminuta, tallada en jade blanco. Diminutos caballeros hechos de plata fundida aparecían colocados en la Torre del Sumo Sacerdote, junto con unos cuantos dragones plateados y dorados.

Los Caballeros de Takhisis, hechos de brillante obsidiana, tenían rodeada la torre. Dragones de zafiro se posaban en las rocas, todas las cabezas vueltas en una dirección: la torre. La disposición de la batalla ya había sido determinada y cada garra tenía sus instrucciones. Steel vio el estandarte de su unidad, llevado por un diminuto caballero montado a lomos de un pequeño dragón azul.

—Caballero guerrero Brightblade —dijo una voz profunda, severa—. Adelante.

Era la voz de Ariakan. El subcomandante Trevalin y Steel avanzaron, los dos hombres eran conscientes de las miradas que les dirigían los que se arremolinaban fuera de la tienda.

Ariakan estaba sentado solo a la mesa, y escribía en un libro grande encuadernado en piel; eran las crónicas de sus batallas, en las que trabajaba cuando tenía un momento disponible. Steel estaba lo bastante cerca como para ver en las páginas las marcas, claras y precisas, que reproducían la disposición de las tropas representada en la Caja de Batalla.

—Se presenta el subcomandante Trevalin con el prisionero tal como fue ordenado, milord.

Ariakan acabó de hacer un trazo, hizo una breve pausa para revisar su trabajo, y luego —llamando con una seña a un ayudante— apartó el libro abierto a un lado. El ayudante esparció arena en la página para secar la tinta y se llevó el libro.

El Gran Señor de la Noche, comandante y fundador de los Caballeros de Takhisis, volvió su atención a Steel.

Ariakan rondaba los cincuenta y se encontraba en la plenitud de la vida. Un hombre alto, fuerte, bien proporcionado, todavía era un guerrero fuerte y capaz que se mantenía en forma con justas y torneos. Había sido un joven atractivo, y ahora, en la madurez, con su afilada nariz aguileña y sus negros ojos penetrantes le recordaba a uno un halcón marino. Era una imagen muy apropiada, ya que, supuestamente, su madre era Zeboim, diosa del mar e hija de Takhisis.

Su cabello, aunque plateado en las sienes, era negro y espeso. Lo llevaba largo, peinado hacia atrás y atado en la nuca con una tira de cuero trenzada, negra y plateada. Su rostro, pulcramente rasurado, tenía la piel morena y curtida. Era inteligente, y podía resultar encantador cuando se lo proponía. Gozaba del respeto de quienes lo servían, y tenía fama de ser justo y objetivo, y también tan frío y misterioso como las profundas aguas del océano. Estaba dedicado en cuerpo y alma a la reina Takhisis, y esperaba igual devoción de aquellos que le eran leales.

Miró fijamente a Steel, a quien había metido en la caballería cuando era un chico de doce años, y, aunque en sus ojos había tristeza, no había piedad ni compasión. Lo contrario habría sorprendido a Steel, y probablemente su comandante lo habría decepcionado.

—El acusado, el caballero guerrero Brightblade, se encuentra ante nosotros. ¿Dónde está el acusador?

La hechicera vestida de gris, que había estado de acuerdo en enviar a Steel en la fallida misión, salió de entre la multitud.

—Yo soy la acusadora, milord —dijo la Señora de la Noche, que no miró a Steel.

Él, por su parte, mantuvo la mirada prendida en Ariakan, orgullosamente.

—Subcomandante Trevalin —continuó el mandatario—, agradezco tus servicios. Has entregado al prisionero según lo ordenado. Ahora puedes regresar con tu garra.

Trevalin saludó pero no se marchó enseguida.

—Milord, antes de irme, pido permiso para decir unas palabras en favor del prisionero. La Visión me insta a hacerlo.

Ariakan enarcó las cejas y asintió con la cabeza. La Visión estaba ante todo, y no se la invocaba a la ligera.

—Procede, subcomandante.

—Gracias, milord. Que mis palabras se hagan constar. Steel Brightblade es uno de los mejores soldados que he tenido el privilegio de mandar. Su valentía y su destreza son intachables. Su lealtad a la Visión es inquebrantable. Estos atributos han quedado demostrados en batalla repetidas veces y ahora no deberían ser puestos en duda. —Al decir esto, Trevalin dirigió una mirada funesta a la Señora de la Noche—. La muerte del caballero guerrero Brightblade no sólo sería una gran pérdida para todos nosotros, milord. Sería un perjuicio para la Visión.

—Gracias, subcomandante Trevalin —dijo Ariakan con voz fría y desapasionada—. Tomaremos en cuenta tus palabras. Puedes retirarte.

Trevalin saludó, inclinó la cabeza, y, antes de marcharse, susurró unas palabras de ánimo a Steel.

El caballero, que sostenía firmemente la espada de su padre con las dos manos, asintió en señal de agradecimiento, pero no dijo nada. Trevalin salió de la tienda, sacudiendo la cabeza. Ariakan hizo un ademán a Steel.

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