Margaret Weis - La Guerra de los Dioses

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado.
La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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—Hay un maldito rastrillo obstruyendo la entrada. —El técnico se tomaba el inesperado obstáculo como una ofensa personal—. No estaba indicado en el mapa de lord Ariakan.

—¿Un rastrillo? —Steel frunció el entrecejo, intentando recordar. Había entrado en la torre por este mismo sitio cinco años atrás, y tampoco recordaba haber visto un rastrillo. Pero sí le vino a la memoria que por aquel entonces se estaba llevando a cabo algún tipo de construcción—. Al parecer lo han incorporado a las defensas. ¿Puedes echarlo abajo?

—No, señor. No hay hueco suficiente en la muralla para que entre la máquina. Esto sería trabajo para un hechicero, señor.

Steel envió a un mensajero para que informara a lord Ariakan. Ahora no podían hacer nada, salvo esperar.

Recordó el día en que había cruzado estas puertas, cuando bajó a la Cámara de Paladine para presentar sus respetos a la memoria de su padre. El cuerpo de Sturm Brightblade estaba tendido sobre el sepulcro, incorrupto, según algunos, gracias a la magia de la joya elfa que el caballero llevaba colgada al cuello. La espada de los Brightblade estaba firmemente prendida en sus frías manos. Admiración por el coraje y la valentía del hombre muerto, pena de no haberlo conocido, la esperanza de ser como él... Todas estas emociones habían conmovido el alma de Steel, despertando su veneración y su amor. Su padre había correspondido a ese amor dando a su hijo los únicos regalos que podía darle: la joya y la espada; regalos sobrenaturales, benditos y malditos por igual. A pesar de que el sol de media tarde caía a plomo, Steel se estremeció ligeramente.

«Ten cuidado, joven. Una maldición caerá sobre ti si descubres la verdadera identidad de tu padre. ¡Déjalo estar!»

Era la advertencia que lord Ariakan le había hecho cuando Steel era todavía un muchacho. La advertencia se había convertido en realidad. La maldición había caído como un hacha y había partido en dos el alma de Steel. Aun así, también había sido una bendición. Tenía la espada de su padre y un legado de honor y coraje.

Ahí arriba, en aquellas almenas que habían sido defendidas con semejante bravura y tenacidad, la sangre de su padre teñía las piedras. La sangre de su hijo teñiría las piedras del patio. Uno, defensor; el otro, conquistador. Y, sin embargo, parecía eminentemente apropiado.

El mensajero regresó, trayendo con él a tres Caballeros de la Espina. Ninguno de ellos, advirtió Steel con alivio, era la hechicera gris que lo había acusado.

Steel reconoció a su comandante, un Señor de la Espina. El hombre estaba en la madurez, había combatido en la Guerra de la Lanza, y era el mago personal de Ariakan. Estaba acostumbrado a trabajar con soldados, a compaginar la espada con la magia.

Señaló despreocupadamente la entrada de la torre y gritó para hacerse oír sobre el fragor de la batalla:

—Milord nos ha ordenado que removamos las defensas que hay dentro. Necesitaré que tus tropas nos protejan mientras trabajamos.

Steel situó a sus hombres en posición. El hechicero mayor y sus ayudantes ocuparon sus posiciones en la retaguardia. Una nube de polvo que se levantó detrás de ellos indicó que el segundo ejército de asalto se estaba colocando en formación, listo para entrar cuando el camino estuviera despejado.

El Señor de la Espina hizo un gesto con la mano.

Steel levantó su espada en un saludo a su reina. Con un resonante grito de guerra, condujo a sus hombres, seguidos por los hechiceros grises, al interior de los destrozados portones de la Torre del Sumo Sacerdote.

El rastrillo de hierro se interponía entre los caballeros y el patio central. Los defensores dispararon una mortífera andanada de flechas desde el otro lado, a través de las barras del rastrillo.

Veterano en vérselas con este tipo de defensas, el Señor de la Espina y los otros dos Caballeros Grises de rango inferior empezaron a hacer su trabajo con rapidez y eficacia. Steel, siempre algo desconfiado con la magia, los observó con atónita admiración en tanto que sus arqueros disparaban flechas a su vez a través del enrejado, obligando a los defensores a mantener las distancias.

Unas cuantas flechas, disparadas por los arqueros solámnicos, cayeron entre los hechiceros. Los dos Caballeros Grises se ocuparon de ellas. Utilizando diferentes conjuros de escudo y desintegración, consiguieron que las flechas rebotaran en una barrera invisible o se convirtieran en polvo antes de alcanzar su destino.

El Señor de la Espina, trabajando con tanta frialdad y tranquilidad como si se encontrara en su propio laboratorio, sacó de su bolsillo un frasco grande que contenía lo que parecía ser agua. Sosteniendo el recipiente en la mano, echó dentro un pellizco de tierra, puso el tapón otra vez, y empezó a entonar unas palabras en el enrevesado lenguaje de la magia. Volvió a destapar el frasco mientras todavía pronunciaba el hechizo, y vació su contenido en el muro de piedra donde estaba montado el rastrillo.

El agua se deslizó por la piedra en reguerillos. El hechicero se guardó el recipiente vacío en el bolsillo, con cuidado, dio una palmada y, al instante, el muro empezó a disolverse, la piedra tornándose mágicamente en barro.

Terminada su labor, el Señor de la Espina metió las manos entre las mangas de la túnica y retrocedió.

—Echadlo abajo —le dijo a Steel.

El caballero ordenó a tres de los cafres más corpulentos que se adelantaran. Los bárbaros apoyaron los hombros en el rastrillo y, tras dos o tres empellones, arrancaron la reja de sus anclajes y la derribaron.

El Señor de la Espina, que parecía aburrido, reunió a sus ayudantes.

—A menos que me necesites para alguna cosa de importancia, regresaré al lado de mi señor.

Steel asintió con la cabeza. Agradecía la ayuda de los hechiceros, pero no lamentó verlos partir.

—Avisadme cuando la torre haya caído —añadió el mago—. Se supone que tengo que forzar la puerta de la tesorería.

Se marchó, con sus ayudantes yendo tras él presurosos. Steel ordenó a sus hombres que dejaran arcos y flechas y desenvainaran espadas y dagas. De ahora en adelante, el combate sería cuerpo a cuerpo. Detrás se oyó gritar órdenes. El segundo ejército de asalto se preparaba para avanzar.

Steel condujo a sus hombres saltando sobre los portones destrozados, por debajo del barro goteante y por el pasadizo que daba al patio central de la Torre del Sumo Sacerdote. Detuvo a sus tropas al final del pasaje.

El patio estaba desierto.

Steel sintió inquietud. Había esperado encontrar resistencia.

Tras los gruesos muros de la torre todo estaba tranquilo, silencioso; demasiado silencioso.

Esto era una trampa.

No estando acostumbrados a atacar fortificaciones, los cafres habrían salido corriendo a descubierto con inconsciente despreocupación. Steel bramó una orden con voz ronca, y tuvo que repetirla dos veces antes de conseguir que los cafres comprendieran que debían esperar a que les diera la señal de avance.

Steel estudió la situación cuidadosamente.

El patio tenía forma de cruz. A la derecha de Steel había dos puertas de hierro, adornadas con el símbolo de Paladine, que conducían más al interior de la fortaleza. En el extremo opuesto de la cruz había otro rastrillo, pero Steel no pensaba dejarse engañar con eso. El corredor conducía a la Trampa de Dragones, un truco ya viejo en lo que concernía a los Caballeros de Takhisis.

A cada lado del rastrillo había dos escaleras que bajaban desde las almenas. Steel miró intensamente aquellas escaleras. Ordenó a los cafres que guardaran silencio y escuchó con atención; le pareció oír un suave rasponazo, como si una armadura se hubiera rozado contra la piedra. Así que ahí era donde estaban escondidos. Los haría salir a descubierto, y sabía exactamente cómo hacerlo.

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