Margaret Weis - La Guerra de los Dioses

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado.
La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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Los Esbirros de la Oscuridad tenían que atacar la puerta principal de la Espuela de Caballeros. Si tenían éxito, debían abrirse paso hasta la torre central y ayudar a los ejércitos de asalto en la destrucción del enemigo.

El quinto ejército, la fuerza draconiana, se estaba reuniendo con los Caballeros de Takhisis, que atacarían desde el aire. Los draconianos, montados a lomos de los dragones azules, saltarían sobre las almenas y despejarían el camino para los ejércitos de asalto. Los caballeros permanecerían a lomos de los dragones, combatiendo contra los reptiles plateados que sin duda acudirían en ayuda de los Caballeros de Solamnia.

Acabada la reunión, Ariakan despidió a sus oficiales y ordenó a sus sirvientes que le llevaran el desayuno.

La espera era dura; Steel paseaba impaciente, incapaz de estar sentado, inmóvil. La excitación que corría por sus venas necesitaba un escape. Se acercó al grupo de especialistas que montaba la máquina de asedio con la que atacarían la entrada principal. Steel se habría sumado al trabajo con tal de hacer algo, pero supuso que sería más un estorbo que una ayuda.

El enorme ariete estaba hecho con el tronco de un roble gigantesco. La cabeza, reforzada con hierro, estaba moldeada a semejanza de la de una tortuga marina (en honor de la madre de Ariakan, diosa del mar), e iba montada sobre una plataforma con ruedas que se llevaría rodando calzada arriba, hasta la puerta principal. El ariete colgaba de lo alto de la máquina de asedio, suspendido en un soporte de cuero, e iba conectado a un complejo conjunto de poleas. Unos hombres tirarían de las gruesas sogas, echando el ariete hacia atrás. Cuando se soltaran las cuerdas, el ariete saldría impulsado hacia adelante y asestaría a las puertas un tremendo impacto. Un techo de hierro situado encima del ariete protegía de flechas encendidas, piedras y otras armas que los defensores utilizarían en un intento de destruirlo antes de que ocasionara un daño importante en los portones.

Los Caballeros de la Espina habían reforzado la infernal máquina de asedio con varios tipos de magia. Los Caballeros de la Calavera, dirigidos por la suma sacerdotisa de Takhisis, se adelantaron y dieron al ingenio sus oscuras bendiciones, invocando a la diosa para que los ayudara en su empeño. Las inmensas puertas, hechas con madera de carpe y guarnecidas con bandas de acero, estaban reforzadas aún más por la magia, y se temía que no cederían sin la intervención de la Reina Oscura.

Pero ¿estaba Takhisis presente? ¿Había acudido a presenciar el mayor triunfo de su ejército? Steel tuvo la impresión de que la gran sacerdotisa vacilaba en mitad de la plegaria, como si no estuviera segura de que hubiera alguien escuchándola. Los Caballeros de la Calavera que flanqueaban a la sacerdotisa, parecían inquietos y se miraban de soslayo unos a otros. El técnico, que se había visto obligado a interrumpir su trabajo durante las oraciones, estaba impacientándose con todo el asunto.

—Un montón de tonterías, si quieres saber mi opinión —le dijo rezongando a Steel cuando las plegarias terminaron—. Eso no quiere decir que no sea creyente —se apresuró a añadir al tiempo que echaba una mirada a su alrededor para asegurarse de que los clérigos no lo habían oído—. Pero he empleado seis meses de mi vida en el diseño de esta máquina y otros seis construyéndola. Un poco de apestoso polvo de hechiceros y unas cuantas plegarias masculladas no van a ganar esta batalla. Nuestra Oscura Majestad tendrá cosas mucho más importantes que hacer hoy que rondar por aquí y ponerse a llamar a la puerta principal de los solámnicos. —Contempló su invento con ojos rebosantes de orgullo—. Mi máquina hará ese trabajito en su lugar.

Steel se mostró cortés dándole la razón, y los dos hombres pasaron a discutir la coordinación de ambas fuerzas. Hecho esto, Steel se marchó para reunirse con sus tropas de bárbaros.

Encontró a los cafres entretenidos en algún tipo de juego popular entre los de su raza. Uno de ellos, uno de los pocos que hablaban el Común, intentó explicar a Steel cómo era el juego. El joven escuchó pacientemente, procurando mostrarse interesado. No tardó en encontrarse perdido en la complejidad de las reglas del juego, en el que se utilizaban palos, piedras, pinas y estaba implicado el lanzamiento, en apariencia descuidado, de grandes cuchillos con mangos de hueso y aspecto mortífero.

El cafre explicó que el riesgo de recibir un corte y sangrar excitaba a los hombres y los preparaba para la batalla. Steel, que se había preguntado a qué se debían todas esas cicatrices de aspecto extraño que los bárbaros tenían en las piernas y los pies, no tardó en dejar a los cafres con sus peligrosas diversiones y reanudó sus paseos de un lado para otro.

Su mirada se dirigió hacia las murallas de la Torre del Sumo Sacerdote, donde podía ver pequeñas figuras moviéndose de aquí para allí, asomándose entre los huecos de las almenas. Hacía mucho que el alba había quedado atrás, así como la hora en que los ejércitos solían atacar. Si la espera era dura para Steel, imaginaba que para los que estaban dentro de la torre tenía que serlo mucho más. Debían de estar preguntándose cuál era la razón del retraso, qué estaría tramando Ariakan, y replanteándose sus propias estrategias. Y, entre tanto, el miedo atenazaría sus corazones y su valor menguaría con el paso de las horas.

El sol siguió ascendiendo en el cielo; las sombras arrojadas por la torre se acortaron. Steel sudaba bajo la pesada armadura y miraba con envidia a los cafres, que entraban en batalla casi desnudos, con los cuerpos cubiertos con un tipo de pintura azul que apestaba, y que, según ellos, tenía propiedades mágicas y era todo cuanto necesitaban para protegerse contra cualquier arma.

Steel afrontó el calor para encaminarse hacia donde los caballeros, su propia garra, preparaban a sus dragones para el combate. El subcomandante Trevalin lo divisó e hizo un gesto con la mano, pero estaba demasiado ocupado ajustando la lanza —una copia de las famosas Dragonlances— para ponerse a charlar. Steel vio a Llamarada, que tenía un nuevo jinete. El joven no envidiaba la suerte de este caballero. Llamarada se había puesto furiosa cuando supo la destitución de Steel, incluso había amenazado con no tomar parte en la batalla. Steel había logrado convencerla para que no desertara, pero saltaba a la vista que la hembra de dragón seguía irascible. Llamarada era fiel a la Visión y lucharía valerosamente, pero también se las arreglaría para hacer la vida imposible a su nuevo jinete.

Reprimiendo los sentimientos de pesar y envidia, Steel volvió a su propia compañía, lamentando haberse marchado. Empezaba a notar el calor y su entusiasmo comenzaba a decaer, cuando una agitación en la parte central del ejército atrajo su atención. Lord Ariakan había salido de su tienda. Un profundo silencio cayó sobre los que estaban a su alrededor.

Acompañado por su guardia personal, el abanderado, los hechiceros y los clérigos oscuros, Ariakan montó en su caballo, un corcel de guerra, negro como el carbón, llamado Vuelo Nocturno, y se dirigió cabalgando hasta ocupar una posición justamente detras del escuadrón de retaguardia del segundo ejército de asalto. Ordenó que se desplegara la bandera de combate.

Los estandartes de todos los otros ejércitos fueron izados; las banderas colgaban fláccidas en el quieto aire. Ariakan levantó un bastón de negra obsidiana, decorado con lirios de la muerte plateados y rematado con una calavera sonriente. Echando un último vistazo a su alrededor y advirtiendo que todo estaba dispuesto, Ariakan bajó el bastón.

El toque claro de una trompeta sonó en el aire rielante por el calor. Steel reconoció el toque: «avance de aproximación al enemigo», y la sangre le latió en las venas a un ritmo tan acelerado que creyó que el corazón le iba a estallar de emoción.

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